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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (46 page)

Después de mucho leer se decidió por Praxis. Era un disparo a ciegas, como muchos actos cruciales. Una acción instintiva: el viaje a Burroughs, la visita a las oficinas de Praxis en Hunt Mesa, las repetidas peticiones de comunicar con William Fort.

Consiguió hablar con él, aunque eso en sí no significaba nada. Pero más tarde, en ese primer contacto con Art en una calle de Sheffield, supo que había elegido bien. En la mirada de aquel hombre grande Nirgal había advertido una cualidad que le tranquilizó al instante: franqueza, una inteligencia amable y relajada. Empleando la terminología de su infancia, un equilibrio entre los dos mundos. Un hombre en el que confiaba.

Un signo de que una acción es acertada es que mirándola retrospectivamente parece inevitable. Ahora, mientras las largas jornadas de viaje nocturno pasaban a la luz de las pantallas de IR, los dos hombres conversaban como si también ellos se vieran uno a otro en el infrarrojo. El diálogo era continuo, y llegaron a conocerse y a hacerse amigos. La impulsiva llamada a la Tierra de Nirgal funcionaría, podía verlo en la expresión de Art, en su curiosidad, su
interés
.

Hablaban de cualquier cosa, de sus pasados, sus opiniones, sus esperanzas. Nirgal pasó buena parte del tiempo intentando explicarle a Art la singularidad de Zigoto y Sabishii.

—Pasé algunos años en Sabishii. Los issei de allí dirigen una universidad abierta. No hay registros. Uno asiste a las clases que quiere y sólo tiene que dar cuentas a su profesor y a nadie más. La mayor parte de Sabishii funciona de manera no oficial. Es la capital del demimonde, como Tharsis Tholus, sólo que más grande. Una
gran
ciudad. Allí conocí a gente de todo Marte.

El idilio con Sabishii se derramó de los archivos de la memoria y los recuerdos inundaron la conversación con toda su profusión de incidentes y emociones, todas las emociones de entonces, contradictorias e incompatibles, aunque ahora, experimentadas de nuevo y simultáneamente, formaban un denso acorde polifónico.

—Tiene que haber sido toda una experiencia —observó Art—, después de crecer en un lugar como Zigoto.

—Oh, sí. Fue extraordinario.

—Háblame de ello.

Nirgal se inclinó hacia adelante, un poco tembloroso, y trató de transmitir algo de lo que había sido aquello.

Al principio había sido extraño. Los issei habían hecho cosas increíbles: mientras los Primeros Cien discutían, se peleaban, se diseminaban por todo el planeta, empezaban una guerra y morían o se ocultaban, el primer grupo de colonos japoneses, los doscientos cuarenta que habían fundado Sabishii sólo siete años después de la llegada de los Primeros Cien, permanecieron en el lugar donde habían aterrizado y fundaron una ciudad. Absorbieron todos los cambios que siguieron, incluyendo un agujero de transición justo al lado de su ciudad: simplemente se hicieron cargo de la excavación y utilizaron los residuos como material de construcción. Cuando la atmósfera cada vez más densa lo permitió, cultivaron las tierras circundantes, rocosas y elevadas, tierras difíciles, hasta que al fin vivieron en medio de un extenso bosque enano, un
krummhols
bonsai, con cuencas alpinas en las tierras altas que lo dominaban. Durante las catástrofes de 2061 no abandonaron la ciudad, y considerada neutral, las transnac la dejaron en paz. En esa soledad, con la roca extraída del agujero de transición construyeron una sinuosa serie de montículos recorridos por túneles y con habitaciones, listos para esconder a la gente del sur.

Así habían inventado el demimonde, la sociedad más sofisticada y compleja de Marte, llena de personas que se cruzaban en la calle como extraños, pero que por la noche se encontraban en las habitaciones y hablaban, tocaban música y hacían el amor. E incluso los que no formaban parte del mundo clandestino eran interesantes, porque los issei habían fundado la Universidad de Marte, y muchos estudiantes, quizás un tercio del total, eran jóvenes nacidos en Marte, y tanto si eran del mundo de superficie como de la resistencia, se reconocían unos a otros sin dificultad, como gente
en su hogar
, por un millón de códigos sutiles que nadie nacido en la Tierra podría detectar. Y hablaban, tocaban música y hacían el amor. Y de esta forma muchos de los nativos de la superficie eran iniciados en el conocimiento de la resistencia, hasta que al fin pareció que todos los nativos lo sabían todo y eran los aliados naturales.

El profesorado incluía a muchos de los issei y nisei sabishianos, además de distinguidos visitantes de todo Marte, e incluso de Terra. Los estudiantes procedían de todas partes también. Allí, en aquella hermosa ciudad, vivían, estudiaban y tocaban en calles, jardines y pabellones abiertos, junto a los estanques y en los cafés, y sobre la hierba de los anchos bulevares, en una especie de Kyoto marciano.

