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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (20 page)

Regresó al vehículo en la luz crepuscular, moviéndose con torpeza. Le costó abrir la antecámara y luego quitarse el casco. Permaneció más de una hora sentada inmóvil delante del microondas, con imágenes fugitivas revoloteándole por la cabeza. Hormigas achicharrándose bajo una lupa, un hormiguero inundado detrás de un dique de barro... Había pensado que nada podía alcanzarla ya en esa existencia prepóstuma que vivía. Pero las manos le temblaban y no podía enfrentarse al salmón con arroz que se enfriaba en el microondas. Marte Rojo se había ido. Sentía el estómago como una pequeña piedra en su interior. En el devenir aleatorio de la contingencia universal nada importaba; y sin embargo, sin embargo...

Se alejó del lugar. No se le ocurría qué otra cosa hacer. Regreso al sur, conduciendo por las pendientes bajas, dejando atrás Chryse y su pequeño mar de hielo. Con el tiempo se convertiría en una bahía del océano mayor. Se concentró en su tarea, o lo intento. Se esforzó por no ver más que rocas, por pensar como una piedra.

Cierto día atravesó una llanura de pequeñas rocas negras. La llanura era más regular que de costumbre, el horizonte a los cinco kilómetros de distancia habituales, familiar desde la Colina Subterránea y el resto de las tierras bajas. Un mundo reducido y atestado de pequeñas rocas negras, como pelotas fósiles de diferentes deportes, sólo que negras y facetadas. Eran los
ventifacts
.

Salió del rover para echar un vistazo. Las rocas la atraían. Se alejó un buen trecho hacia el norte.

Un frente de nubes bajas se aproximaba, y sintió el embate del viento. En la oscuridad prematura de la tarde súbitamente tormentosa, el campo de rocas adquirió una extraña belleza. Ann estaba en una zona mortecina entre dos planos de agitada oscuridad.

Las rocas eran basálticas, y los vientos habían erosionado las caras expuestas hasta alisarlas por completo. Quizás habían pasado un millón de años desde esa primera raspadura. Y después las arcillas subyacentes habían sido arrastradas, o un raro aremoto había sacudido la región, y la roca se había desplazado a una nueva posición, exponiendo una superficie diferente. Y el proceso se había iniciado otra vez. Una nueva faceta había sido trabajada poco a poco por el incesante roce de partículas abrasivas micronizadas, hasta que de nuevo cambió el equilibrio de la roca, o bien otra roca la golpeó, o algo alteró su posición. Y el proceso se repitió con cada roca de esa pedriza: cambiando de posición cada millón de años, y luego expuestas al viento dia tras dia, año tras año. Había einkanters, de una sola faceta, y
dreikanters
, de tres facetas —
fierkanters, funfkanters...
—, toda la gama, hasta llegar a casi perfectos hexaedros, octaedros, dodecaedros. Ventifacts. Ann los levantaba preguntándose cuántos años representaban cada una de sus facetas, preguntándose si tal vez su mente no revelaría una erosión similar, grandes secciones pulidas por el tiempo.

Empezó a nevar: primero cristalitos que remolineaban, luego grandes copos blandos traídos por el viento. La temperatura era relativamente cálida en el exterior. Luego el fuerte viento vomitó una mezcla de granizo y nieve mojada. A medida que avanzaba la tormenta, la nieve se tornó muy sucia: debía llevar mucho tiempo circulando por la atmósfera y había acumulado gravas, polvo y partículas de humo, y había cristalizado más agua, y hielo, luego había subido, atrapada por otra corriente ascendente en el cúmulo-nimbo, y había bajado, y así una y otra vez, hasta que al fin lo que caía era casi negro. Nieve negra. Luego cayó una especie de barro helado, que se acumulaba en los hoyos y las rendijas de los ventifacts, cubriendo las cimas, y desbordándose por los costados, pues el viento intenso provocaba un millón de pequeñas avalanchas. Ann se tambaleó sin rumbo, sin propósito, hasta que se torció un tobillo y se detuvo, respirando entrecortadamente, con una roca apretada en la mano enguantada y fría. Comprendió que el deslizamiento largo seguía avanzando. Y la nieve fangosa cayó a mares del aire negro, enterrando la llanura.

