Marte Verde (41 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

En la oscuridad el viento sólo era ruido y un temblor irregular del rover sobre sus rígidos amortiguadores. Durante unos segundos las ráfagas aplastaban el coche, que luchaba por elevarse en los muelles y fracasaba, como un animal tratando de liberarse del fondo de una corriente. Entonces las ráfagas cedían y el rover saltaba hacia arriba.

—¿Crees que podremos caminar con este viento? —preguntó Maya. Michel no contestó. Él había salido con ventiscas fuertes en otras ocasiones, pero en la oscuridad nadie podía afirmar que ésta no fuera peor que aquéllas. El anemómetro del rover registraba ráfagas de doscientos treinta kilómetros por hora, pero estaban al abrigo de una pequeña mesa, y no se podía asegurar que reflejase las velocidades máximas verdaderas.

Comprobaron el medidor de arena y no se sorprendieron al descubrir que se trataba además de una tormenta de arena con todas las de la ley.

—Acerquemos más el rover —propuso Maya—. Llegaremos allí antes, y nos será más fácil encontrar el coche después.

—Buena idea.

Se sentaron al volante y emprendieron la marcha. Fuera del abrigo de la mesa, el viento era feroz. En cierto momento el zarandeo se hizo tan severo que temieron volcar; y si hubiesen tenido el viento de través seguramente habrían volcado. Con el viento detrás, avanzaban a quince kilómetros por hora cuando deberían ir a diez, y el motor zumbaba infeliz mientras frenaba el coche para evitar que fuese aún más rápido.

—Este viento es excesivo, ¿no? —preguntó Maya.

—No creo que Coyote pueda controlarlo, la verdad.

—Guerrilla climatológica —dijo Maya con un bufido—. Ese hombre es un espía, estoy segura.

—Yo no lo creo.

Las cámaras no mostraban más que un torrente de oscuridad sin estrellas. La IA del rover los estaba guiando a estima, y en el mapa de la pantalla aparecían situados a dos kilómetros de la tienda más meridional de la orilla exterior.

—Será mejor que caminemos desde aquí —dijo Michel.

—¿Cómo encontraremos el coche después?

—Tendremos que utilizar el hilo de Ariadna.

Se pusieron los trajes y entraron en la antecámara. Cuando la puerta exterior se abrió, el aire los succionó de inmediato.

En cuanto estuvieron fuera unas violentas ráfagas los embistieron por la espalda. Una derribó a Michel, que acabó a gatas en el suelo. Buscó a Maya entre el polvo y la vio en la misma posición detrás de él. Se acercó a la puerta, tomó el carrete de hilo y se lo sujetó al antebrazo; luego asió la mano de Maya.

Tras repetidos ensayos, descubrieron que podían levantarse si se encorvaban hacia adelante, el casco y la cintura al mismo nivel. Avanzaron a trompicones, despacio, aplastándose contra el suelo cuando las ráfagas eran demasiado potentes. Apenas veían el suelo que pisaban, y no era difícil golpearse una rodilla con una roca. El viento de Coyote había bajado con demasiada fuerza. Pero no se podía hacer nada. Y desde luego los habitantes de las tiendas de Kasei no estarían fuera dando un paseo.

Una ráfaga volvió a arrojarlos al suelo y Michel dejó que el viento pasara sobre él. A duras penas evitó que lo arrastrase. Su consola de muñeca estaba conectada a la de Maya por un hilo telefónico.

—Maya, ¿estás bien? —preguntó.

—Sí. ¿Y tú?

—Perfectamente —contestó, aunque descubrió una pequeña rasgadura en el guante, sobre el nudillo del pulgar.

Apretó el puño, sintiendo el frío filtrarse y subir por la muñeca. Bueno, no se le congelaría instantáneamente como en el pasado, ni tampoco se le haría un moretón por la presión. Sacó un parche del compartimiento de muñeca y cubrió el rasgón.

—Creo que será mejor que avancemos así.

—¡No podemos arrastrarnos dos kilómetros!

—Podemos sí no queda más remedio.

—Pues no creo que lo consigamos. Podemos seguir como hasta ahora y estar preparados para tirarnos al suelo si es necesario.

—De acuerdo.

Se pusieron de pie, encorvados, y avanzaron arrastrando los pies con cautela. El polvo negro pasaba junto a ellos con una velocidad inaudita. Las indicaciones del mapa de navegación iluminaban el visor de Michel, a la altura de la boca: la primera tienda aún estaba a un kilómetro, y para su sorpresa, los números verdes del reloj marcaban las 11:15:16; llevaban fuera una hora. El aullido del viento le impedía oír a Maya, aun con el intercom pegado a la oreja. En esos momentos Coyote y los otros, además de los rojos, debían de estar atacando los alojamientos de la orilla interior, pero no podían estar seguros. Tendrían que confiar en que la fuerza del viento no hubiese impedido esa fase de la acción, o no la hubiese retrasado demasiado.