Nirgal había visto la ciudad por primera vez durante una breve visita con Coyote. Entonces le había parecido demasiado grande y populosa, con demasiados extraños. Pero meses más tarde, cansado de vagabundear por el sur con Coyote, cansado de la soledad, recordó aquel lugar como si fuese el único destino posible. ¡Sabishii!

Fue a la ciudad y se instaló en una buhardilla, más pequeña que su habitación de bambú en Zigoto, apenas cabía la cama.

Participó en cursos, carreras, bandas de calipso y tertulias de café. Descubrió cuánta información almacenaba su atril, y lo ignorante y provinciano que era. Coyote le había dado unos bloques de peróxido de hidrógeno que él vendió a los issei a cambio del dinero que necesitaba. Cada día era una aventura, siempre sin programas, un torbellino de encuentros, y continuaba hasta que se dejaba caer rendido allá donde estuviera. Estudió areología e ingeniería ecológica, dándole a esas disciplinas que había empezado a estudiar en Zigoto un soporte matemático, y descubrió en las clases de Etsu y en la práctica que había heredado parte del don de su madre para ver la interrelación de todos los componentes de un sistema.

Así pasaba los días, dedicado a la adquisición de ese cuerpo de conocimiento, a ese trabajo fascinante que tantas posibilidades les abría en el mundo.

Luego, por las noches, podía derrumbarse exhausto en casa de un amigo después de hablar con un beduino de ciento cuarenta años sobre la Guerra del Transcaucaso, o quizás tocaría la percusión o las marimbas hasta el alba con veinte polinesios y latinoamericanos intoxicados de kavajava; o podía estar en la cama con una de las bellezas oscuras de la banda, mujeres tan alegres como Jackie en sus buenos momentos, y mucho menos complicadas, o asistir con unos amigos a una representación de
El rey Juan
, de Shakespeare, donde descubriría la gran X de la estructura de la obra, el cambio de fortuna de Juan y del bastardo, y temblaría durante la escena central de esa X, cuando Juan ordena la muerte del joven Arturo. Después caminaría con sus amigos por la noche de la ciudad, hablando sobre la obra y la fortuna de algunos de los issei, o sobre las distintas fuerzas en Marte, o sobre la situación Tierra-Marte. Y la noche siguiente a ésa, después de pasar el día recorriendo el páramo, explorando las cuencas altas, impulsados por su deseo de ver tanta tierra como pudiesen, pasarían la noche en una pequeña tienda de supervivencia, acampados en uno de los circos altos al este de la ciudad, comiendo en la oscuridad mientras las estrellas llenaban el cielo púrpura y las flores alpinas se desvanecían en la depresión rocosa que los contenía a todos, como si estuviesen en la palma de la mano de un gigante.

Día tras día, esta incesante interacción con extraños le enseñaba al menos tanto como lo que aprendía en las clases. Esto no quería decir que Zigoto había hecho de él un ignorante: sus habitantes incluían una variedad tan grande de comportamientos humanos como para dejar pocas sorpresas para Nirgal en ese aspecto. En verdad empezó a comprender que había crecido en una especie de asilo de excéntricos, personas muy encorvadas por esos primeros años de presión excesiva en Marte.

Pero a pesar de eso había algunas sorpresas. Los nativos de las ciudades del norte, por ejemplo —y no sólo ellos, sino casi todos los que no procedían de Zigoto— tenían mucho menos contacto físico entre ellos de lo que Nirgal consideraba corriente. No se tocaban, ni se abrazaban, ni se acariciaban tanto, ni tampoco se empujaban o luchaban, ni se bañaban juntos, aunque algunos aprendieron a hacerlo en los baños públicos de Sabishii. Por eso Nirgal siempre sorprendía a la gente con su contacto. Decía cosas extrañas y le gustaba correr todo el día; fuesen cuales fuesen las razones, con el paso de los meses se encontró metido en numerosos grupos interconectados, bandas, células y pandillas. Era consciente de que destacaba, de que era el punto focal de algunos grupos, de que una partida de jóvenes lo seguía de café en café, día tras día, de que existía, en fin, algo como la «pandilla de Nirgal». Pronto aprendió a desviar esa atención si no la quería. Pero descubrió que a veces sí la deseaba.

Sobre todo cuando Jackie estaba allí.

—¡Jackie otra vez! —observó Art. No era la primera vez que aparecía en la conversación, ni tampoco la décima.

Nirgal asintió y el pulso se le aceleró.

Jackie también se había instalado en Sabishii, no mucho después que Nirgal. Había tomado una habitación cerca de la suya y asistía a las mismas clases. Y en el variable grupo de sus semejantes, a veces actuaban para el otro, sobre todo en la situación muy común en la que uno de ellos estaba seduciendo a otra persona o estaba siendo seducido.

Pronto comprendieron que no podían hacer esto a menudo, si no querían alejar a sus compañeros, cosa que ninguno deseaba. Por eso se dejaban en libertad, excepto cuando a uno de los dos le desagradaba profundamente el compañero elegido por el otro. Así pues, juzgaban las parejas del otro y aceptaban la influencia recíproca. Y todo esto sin una palabra, siendo ese extraño comportamiento la única señal visible del influjo mutuo. Ambos tonteaban con muchas personas, entablaban nuevas amistades, relaciones amorosas. A veces pasaban semanas sin verse. Y sin embargo, en un nivel muy profundo (Nirgal meneó la cabeza con tristeza mientras trataba de expresar esto a Art), «se pertenecían el uno al otro».

