Marte Verde (17 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Art volvió a la ventana y pegó la nariz al cristal. Miró abajo, hacia la garganta de la cosa, al corazón rocoso del monstruo. Las curvas surcadas de bandas horizontales, la ancha llanura circular tan lejos y tan abajo, la línea brusca donde se encontraba con el muro, los infinitos matices de castaño, orín, negro, tostado, anaranjado, amarillo, rojo... rojo allá donde mirase, todas las variaciones del rojo... Bebió el paisaje, por primera vez sin miedo. Y mientras contemplaba el enorme corazón del planeta, un nuevo sentimiento saltó y reemplazó al miedo, y él se estremeció y saltó también, en una pequeña danza. Podía afrontar esa vista. Podía afrontar la gravedad. Había conocido a un marciano, un miembro de la resistencia, un joven con un extraño carisma, y lo volvería a ver, y conocería a otros... Estaba
en Marte
.

Unos días más tarde, en la pendiente occidental del Monte Pavonis, Art conducía un pequeño rover por una estrecha carretera paralela a una franja de escombros volcánicos con lo que parecía la vía de un tren cremallera encima. Había enviado un último mensaje codificado a Fort en el que le decía que partía, y había recibido la única respuesta hasta el momento:
Buen viaje.

La primera hora de marcha le deparó un paisaje que todos le habían anunciado como el más espectacular. Pasó por encima del borde occidental de la caldera y empezó el descenso de la pendiente externa del vasto volcán. Esto ocurría sesenta kilómetros al este de Sheffield. Dejó atrás el borde sudoeste de la vasta meseta y muy abajo y muy lejos apareció un horizonte: una franja blanca y brumosa, ligeramente curva, como la vista que se tenía de la Tierra desde la ventanilla de un avión espacial. Y en cierto modo era lo mismo, porque la cumbre de Pavonis se levantaba unos veintiocho mil metros sobre Amazonis Planitia. Era un panorama soberbio, el recordatorio más contundente de la formidable altura de los volcanes de Tharsis. Y de hecho, en esos momentos tenía una magnífica vista del Monte Arsia, el volcán más meridional de los tres que jalonaban Tharsis, que se levantaba en el horizonte a su izquierda como un planeta vecino. ¡Y lo que parecía una nube negra al noroeste, en la línea del horizonte podía muy bien ser el Monte Olimpo!

Así que aunque aquel primer día de viaje fue todo cuesta atajo, Art mantuvo alto el ánimo. «¡Toto, es imposible que esto sea Kansas todavía! ¡Hemos salido... a visitar al mago! ¡El maravilloso mago de Marte!»

La carretera corría paralela a la línea de caída del cable, había golpeado la cara oeste de Tharsis con una fuerza tremenda, no tanta como durante la vuelta final, desde luego, pero si para crear los interesantes
superbuckies
que Art tenía que estudiar. Pero la Bestia con la que iba a reunirse ya había recuperado el material del cable en esa zona. Lo único que quedaba era una vía férrea de aspecto anticuado y otra de tren cremallera. La Bestia había fabricado esas vías a partir del carbono del cable, y había utilizado otras partes del cable y magnesio del suelo para construir vagonetas con alimentación autónoma que subían el material recuperado por la pendiente de Pavonis hasta las instalaciones de Oroboro en Sheffield. Un buen trabajo, pensó Art mientras observaba el avance de una pequeña vagoneta robot por la vía que llevaba a la ciudad. La vagoneta, negra y achaparrada, y movida por un sencillo motor que se agarraba a la vía cremallera, sin duda llevaba filamentos de nanotubo de carbono bajo aquel gran bloque rectangular de diamante. Art había oído hablar de eso en Sheffield, y no se sorprendió al verlo. El diamante se había recuperado de la doble hélice que reforzaba el cable, pero los bloques en realidad eran mucho menos valiosos que el filamento de carbono. Eran como una escotilla llamativa y nada más. Pero eran bonitos. En el segundo día de viaje, Art dejó atrás el inmenso cono de Pavonis y entró en la protuberancia de Tharsis propiamente dicha. Allí el terreno estaba sembrado de rocas y cráteres de meteoritos en mayor proporción que en la ladera del volcán. Y en las zonas bajas todo estaba cubierto por un manto de nieve y arena, a partes iguales. Ésa era la pendiente de los neveros de Tharsis oeste, una zona donde las tormentas que venían del oeste descargaban montañas de nieve que nunca se derretía; se acumulaba año tras año y compactaba la nieve del fondo. De momento se trataba sólo de nieve aplastada, neveros, pero con los años la compactación convertiría las capas inferiores en hielo, y las vertientes serían glaciares.