Pero nada dura, ni siquiera la piedra, ni siquiera la desesperación.

Ann regresó al rover, sin saber cómo ni por qué. Viajó un poco cada día, y sin proponérselo de manera consciente regresó al escondite de Coyote. Se quedó allí una semana, paseando por las dunas y comiendo a regañadientes.

Entonces, un día:

—Ann, ¿di da do?

Sólo entendió la palabra
Ann
. Turbada por la reaparición de su glosolalía, agarró el micrófono de la radio y trató de hablar. No salió más que un sonido ahogado.

—Ann, ¿di da do? Era una pregunta.

—Ann —dijo ella como si vomitara.

Diez minutos más tarde el hombre entraba en el rover y la abrazaba.

—¿Cuánto hace que estás aquí? —preguntó Coyote.

—No... no mucho.

Se sentaron. Ann recobró el dominio de sí. Era como pensar, pensar en voz alta. Sin duda, ella todavía pensaba con palabras.

Coyote siguió hablando, quizás un poco más despacio que de costumbre, mirándola con atención.

Ella le preguntó sobre la plataforma de perforación en el hielo que había visto días antes.

—Ah. Me preguntaba si tropezarías con una de ellas.

—¿Cuántas hay?

—Cincuenta.

Coyote notó la expresión de Ann e hizo un pequeño gesto de asentimiento. Estaba comiendo vorazmente, y Ann pensó que él tal vez había llegado al refugio con los víveres agotados.

—Están invirtiendo un montón de dinero en esos grandes proyectos. El nuevo ascensor, esas perforadoras de agua, nitrógeno de Titán... un gran espejo entre nosotros y el sol, para arrojar más luz sobre el planeta.

¿Has oído hablar de eso?

Ella trató de dominarse. Cincuenta. Ah, Dios...

Eso la enfurecía. Había estado enfadada con el planeta por no concederle la liberación. Por amenazarla sin respaldar las amenazas con hechos. Pero esto era diferente, una clase diferente de cólera. Y ahora, allí sentada mirando a Coyote comer, pensando en la inundación de Vastitas Borealis, sintió la furia contrayéndose en su interior, como una nube de materia interestelar contrayéndose hasta que se colapsaba y se encendía. Era una furia ardiente y dolorosa. Y no obstante era lo mismo de siempre:

furia ante la terraformación. Una vieja emoción ardiente que se había convertido en nova en los primeros años, y que ahora se fundía y estallaba otra vez. Ella no quería, no quería. Pero, maldita sea, el planeta se estaba derritiendo bajo sus pies. Desintegrándose. Reducido a gachas por una empresa minera terrana.

Había que hacer algo.

Y en verdad ella tenía que hacer algo, aunque no fuese más que para llenar las horas que le quedaban antes de que algún accidente se apiadase de ella. Algo para ocupar las horas prepóstumas. La venganza de un zombi... ¿Y por qué no? Inclinada a la violencia, inclinada a la desesperanza...

—¿Quién está a cargo de la construcción? —preguntó.

—Principalmente, Consolidados. Hay fábricas construyéndolas en Mareotis y Punto Bradbury. —Coyote siguió engullendo en silencio, y luego la miró.— No te gusta eso, parece.

—No.

—¿Te gustaría detenerlo? Ella no contestó.

Coyote pareció entender.

—No me refiero a detener todo el esfuerzo de terraformación. Pero hay cosas que pueden hacerse. Volar las fábricas.

—Las reconstruirían en seguida.

—Nunca se sabe. Al menos los retrasaría. Eso podría darnos tiempo suficiente para preparar algo a escala global.

—¿Te refieres a los rojos?

—Sí. Creo que la gente los llamaba rojos. Ann sacudió la cabeza.

