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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (38 page)

Absorto en esos pensamientos y en el esfuerzo para recuperar sus recuerdos de aquel año, se perdió un poco de lo que Phyllis estaba diciendo, pero luego recuperó el hilo:

—...comprobé otra vez con una de las viejas copias de la memoria de mi IA, y ahí estabas.

—Las unidades de memoria de tu IA deben de estar degradándose —

dijo él con aire ausente—. Han descubierto que la radiación cósmica perturba los circuitos si no se los refuerza de cuando en cuando.

Ella ignoró esa débil digresión.

—La cuestión es que todavía vale la pena buscar a gente que es capaz de cambiar los archivos de la Autoridad Transitoria de esa manera. Me temo que no puedo ignorarlo, aunque quisiera.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy segura. Depende de ti. Puedes decirme dónde te escondías, y con quién, y qué más está pasando. Apareciste en Biotique hace apenas un año. ¿Dónde estabas antes de eso?

—En la Tierra.

Ella esbozó una sonrisa torva.

—Si eso es lo que prefieres, me veré obligada a pedir la ayuda de alguno de mis asociados. Hay agentes de seguridad en Kasei Vallis que sabrán cómo refrescarte la memoria.

—Vamos, Phyllis.

—No hablo metafóricamente. No van a sacarte la información a golpes ni nada por el estilo. Es una extracción. Te duermen, estimulan el hipocampo y la amígdala y hacen preguntas. Y la gente simplemente responde.

Sax lo consideró. Los mecanismos de la memoria aún no se entendían demasiado bien, pero sin duda podía aplicarse algo tosco en las zonas que sin duda estaban implicadas. Resonancias magnéticas rápidas, ultrasonidos en puntos específicos, quién sabía qué más. Seguro que era peligroso, pero...

—¿Y bien? —preguntó Phyllis.

Él observó la sonrisa de ella, tan furiosa y triunfante. Una sonrisa burlona. Unos pensamientos pasaron veloces por su cabeza, imágenes sin palabras: Desmond, Hiroko, los chicos de Zigoto gritando: «¿Por qué, Sax, por qué?». Tenía que mantener una expresión impasible para ocultar la aversión que sentía por ella, que de repente lo recorría como una ola. Quizás esa clase de aversión era lo que la gente llamaba odio.

Se aclaró la garganta.

—Supongo que será mejor que te lo cuente a ti.

Ella asintió con un vigoroso movimiento de cabeza, como si ésa fuera la decisión que ella misma hubiera tomado. Miró alrededor: el restaurante estaba vacío, y los camareros bebían grappa sentados a una mesa.

—Vamos —dijo—, vayamos a mi oficina.

Sax asintió y se levantó con dificultad. Se le había dormido la pierna derecha. Cojeó detrás de Phyllis. Dieron las buenas noches a los camareros, ahora en movimiento, y salieron.

Entraron en el ascensor y Phyllis apretó el botón para el subterráneo. La puerta se cerró y empezaron a bajar. En un ascensor otra vez; Sax respiró hondo, y entonces movió la cabeza bruscamente, como si hubiese visto algo anormal en el panel de mandos. Phyllis siguió su mirada y entonces él la golpeó en la mandíbula. Ella se derrumbó contra la pared y se deslizó hasta el suelo, aturdida y jadeante. A Sax le dolían mucho los nudillos de la mano derecha. Apretó el botón para detenerse en el piso dos encima del subterráneo, donde había un largo corredor que cruzaba Hunt Mesa, bordeado de tiendas que a esa hora estarían cerradas. Agarró a Phyllis por las axilas y la levantó, floja y pesada, más alta que él, y cuando la puerta del ascensor se abrió, Sax se preparó para pedir ayuda. Pero no había nadie esperando. Se pasó un brazo de Phyllis alrededor del cuello y la arrastró hasta uno de los pequeños vehículos estacionados junto al ascensor para quien quisiera cruzar la mesa deprisa o fuese cargado. La depositó en el asiento trasero y ella gimió, como si estuviese volviendo en sí. Él se sentó, pisó el acelerador hasta el fondo y el pequeño vehículo zumbó por el corredor. Sax descubrió que estaba sudando y respiraba con dificultad.

Pasó delante de un par de lavabos y frenó. Phyllis rodó por el asiento y cayó al suelo, gimiendo ruidosamente. Pronto recobraría el sentido, si no lo había hecho ya. Bajó del coche y corrió para ver si el aseo de hombres estaba abierto. Lo estaba. Corrió de vuelta y se cargó a Phyllis a la espalda. Avanzó hasta la puerta del aseo, tambaleándose, y allí la dejó caer pesadamente; la cabeza golpeó contra el suelo de hormigón y ella dejó de gemir. Sax abrió la puerta y la arrastró adentro; luego cerró y echó el pestillo.