Las pendientes estaban puntuadas por grandes rocas y pequeños anillos de cráteres, la mayoría de menos de un kilómetro de diámetro, y si no hubiese sido por la nieve arenosa que los llenaba se habría dicho que se habían abierto el día antes.

Art divisó a la Bestia a muchos kilómetros de distancia, recuperando el cable. La parte superior asomó en el horizonte occidental y durante la hora siguiente el resto fue haciéndose visible. La vasta pendiente desnuda parecía más pequeña que su gemela en el este. Pero cuando Art se acercó la Bestia se reveló tan grande como una manzana de bloques. Incluso tenía un agudo cuadrado en la base de un costado que parecía la entrada de un parking. Art condujo hacia ese agujero —la Bestia avanzaba tres kilómetros al día, de modo que no era ninguna hazaña alcanzarla—, y una vez dentro subió por una rampa curva que llevaba un túnel corto con una antecámara. Allí habló por radio con la de la Bestia, y unas puertas se cerraron detrás del rover; un minuto después pudo salir del coche y entrar en un ascensor, que le subió hasta la cubierta de observación.

No le llevó mucho tiempo darse cuenta de que la vida dentro de la Bestia no era precisamente excitante, y después de consultarlo con Sheffield y de echarle una ojeada al cromatógrafo de iones del laboratorio, Art volvió al coche y salió a explorar los alrededores. Así funcionaban las cosas cuando se trabajaba en la Bestia, le había asegurado Zafir. Los rovers eran como los peces piloto que nadan alrededor de una gran ballena, y aunque la vista desde la cubierta de observación era hermosa, la mayoría de la gente acababa pasando buena parte del tiempo conduciendo por el exterior.

Y lo mismo hizo Art. El cable caído que se extendía delante de la Bestia mostraba claramente que allí el impacto había sido mucho más duro que en el tramo inicial. Un tercio del diámetro había quedado enterrado, y el cilindro estaba aplastado y mostraba profundas grietas alargadas en los costados que dejaban al descubierto su estructura, formada por manojos de filamentos de nanotubo de carbono, una de las sustancias más resistentes conocidas por la ciencia de los materiales, aunque, según decían, el material del cable del ascensor actual era más fuerte aún.

La Bestia, cuatro veces más alta que el cable, trabajaba a horcajadas sobre esos escombros. El semicilindro carbonizado desaparecía en el interior de una abertura en la parte frontal; de las entrañas de la Bestia salía un estruendo sordo, lejano, casi subsónico. Y cada día, a eso de las dos de la tarde, una puerta en la parte trasera se abría sobre los raíles que excretaba la Bestia, y surgía una vagoneta coronada de diamante, centelleando a la luz del sol, y se deslizaba rumbo a Pavonis. Luego desaparecía por el alto horizonte oriental, en la aparente «depresión» que se abría ahora entre Art y Pavonis, unos diez minutos después de haber emergido de su creadora.

Después de presenciar la partida diaria, Art solía salir en uno de los peces piloto para estudiar cráteres y grandes bloques aislados, aunque en realidad buscaba a Nirgal, o lo esperaba. Después de varios días de esta rutina, añadió el hábito de ponerse un traje y dar un
paseo
por el exterior durante unas horas cada tarde, y caminando junto al cable o al pez piloto, o adentrándose en el terreno circundante.