—Ellos no me necesitan.

—No. Pero tal vez tú sí los necesitas, ¿no? Y eres una heroína paraellos, ya lo sabes. Para ellos significaría mucho tenerte de su lado.

Ann volvía a tener la mente en blanco. Rojos... Nunca había creído en ellos, no creía que esa forma de resistencia sirviese para algo. Pero ahora... Bien, incluso si no funcionaba, sería mejor que quedarse sin hacer nada. ¡Darles con un palo en el ojo!

Y sí funcionaba...

—Deja que lo piense.

Hablaron sobre otras cosas. De pronto, un muro de fatiga se abatió sobre Ann, lo que era extraño porque había pasado mucho tiempo sin hacer nada. Pero allí estaba. Hablar era un trabajo extenuante, y ella no estaba habituada. Y era difícil hablar con Coyote.

—Deberías irte a la cama —dijo él, interrumpiendo su monólogo—. Pareces cansada. Dame la mano... —La ayudó a levantarse. Ella se tendió en la cama, vestida, y Coyote la arropó con una manta.— Estás cansada. Me pregunto si no habrá llegado la hora de que recibas otro tratamiento de longevidad, muchachita.

—No me haré tratar nunca más.

—¡No! Me sorprendes, Ann. Pero duerme ahora. Duerme.

Viajó con Coyote hacia el sur. Por la noche, mientras cenaban, él le hablaba sobre los rojos. Eran un grupo abierto más que un movimiento con una organización rígida. Como toda la resistencia. Ella conocía a varios de sus fundadores: Ivana, Gene y Raúl, del equipo de la granja, que habían acabado por discrepar con la areofanía de Hiroko y su insistencia en la viriditas; Kasei y Harmakhis y varios de los ectógenos de Zigoto; muchos seguidores de Arkadi, que habían bajado de Fobos y habían tenido diferencias con Arkadi sobre el valor de la terraformación para la revolución. Un buen número de bogdanovistas, incluyendo a Steve y Marian, se habían pasado a los rojos en los años posteriores a 2061, y lo mismo habían hecho seguidores del biólogo Schnelling, y algunos nisei y sansei, japoneses radicales de Sabishii, y árabes que querían que Marte continuara siendo árabe para siempre, y prisioneros fugados de Koroliov... Un puñado de radicales, en suma. No precisamente su tipo, pensó Ann, con la sensación residual de que su objeción a la terraformación era científica y racional. O al menos una posición ética o estética defendible. Pero entonces un relámpago de furia volvió a abrasarla, y sacudió la cabeza, disgustada consigo misma. ¿Quién era ella para juzgar la ética de los rojos? Al menos ellos habían expresado la ira que sentían, la habían descargado a diestro y siniestro. Aunque no hubiesen conseguido nada, probablemente se sentían mejor. Y quizá habían conseguido algo, al menos antes de que la terraformación hubiese entrado en esa nueva fase de gigantismo transnacional.

Coyote sostenía que los rojos habían retrasado considerablemente la terraformación. Algunos incluso llevaban un registro para tratar de cuantificar el efecto de sus estrategias. Existía también, dijo, una tendencia creciente entre algunos rojos a admitir que la terraformación era inevitable, y a buscar estrategias de terraformación de menor impacto.

—Se han hecho algunas propuestas muy detalladas sobre una atmósfera con una gran proporción de dióxido de carbono, caliente pero pobre en agua, que mantendría la vida vegetal; los humanos tendríamos que llevar máscaras, pero no destrozaríamos el mundo para construirlo a imagen y semejanza de la Tierra. Es muy interesante. También hay diferentes propuestas para lo que llaman ecopoyesis, o areobiosferas. Mundos en los que las zonas bajas tienen un clima ártico, en el límite de lo habitable, mientras que las zonas más altas permanecen por encima del grueso de la atmósfera, y por tanto en su estado natural, o cerca de él. Dicen que las calderas de los cuatro grandes volcanes se mantendrían invioladas en ese mundo.