Se sentó en el suelo del lavabo junto a ella, sin resuello. Phyllis respiraba todavía, y tenía el pulso débil pero regular. Estaba bien, pero más profundamente inconsciente que cuando la había golpeado. Tenía la piel pálida y húmeda y la boca abierta. Sintió lástima de ella, pero recordó que lo había amenazado con entregarlo a los técnicos de seguridad para que le arrancaran sus secretos. Los métodos que empleaban eran avanzados, pero seguía siendo tortura. Y si tenían éxito, conocerían la localización de los refugios en el sur y todo lo demás. Una vez que tuviesen una idea general de todo lo que él sabía, podrían forzarlo a revelar la información específica. Sería imposible resistirse a la combinación de drogas y modificación del comportamiento.

Incluso Phyllis sabía demasiado ahora. El hecho de que él estuviese en posesión de una identidad falsa tan buena implicaba toda una infraestructura que hasta el momento había permanecido oculta. Una vez que conocieran su existencia, probablemente conseguirían ponerla al descubierto. Hiroko, Desmond, Spencer, infiltrado en el sistema de Kasei Vallis, todos quedarían expuestos. Nirgal y Jackie, Peter, Ann... todos. Y todo porque él no había sido lo suficiente listo para evitar a una estúpida y espantosa mujer como Phyllis.

Estudió el aseo de hombres. Tenía dos compartimientos, uno con un retrete y el otro con un lavabo, un espejo y el habitual expendedor mural: pastillas de esterilidad, gases recreativos. Los miró mientras recobraba el aliento, pensando deprisa. Mientras los planes daban vueltas en su cabeza, susurró instrucciones a la IA en la consola de muñeca. Desmond le había proporcionado unos programas virales muy destructivos; conectó su consola a la de Phyllis y esperó a que se completara la transferencia. Con suerte le destrozaría todo el sistema: las medidas personales de seguridad no eran nada contra sus virus con base militar, decía Desmond. Pero seguía estando Phyllis. Los gases recreativos del expendedor eran sobre todo óxido nitroso en inhaladores individuales que contenían alrededor de dos o tres metros cúbicos de gas. La habitación tenía, juzgó, unos treinta y cinco, o cuarenta metros cúbicos. La rejilla de ventilación estaba cerca del techo, y sería fácil bloquearla con un trozo del rollo de toalla del lavabo.

Introdujo tarjetas en el expendedor y compró todas las existencias de gases: veinte pequeñas bombonas de bolsillo, con mascarilla incorporada. El óxido nitroso sería un poco más pesado que el aire de Burroughs.

Sacó unas pequeñas tijeras de la caja de herramientas de su muñeca y cortó una tira del rollo continuo de toalla. Se subió al lavabo y tapó la rejilla de ventilación, metiendo la toalla entre las ranuras. Quedaban algunos huecos, pero eran pequeños. Bajó y estudió la puerta. El espacio entre la base y el suelo era de casi un centímetro. Cortó unas cuantas tiras de toalla. Phyllis roncaba. Sax abrió la puerta, arrojó las botellas de gas fuera y salió. Le echó una última mirada a Phyllis, tendida en el suelo, y luego cerró la puerta. Remetió las tiras de toalla bajo la puerta, dejando sólo un pequeño agujero en una esquina. Luego, tras recorrer el vestíbulo con la mirada, se sentó, tomó una botella, apremió la mascarilla flexible sobre el agujero y vertió el contenido de la botella en el aseo de hombres. Repitió la operación veinte veces, y fue metiéndose las botellas vacías en los bolsillos hasta que estuvieron llenos; entonces, con el último trozo de toalla improvisó una especie de saco para meter las restantes. Se puso de pie y corrió con estrépito metálico hasta el coche. Se sentó al volante y apretó el acelerador. El vehículo saltó hacia adelante y Sax recordó el súbito frenazo que había derribado del asiento a Phyllis. Tenía que haberle dolido.

Frenó, bajó de un salto y regresó al aseo, haciendo tintinear las botellas. Abrió la puerta de un tirón, entró conteniendo el aliento, agarró a Phyllis por los tobillos y la arrastró afuera. Todavía respiraba, y tenía una sonrisita tonta en la cara. Sax resistió el impulso de darle una patada y corrió de vuelta al coche.

Condujo hasta el otro lado de Hunt Mesa a toda velocidad y una vez allí tomó el ascensor para el nivel subterráneo. Subió al primer tren que pasó y atravesó la ciudad hasta la Estación Sur. Le temblaban las manos, y los nudillos de la mano derecha se le estaban hinchando y amoratando. Le dolían mucho.

En la estación compró un billete para el sur, pero cuando entregó el billete y su identificación al revisor en el acceso a los andenes, el hombre abrió mucho los ojos, le apuntó con su arma y llamó nerviosamente pidiendo refuerzos. Al parecer Phyllis había recuperado el conocimiento antes de lo previsto por sus cálculos.

Quinta Parte
Sin hogar

La biogénesis es en primer lugar psicogénesis. Esta verdad nunca fue tan manifiesta como en Marte, donde la noosfera precedió a la biosfera: los pensamientos envolvieron primero el planeta silencioso desde lejos, poblándolo de piedras, plantas y sueños, hasta el momento en que John pisó la superficie y dijo: «Aquí estamos». Desde ese punto de ignición la fuerza verde se propagó como un reguero de pólvora, hasta que todo el planeta latió de viriditas. Era como si el planeta hubiese echado algo en falta, y al golpe de la mente contra la roca, de noosfera contra litosfera, la ausencia de biosfera hubiere surgido con la asombrosa rapidez de la flor de papel de un mago.