Era un terreno de aspecto extraño, no sólo a causa de la distribución regular de millones de rocas negras, sino porque los vientos cargados de arena habían esculpido fantásticas figuras en la nieve endurecida: aristas, troncos, hondonadas, colas en forma de lágrima detrás de las piedras... Esas figuras recibían el nombre de
sastrugi
. Era divertido caminar entre aquellas extravagantes y aerodinámicas extrusiones de nieve rojiza.

Hizo lo mismo día tras día. La Bestia avanzaba lentamente hacia el oeste. Art descubrió que la cara superior de las rocas desnudas castigadas por el viento a menudo estaban coloreadas por copos diminutos, escamas de liquen rápido, una especie que crecía deprisa, al menos para un liquen. Art recogió un par de piedras, y se las llevó a la Bestia, y leyó sobre esos líquenes con curiosidad. Eran al parecer fruto de la ingeniería genética, líquenes criptoendoliticos, es decir, que vivían en la roca, y a esa altitud su vida era precaria. El artículo decía que empleaban casi el noventa y ocho por ciento de su energía para sobrevivir, y menos del dos por ciento para reproducirse, lo cual representaba un gran avance con respecto a los especímenes terranos de los que procedían.

Pasaron los días, y luego las semanas. ¿Qué podía hacer? Siguió recogiendo liquen. Una de las variedades criptoendolíticas que encontró fue la primera especie capaz de sobrevivir en la superficie marciana, decía el atril, y había sido diseñada por miembros de los míticos Primeros Cien. Partió algunas rocas para poder observarlos más de cerca, y descubrió franjas de liquen que crecían en el centímetro más periférico de la roca: primero una banda amarilla, debajo una banda azul y luego una verde. Después de ese descubrimiento se detenía a menudo durante sus paseos, se arrodillaba y pegaba el visor a las rocas coloreadas que asomaban entre la nieve, asombrado por las crujientes escamas y sus hermosos colores: amarillo, oliva, verde caqui, verde bosque, negro, gris.

Una tarde detuvo el pez piloto muy lejos al norte de la Bestia, y salió a dar un paseo y recoger muestras. Cuando regresó, la puerta de la antecámara lateral del pez piloto no se abría.

—¿Qué demonios sucede? —dijo en voz alta.

Había pasado mucho tiempo y ya había olvidado que tarde o temprano tenia que ocurrir algo. Y por lo visto el suceso se presentaba como un fallo electrónico, suponiendo que ése fuera el suceso... Llamó por el intercomunicador y probó todos los códigos que conocía en el teclado de la puerta de la antecámara, pero sin resultado. Y como no podía entrar, tampoco podía activar los sistemas de emergencia. El intercomunicador del casco tenía un alcance muy limitado —el horizonte, para ser exactos—, lo que en Pavonis se reducía a la medida marciana, es decir, sólo unos pocos kilómetros en todas las direcciones. La Bestia había desaparecido bajo el horizonte, y aunque probablemente podía llegar caminando hasta ella, habría un momento en que tanto la Bestia como el pez piloto estarían fuera de su vista, y él se encontraría solo, con un suministro de aire limitado...

De súbito el paisaje de sastrugi sucio asumió un matiz alienígena, tenebroso aun a la luz brillante del sol.

—Bueno, demonios —exclamó Art, tratando de pensar.

Después de todo estaba allí fuera para que la resistencia lo recogiese. Nirgal había dicho que parecería un accidente. Pero lo que estaba enfrentando podía no ser, desde luego, el accidente previsto; en cualquier caso, el pánico no le ayudaría. Sería mejor trabajar con la hipótesis de que se trataba de un problema real y tratar de resolverlo. Podía intentar llegar hasta la Bestia a pie o tratar de entrar en el pez piloto.