Era un asunto complicado avanzar encorvados, unidos por el hilo telefónico. Continuaron con obstinación, hasta que los muslos y la parte baja de la espalda les ardieron. Al fin, el indicador de navegación les reveló que estaban muy cerca de la tienda más meridional. No podían verla. El viento arreció aún más, y tuvieron que arrastrarse en los últimos cientos de metros, sobre una roca dolorosamente dura. Los dígitos del reloj se detuvieron en las 12:00:00. No mucho después tropezaron con el remate de hormigón de la tienda.

—Puntuales como los suizos —susurró Michel.

Spencer los esperaba en el lapso marciano, y habían pensado que tendrían que esperar en el muro hasta que se hiciera la hora. Michel alargó una mano y empujó con suavidad la capa exterior de la tienda. Estaba muy tirante, y latía a cada embestida del aire.

—¿Lista?

—Sí —dijo Maya, la voz tensa.

Michel sacó una pequeña pistola de aire comprimido, y Maya hizo lo mismo. Las pistolas tenían múltiples accesorios que permitían hacer cualquier cosa, desde enroscar un tornillo a poner una inyección. Ahora iban a usarlas para rasgar el duro y elástico material de la tienda.

Desconectaron el hilo telefónico que los unía y apretaron las pistolas contra el tenso y vibrante muro invisible. Dispararon a la vez.

No ocurrió nada. Maya volvió a conectar el hilo telefónico a su muñeca.

—Quizá tengamos que acuchillarla.

—Quizá. Pongamos las dos pistolas juntas y probemos de nuevo. Este material es fuerte, pero con el viento...

Desconectaron, se prepararon, probaron: sus brazos fueron proyectados sobre el remate y ellos se desplomaron contra el muro de hormigón. Una fuerte explosión fue seguida por otra menor; luego se oyó un fragor lejano y una serie de explosiones. Las cuatro capas de la tienda se estaban desgarrando entre dos de los contrafuertes y quizá en toda la cara sur, lo que provocaría el estallido de toda la tienda. El polvo volaba entre los poco iluminados edificios que tenían delante. Las ventanas se apagaban a medida que los edificios se quedaban sin electricidad; algunos perdieron las ventanas a causa de la súbita despresurizaron, aunque esta no era ni mucho menos tan grave como lo habría sido en el pasado.

—¿Estás bien? —preguntó Michel por el intercom.

—Me he hecho daño en el brazo —contestó ella, aspirando el aire entre los dientes. Por encima del rugido del viento se escuchaban las alarmas—. Busquemos a Spencer —añadió con aspereza. Se puso de pie y el viento la empujó con violencia sobre el remate; Michel la siguió y cayó sobre ella.

—Vamos —dijo Maya.

Se adentraron tambaleando en la ciudad prisión de Marte.

Dentro de la tienda reinaba el caos. El polvo convertía el aire en una especie de gel negro que se derramaba por las calles con fantástica velocidad y con un chillido tan agudo que Michel y Maya apenas se oían cuando reconectaron la línea telefónica. La descompresión había volado muchas ventanas e incluso derribado muros, y las calles estaban sembradas de fragmentos de cristal y cafeoles de hormigón. Avanzaron lado a lado, tanteando con los pies, confirmando con las manos.

—Inténtalo con el mapa de infrarrojos —recomendó Maya.

Michel lo activó. La imagen infrarroja era dantesca: los edificios dañados resplandecían como fuegos verdes.

Llegaron al gran edificio central donde Spencer había dicho que tendrían a Sax, y descubrieron que también allí brillaba el verde en una pared. Por suerte, unos mamparos protegían la clínica subterránea. De no ser por eso, el intento de rescate habría acabado con Sax, aunque no podía descartarse que hubiese ocurrido lo peor, juzgó Michel, porque los suelos de la planta baja del edificio estaban resquebrajados.

Llegar a la clínica sería un problema. Se suponía que había un hueco de escalera que funcionaba como antecámara de emergencia, pero no sería fácil localizarlo. Michel sintonizó la frecuencia común, y a través de ella le llegó un galimatías frenético de confusión general; las tiendas que cubrían los dos cráteres menores de la pendiente interior habían estallado, y se oían llamadas de socorro. Maya propuso esconderse y esperar a que saliese alguien.

Se agacharon detrás de una pared y esperaron, algo resguardados del viento. Entonces, delante de ellos una puerta se abrió de par en par y unas figuras con traje corrieron a la calle y desaparecieron. Maya y Michel fueron hasta la puerta y entraron.

Se encontraron en un vestíbulo, todavía despresurizado; pero las luces funcionaban, y en un panel parpadeaban unas luces rojas. Era una antecámara de emergencia. Cerraron la puerta exterior y el reducido espacio volvió a presurizarse. Se plantaron ante la puerta interior y se miraron a través de los visores polvorientos. Michel se pasó el guante por el suyo para limpiarlo un poco y se encogió de hombros. En el rover habían discutido sobre ese momento, el momento crucial de la operación, pero no habían podido planear nada; y ahora el momento había llegado, y la sangre le volaba en las venas como impelida por el viento.