Si cualquiera de los dos necesitaba confirmar ese vínculo, el otro respondía a la seducción con pasión. Sólo había ocurrido tres veces en los tres años que estuvieron en Sabishii, y sin embargo Nirgal sabía por esos encuentros que los dos estaban unidos, por la infancia común y todo lo que había ocurrido en ella, sí, pero también por algo más. Todo lo que hacían juntos era diferente de lo que hacían con otras personas, más intenso.

Con el resto de sus conocidos no había nada tan cargado de significado o de peligro. Nirgal tenía muchos amigos: una docena, un centenar, quinientos. Él siempre decía sí. Preguntaba y escuchaba, y apenas dormía. Asistía a las reuniones de cincuenta organizaciones políticas distintas, y estaba de acuerdo con las ideas de todas ellas, y pasó más de una noche hablando, decidiendo el destino de Marte y el de la raza humana. Algunos le caían mejor que otros. Nirgal podía hablar con un nativo del norte y sentir una empatia inmediata, iniciando una amistad que duraría para siempre. Muchas veces ocurría así. Pero de cuando en cuando alguna acción completamente ajena a su comprensión lo tomaba por sorpresa y le recordaba una vez más la infancia enclaustrada, casi claustrofóbica, que había tenido en Zigoto, que en algunos aspectos lo había hecho tan inocente como un duende criado bajo una seta.

—No, no me he formado en Zigoto —le dijo a Art, mirando detrás para asegurarse de que Coyote dormía—. Uno no puede escoger su infancia, simplemente ocurre. Pero después sí se escoge. Y yo elegí Sabishii. Eso fue lo que me formó.

—Quizá —dijo Art, frotándose el mentón—. Pero la infancia no son solamente esos años. La integran también las opiniones que uno tiene sobre esos años después. Por eso nuestra infancia dura tanto.

Un día, al alba, el intenso color ciruela del cielo iluminó la espectacular aleta de Acheron, recortándose al norte como un Manhattan de roca sólida aún virgen de rascacielos. El paisaje de cañones bajo la aleta era abigarrado y le daba a la tierra fracturada el aspecto de un cuadro.

—Eso es un montón de liquen —dijo Coyote.

Sax se sentó en el asiento contiguo y se inclinó hasta pegar la nariz al parabrisas, con una animación que no había mostrado desde el rescate. Bajo la cumbre de la aleta de Acheron había una hilera de ventanas espejadas que parecían un collar de diamante, y una apretada masa de verde ribeteaba la cima bajo el centelleo de una tienda.

—¡Parece que está ocupada de nuevo! —exclamó Coyote. Sax asintió.

Mirando por encima de sus hombros, Spencer dijo:

—Me pregunto quién habrá allí.

—No hay nadie —dijo Art. Todos lo miraron—. Me dijeron algo sobre esto durante mi formación en Sheffield. Es un proyecto de Praxis. Reconstruyeron el laboratorio y lo dejaron todo preparado. Y ahora esperan.

—¿Qué esperan?

—Esperan a Sax Russell, sobre todo. A Taneev, Kohl, Tokareva, Russell... —Miró a Sax y se encogió de hombros, como disculpándose.

Sax emitió un sonido inarticulado.

—¡Eh! —exclamó Coyote.

Sax carraspeó y volvió a intentarlo. Sus labios se cerraron y formaron una pequeña o, y un sonido horrible salió desde el fondo de su garganta:

—P-p-p-p-p. —Miró a Nirgal, gesticulando como si él pudiera comprenderlo.

—¿Por qué? —propuso Nirgal. Sax asintió.

Las mejillas le ardieron a Nirgal, como recorridas por una corriente eléctrica de profundo alivio, y se levantó de un salto y abrazó a Sax.

—¡Entiendes!

—Bien —dijo Art—, es un gesto. Fue idea de Fort, el tipo que fundó Praxis. «Quizá regresen», se supone que dijo a la gente de Praxis en Sheffield. No sé si se ocupó de los detalles.

—Ese Fort es extraño —dijo Coyote, y Sax asintió otra vez.

—Muy cierto —confirmó Art—. Pero me gustaría que lo conociesen. Me recuerda las historias que ustedes cuentan sobre Hiroko.

—¿Sabe él que estamos aquí? —preguntó Spencer.

El corazón de Nirgal dio un vuelco, pero Art no mostró ningún sobresalto.

—No lo sé. Lo sospecha. Él desea que ustedes estén aquí fuera.

—¿Dónde vive? —preguntó Nirgal.

—No lo sé. —Art describió su visita a Fort.— Así que no sé exactamente dónde está. En algún lugar del Pacífico. Pero si pudiese ponerme en contacto con él...

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