Así percibía las cosas Michel Duval, que observaba con atención apasionada cualquier señal de vida en aquel yermo rojizo. Él se había aferrado a la areofanía de Hiroko con el fervor del hombre que se está ahogando y le echan un cabo. La areofanía le había dado una nueva forma de mirar, y para practicarla había adquirido el hábito de Ann de pasear por el exterior en la hora que precede al crepúsculo. En los parajes cubiertos de sombras largas descubría en las superficies herbosas una belleza conmovedora. En las pequeñas marañas de carrizo o liquen veía una Provenza en miniatura.

Ésa era su tarea, tal como ahora la concebía: el difícil trabajo de reconciliar la antinomia irreconciliable de Provenza y Marte. Sentía que en ese empeño él formaba parte de una larga tradición: en sus estudios había advertido que la historia del pensamiento francés se caracterizaba por los intentos de resolver antinomias extremas. Para Descartes había sido mente y cuerpo, para Sartre, freudismo y marxismo, para Teilhard de Chardin, cristianismo y evolución... La lista era larga, y a Michel le parecía que la particular cualidad de la filosofía francesa, su heroica tensión y su tendencia a ser una larga sucesión de magníficos fracasos, venía de ese repetido intento de unir bajo el mismo yugo términos contrarios. Quizá por eso el pensamiento francés había acogido de buen grado tan a menudo complejos aparatos retóricos tales como el rectángulo semántico, estructuras que tal vez pudieran atrapar esas fuerzas centrífugas en redes suficientemente fuertes como para retenerlas.

El trabajo de Michel era, pues, unir el espíritu verde y la materia roja, descubrir la Provenza en Marte. El liquen crustáceo, por ejemplo, hacia que algunas zonas de la planicie roja pareciesen recubiertas de jade. Y ahora, en las claras tardes color índigo, los antiguos cielos rosados daban un matiz pardo a la hierba, el color del cielo permitía que cada brizna de hierba radiase unos verdes tan puros que las pequeñas praderas parecían reverberar. La intensa presión de los colores en la retina... ¡qué delicia!

Y era sobrecogedor además ver lo deprisa que esta biosfera primitiva había arraigado, floreciendo y extendiéndose. Existía una tendencia inherente hacia la vida, una chispa eléctrica verde entre los polos de roca y mente. Una energía increíble que allí había penetrado hasta el corazón mismo de las cadenas genéticas, había insertado secuencias, creado micros híbridos, los había ayudado a propagarse, había cambiado los entornos para favorecer su crecimiento. El entusiasmo natural de la vida por la vida se manifestaba por doquier: luchaba y a menudo prevalecía. Pero ahora había unas manos que la guiaban, una noosfera que lo bañaba todo desde el principio. La fuerza verde, que saltaba como una chispa en el paisaje con cada roce de las puntas de sus dedos.

En verdad los seres humanos eran milagrosos: creadores conscientes que caminaban sobre ese mundo nuevo como jóvenes dioses en posesión del poder de los químicos. Michel observaba con curiosidad a cuantos encontraba en Marte, preguntándose mientras miraba sus por lo general anodinos exteriores qué clase de nuevo Paracelso o Isaac de Holanda tenia delante, y si acaso convertirían el plomo en oro, harían florecer las rocas...

El americano rescatado por Coyote y Maya no parecía, a primera vista, ni más ni menos notable que cualquiera de las personas que Michel había conocido en Marte; más inquisitivo quizá, más ingenuo: un hombre corpulento que arrastraba los pies y tenía una cara morena y una expresión curiosa. Pero Michel estaba acostumbrado a mirar más allá de la superficie, y a ver el espíritu transformador que se ocultaba en el interior, y en seguida concluyó que tenían a un hombre misterioso en las manos.

Se llamaba Art Randolph, les dijo, y había estado recuperando materiales útiles del cable del ascensor caído.

—¿Carbono? —preguntó Maya.

Pero él no captó o decidió ignorar el tono sarcástico de ella y contestó:

—Sí, pero también... —y entonces soltó toda una lista de minerales brechados exóticos. Maya le echó una mirada feroz, pero el hombre no se dio por enterado. Sólo tenía preguntas. ¿Quiénes eran? ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Adónde lo llevaban? ¿Qué clase de coches eran aquellos?

¿Eran visibles desde el espacio? ¿Cómo evitaban dejar rastros termales?

¿Por qué necesitaban ser invisibles desde el espacio? ¿Formaban parte, tal vez, de la legendaria colonia oculta? ¿Pertenecían a la resistencia marciana? ¿Quiénes eran?

Nadie se apresuró a responder estas preguntas, y fue Michel quien al fin dijo:

—Somos marcianos. Vivimos en el exterior por nuestra cuenta.

—La resistencia. Increíble. Para serles sincero, yo hubiese jurado que eran ustedes un mito. Esto es estupendo.

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