Desconectaron el hilo y sacaron las pistolas láser que Coyote les había dado. Michel disparó al panel de la puerta y esta se abrió con un siseo. Encontraron a tres hombres con traje pero sin casco; parecían asustados. Michel y Maya dispararon y los hombres cayeron al suelo retorciéndose. Rayos de las puntas de los dedos.

Arrastraron a los tres hombres hasta una habitación lateral y los encerraron allí. Michel se preguntó si no les habrían disparado demasiadas veces; las arritmias cardíacas eran frecuentes cuando esto ocurría. Sentía que el cuerpo se le había expandido tanto que el traje lo oprimía, y tenía mucho calor, jadeaba y sentía una exaltación feroz. Maya parecía sentirse igual: echó a andar por un pasillo, casi corriendo. De repente, el pasillo quedó a oscuras. Maya encendió la linterna del casco y siguieron el polvoriento cono de luz hasta la tercera puerta a la derecha, donde Spencer les había dicho que estaría Sax. Estaba cerrada.

Maya sacó una pequeña carga explosiva y la colocó sobre la manija y la cerradura; retrocedieron algunos metros por el pasillo. Cuando detonó la carga la puerta se abrió violentamente, impulsada por el aire del interior. Corrieron adentro y encontraron a dos hombres intentando sellar los cascos; cuando vieron a Michel y Maya uno se llevó la mano a la pistolera y el otro corrió hacia una consola de mesa. Pero la necesidad de asegurar los cascos se impuso y no consiguieron hacer ninguna de las dos cosas antes de que los intrusos les disparasen. Cayeron al suelo.

Maya retrocedió y cerró la puerta por la que habían entrado. Recorrieron otro pasillo, el último. Llegaron a una puerta y Michel la señaló. Maya sostuvo la pistola con las dos manos y con una inclinación de cabeza indicó que estaba lista. Michel abrió la puerta de una patada y Maya se precipitó dentro seguida por Michel. Una persona con traje y casco estaba inclinada sobre lo que parecía una mesa de operaciones, trabajando en la cabeza de un cuerpo yacente. Maya disparó varias veces y la figura se desplomó como si le hubiesen dado un puñetazo, y luego rodó por el suelo sacudida por espasmos musculares.

Corrieron hacia el hombre de la mesa de operaciones. Era Sax, aunque Michel lo reconoció más por el cuerpo que por el rostro, que era una máscara mortuoria con los ojos morados y la nariz aplastada. Parecía estar con vida. Empezaron a soltarle las correas. Tenía electrodos pegados en varios puntos de la cabeza rapada, y Michel hizo una mueca de dolor cuando vio que Maya los arrancaba sin miramientos. Michel sacó un traje de emergencia y enfundó las piernas y el torso inertes de Sax, maltratándolo en su prisa; pero Sax ni siquiera gimió. Maya sacó un casco de tela de emergencia y un pequeño tanque de la mochila de Michel; los conectaron al traje de Sax y activaron el dispositivo.

Maya se aferraba a la muñeca de Michel con tanta fuerza que éste temió que le rompiera los huesos. Ella volvió a conectar el hilo telefónico.

—¿Está vivo?

—Creo que sí. Saquémoslo de aquí.

—¡Mira lo que le han hecho en la cara esos fascistas asesinos!

La persona caída en el suelo se movía, y Maya se acercó a ella y le pateó el vientre. Entonces se inclinó y miró a través del visor, y sorprendida soltó un juramento.

—¡Es Phyllis!

Michel arrastró a Sax fuera de la habitación y por el pasillo. Maya lo alcanzó. Alguien apareció delante de ellos y Maya levantó la pistola, pero Michel le apartó la mano: era Spencer Jackson, lo reconoció por los ojos. Spencer habló, pero con los cascos no podían oírle. Al darse cuenta, el hombre gritó:

—¡Gracias a Dios que llegaron! ¡Ya habían acabado con él! ¡Iban a matarlo!

Maya dijo algo en ruso y corrió de vuelta a la habitación; arrojó algo dentro y regresó deprisa. Una explosión proyectó fuera de la habitación humo y escombros, que acribillaron la pared opuesta.

—¡No! —gritó Spencer—. ¡Era Phyllis!

—Ya lo se —gritó Maya con rabia, pero Spencer no pudo oírla.

—Vamos —insistió Michel, tomando en brazos a Sax. Le indicó a Spencer que se pusiera un casco—. Salgamos de aquí.

Nadie parecía oírlo, pero Spencer se puso un casco y ayudó a Michel a cargar a Sax por el pasillo y escaleras arriba hasta la planta baja.

Fuera la intensidad del ruido había crecido, y estaba muy oscuro. Rodaban objetos por el suelo, y algunos incluso volaban. Michel recibió un impacto en el visor que lo derribó.

Después de eso le pareció estar distanciado de todo lo que ocurría. Maya conectó una línea a la muñeca de Spencer y les siseó órdenes a los dos, la voz dura y precisa. Cargaron el cuerpo de Sax hasta el muro de la tienda y lo pasaron por encima, y luego se arrastraron de un lado a otro hasta que dieron con el carrete de hierro de su hilo de Ariadna.

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