Ann dudaba de que esas propuestas fuesen factibles o tuviesen los efectos esperados. Pero los informes de Coyote la intrigaban de todos modos. Al parecer, él era un gran defensor de los esfuerzos de los rojos, y les había prestado mucha ayuda desde el principio, apoyándolos desde los refugios de la resistencia, poniendo en contacto a los diferentes grupos y ayudándolos a construir sus propios refugios, ubicados en su mayoría en las mesas y barrancos del Gran Acantilado, cerca de las actividades de terraformación, y en las que por tanto podían interferir con más facilidad.

Sí, Coyote era un rojo, o al menos un simpatizante.

—En realidad no soy nada de eso. Soy un viejo anarquista. Supongo que podrías llamarme booneano ahora, porque estoy en favor de la incorporación de cualquier cosa que ayude a conseguir un Marte libre. A veces creo que el argumento de que una superficie viable para los humanos favorece a la revolución es muy acertado. Otras veces, no. De todas formas, los rojos son una gran fuente de guerrilleros. ¡Y hago mía su opinión de que no estamos aquí para
reproducir
Canadá, por el amor de Dios! Por eso los ayudo. Soy bueno para encubrir y me gusta.

Ann asintió.

—¿Te unirás a ellos entonces? ¿O hablarás con ellos al menos?

—Lo pensaré.

Su concentración en las rocas se había hecho añicos. Ahora ya no podía permanecer ajena a los signos de vida de la superficie. En los diez y los veinte meridionales, el hielo de los glaciares de los acuíferos reventados se derretía en las tardes estivales, y el agua fría corría pendiente abajo, tallando en la tierra nuevas cuencas fluviales y transformando los taludes en lo que los ecologistas llamaban
fellfield
, islotes rocosos que albergaban las primeras comunidades de organismos vivos después de que los hielos se retirasen, con algas, líquenes y musgos. El regolito arenoso, infectado por el agua y por las microbacterias que flotaban en ella, se transformaba en
fellfield
a una velocidad pasmosa, descubrió Ann, y como resultado los frágiles accidentes geológicos se modificaban con rapidez. La mayor parte del regolito de Marte era tan árido que cuando el agua lo tocaba se producían poderosas reacciones químicas —se liberaban enormes cantidades de peróxido de hidrógeno, y las sales cristalizaban—; en esencia, el suelo se desintegraba y se transformaba en un barro arenoso que sólo sedimentaba corriente abajo, en terrazas colgadas llamadas cercos de solifluxión, y en nuevos
proto-fellfields
escarchados. Los accidentes geológicos estaban desapareciendo. La tierra se derretía. Luego de un largo día de marcha a través de terreno alterado de esa manera, Ann le dijo a Coyote:

—Tal vez hable con ellos.

Pero antes regresaron a Zigoto, o Gameto, donde Coyote tenía algunos asuntos pendientes. Ann se alojó en la habitación de Peter, porque él estaba ausente y la habitación que ella había compartido con Simón se destinaba a otros usos. No se habría alojado en ella de todas maneras. La habitación de Peter estaba debajo de la de Harmakhis, y era un segmento cilíndrico de bambú que contenía un escritorio, una silla, un colchón en forma de medialuna tendido en el suelo y una ventana que miraba al lago. Todo era igual y a la vez diferente en Gameto, y a pesar de los años que había pasado visitando Zigoto con regularidad, no se sentía conectada con nada de todo aquello. De hecho, apenas recordaba cómo había sido Zigoto. Ann no quería recordar, practicaba el olvido con aplicación; cada vez que una imagen del pasado la asaltaba, ella se ponía en movimiento y se enfrascaba en algo que requiriese concentración: estudiaba muestras de roca o las lecturas de los sismógrafos, o preparaba comidas complicadas, o salía a jugar con los niños, hasta que la imagen se desvanecía, y el pasado era desterrado. Con práctica uno podía eludir el pasado casi por completo.

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