Todavía estaba pensando qué hacer y tecleando en el panel de la puerta como si fuera una estrella de la digitación cuando sintió unos golpecitos enérgicos en el hombro.

—¡Aaaah! —gritó, volviéndose de un salto.

Se encontró frente a dos personas con trajes y cascos viejos y arañados. A través de los visores podía verles la cara: una mujer con rostro de halcón, que parecía a punto de morderle, y un hombre bajo de rostro enjuto y negro, con gruesas trenzas canosas apretujadas contra los bordes del visor, como los marcos de cuerda que uno ve a veces en los restaurantes marineros.

Era el hombre quien le había tocado en el hombro. Levantó tres dedos, señalando la consola de muñeca de Art. Debía referirse a la frecuencia que utilizaban en el intercom. Art la sintonizó.

—¡Eh! —gritó, sintiéndose más aliviado de lo que debiera, considerando que probablemente aquello era un montaje de Nirgal y que en realidad nunca había estado en peligro—. ¡Eh! Me parece que el coche me ha dejado fuera. ¿Podrían llevarme?

Ellos lo miraron.

El hombre soltó una risotada espantosa.

—Bienvenido a Marte —dijo.

Tercera Parte
Deslizamiento Largo

Ann Clayborne descendía por el Espolón de Ginebra. La carretera bajaba en zigzag y ella se detenía a menudo para tomar muestras de roca. La Autopista Transmarineris había sido abandonada después del 61, y ahora desaparecía bajo el sucio río de hielo y rocas que cubría el suelo de Coprates Chasma. La carretera era una reliquia arqueológica, un callejón sin salida.

Pero Ann estudiaba el Espolón de Ginebra, la porción final de un dique de lava mucho más largo, la mayor parte del cual estaba enterrada bajo la meseta que se extendía hacia el sur, uno de los varios diques —el cercano Melas Dorsa; el Felis Dorsa, más hacia el sur; el Solis Dorsa, hacía el oeste— perpendiculares a los cañones de Marineris y de un origen misterioso. Sin embargo, la pared sur de Melas Chasma había retrocedido, por colapso o por erosión, y la roca dura de uno de los diques había quedado al descubierto. Éste era el Espolón de Ginebra, que había proporcionado a los suizos una rampa perfecta para hacer bajar la carretera por la pared del cañón y que ahora le mostraba a Ann su hermosa base al descubierto. Era posible que el Espolón y sus diques hermanos se hubiesen formado por el agrietamiento concéntrico provocado por el levantamiento de Tharsis. Pero era igualmente posible que fuesen mucho más viejos, vestigios del sistema cuenca y cadena montañosa que predominaba en la antigüedad temprana, cuando el planeta estaba aún expandiéndose a causa de su fuerza. Si databa el basalto de la base del dique ayudaría a resolver la cuestión.

Conducía despacio el pequeño rover-roca por la carretera cubierta de hielo. Los movimientos del coche debían ser perfectamente visibles desde el espacio, pero no le importaba. Había recorrido el hemisferio meridional durante el año anterior sin tomar ninguna precaución, excepto cuando se acercaba a uno de los refugios para avituallarse, y nunca había ocurrido nada.

Alcanzó la base del Espolón, a corta distancia del río de hielo y roca que ahogaba el suelo del cañón. Salió del coche y arrancó unas muestras de la base de la última zanja con su martillo de geólogo. Estaba de espaldas al inmenso glaciar, sin prestarle la menor atención, concentrada en el basalto. El dique se elevaba ante ella hacia el sol, una rampa perfecta hasta la cima del acantilado, de tres mil metros de altura y que se prolongaba cincuenta kilómetros hacia el sur. A ambos lados del Espolón el inmenso acantilado sur de Melas Chasma se curvaba formando gigantescas ensenadas de extremos prominentes, a la izquierda, sobre el horizonte lejano, un punto insignificante, y a sesenta kilómetros a la derecha, un promontorio inmenso que Ann llamaba Cabo Solis.

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