Marte Verde (65 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Pasaban el tiempo preparando el suelo, enhilando en los invernaderos y plantando halófilas resistentes. Comerciaban a lo ancho y largo del cañón, y los pequeños mercados aldeanos brotaron casi el mismo momento en que se instalaron allí, así como una carretera que recorría el valle por el centro, paralela al arroyo. No había ningún acuífero en la cabecera de Nirgal Vallis, y por eso un acueducto que venía de Marineris suministraba agua suficiente para alimentar un pequeño arroyo. Las aguas se recogían en la Puerta Uzboi y eran canalizadas hacia la cabecera.

Cada patrimonio familiar tenia cerca de media hectárea, donde trataban de cultivar la mayoría de sus alimentos. Casi todos dividieron sus tierras en seis pequeños campos, alternando las cosechas y el pasto cada estación. Todos tenían sus propias teorías sobre cultivo y recuperación del suelo. Muchos producían pequeñas cosechas para intercambiarlas en el mercado, frutos secos, fruta o árboles madereros. Algunos criaban gallinas, ovejas, cabras, cerdos, vacas. Las vacas eran por lo general miniaturas, no mayores que cerdos.

Intentaron concentrar las granjas en la zona cercana al cañón, y conservar las tierras más alejadas en su estado salvaje. Introdujeron una comunidad de animales del desierto del sudoeste norteamericano, y lagartos, tortugas y liebres empezaron a merodear por las cercanías, y los coyotes, gatos monteses y halcones empezaron a hacer estragos entre las gallinas y las ovejas. Tuvieron una plaga de alimañas y luego otra de sapos. Lentamente, las poblaciones se estabilizaban, alcanzaban el número adecuado, aunque reproducían frecuentes fluctuaciones. Las plantas empezaron a propagarse por su cuenta. Parecía que la vida había pertenecido siempre a esa tierra. Los muros de roca permanecieron intactos, misteriosos y escarpados sobre el nuevo mundo ribereño.

Los sábados por la mañana había mercado, y la gente acudía a las aldeas en camionetas abarrotadas. Una mañana, a principios del invierno de 2142, se reunieron en Playa Blanco bajo un cielo cubierto de nubes oscuras para vender verduras frescas, productos lácteos y huevos.

—¿Sabes como identificar los huevos que tienen pollitos vivos dentro? Los metes en un barreño lleno de agua, y esperas a que se queden quietos. Aquellos que tiemblan un poco son los que contienen pollitos. Puedes volver a ponerlos bajo la gallina y comerte el resto.

—¡Un metro cúbico de peróxido de hidrogeno es equivalente a mil doscientos kilovatios-hora! Y además pesa una tonelada y media. Seguro que no necesitas tanto.

—Estamos intentando incluirlo en la escala, pero no hemos tenido suerte aún.

—En el Centro de Educación y Tecnología de Chile han realizado un trabajo muy interesante sobre la rotación de cultivos; no te lo creerás. Ven y mira.

—Se acerca una tormenta.

—Tenemos abejas también.

—Maja es nepalés; Bahram, parsi; Mawrth es gales. Si, suena como un balbuceo, pero seguramente no lo pronuncio bien. La lengua galesa es muy extraña. Probablemente lo pronuncian Moth, o Mart, Marte.

Entonces corrió la voz por el mercado, saltando de un grupo a otro como el fuego.

—¡Nirgal! ¡Ha venido Nirgal! Hablará en el pabellón.

Y allí llego, caminando deprisa a la cabeza de una muchedumbre saludando a viejos amigos y estrechando la mano de la gente que se le acercaban. Todo el mercado lo siguió, y se apiñaron en el pabellón y la pista de voleibol, en el extremo occidental del mercado.

Nirgal se subió a un banco. Habló del valle, y de las otras nuevas tierras cubiertas de Marte, y sobre lo que eso significaba. Pero cuando estaba llegando a la situación general de los dos mundos, la tormenta rompió con violencia sobre ellos. Las centellas afluían a los pararrayos, y en rápida sucesión vieron lluvia, nieve, aguanieve y finalmente barro.

La tienda que cubría el valle era tan empinada como el tejado de la iglesia, y el polvo y la arena eran repelidos por la carga estática de la capa exterior, piezoeléctrica; la lluvia y la nieve resbalaban, y ésta se amontonaba contra la base, formando ventisqueros que eran removidos por los enormes ingenios robóticos provistos de largos fuelles que durante las tormentas de nieve recorrían incesantemente el muro. Pero el barro era un problema. Al mezclarse con la nieve formaba unas frías placas duras como el hormigón sobre la porción de tienda más baja, y podía acumular la suficiente para hundir la tienda; ya había ocurrido una vez en el norte.

Por eso, cuando la tormenta arreció y la luz del cañón adquirió el color de una rama, Nirgal dijo: «Será mejor que subamos». Todos se apretujaron en los camiones y se dirigieron al ascensor más cercano y luego subieron por la pared del cañón hasta el borde. Una vez arriba, aquellos que sabían manejarlas se pusieron al volante de las quitanieves. Los grandes fuelles derramaron vapor sobre los ventisqueros para despejar la tienda. El resto de los voluntarios, con unas carretillas de vapor, trasladaron los montones de barro. Y ahí intervino Nirgal, corriendo de un lado a otro con una manga de vapor como si participara en un nuevo y esforzado juego. Nadie podía seguir su ritmo, pero pronto todos estuvieron hasta la cintura en un barro frío, con vientos superiores a los 150 kilómetros por hora, y con unas nubes bajas, densas y negras que seguían escupiendo más barro sobre ellos. Los vientos alcanzaron los 180 kilómetros por hora, pero nadie dejo de ayudar a retirar el barro de la tienda. Hicieron otro barrido, moviéndose hacia el este con el viento, arrojando ríos de barro al Uzboi Vallis, aún no cubierto.

Cuando la tormenta pasó, la tienda estaba bastante limpia, pero la tierra a ambos lados de Nirgal Vallis se encontraba cubierta de una gruesa capa de barro helado, y los voluntarios estaban calados hasta los huesos. Se amontonaron en los ascensores y bajaron al piso del cañón, exhaustos y ateridos, y cuando salieron se miraron los unos a los otros, figuras completamente negras a excepción de los visores. Nirgal se quitó el casco y se echó a reír a carcajadas, inconteniblemente, y entonces tomó un poco de barro de su casco y lo arrojó a los otros, y empezó la batalla. Muchos consideraron prudente no quitarse el casco, y fue un espectáculo extraño el que se desarrolló en el suelo oscuro de aquel cañón: ciegas figuras fangosas arrojándose pelotas de barro, corriendo hacia el arroyo, resbalando mientras luchaban y se sumergían.

Maya Katarina Toitovna se despertó de un humor de perros, turbada por un sueño que olvidó deliberadamente al salir de la cama, como cuando se tira de la cadena después de la primera visita al retrete. Los sueños eran peligrosos. Se vistió de espaldas al pequeño espejo sobre el lavamanos y luego bajó a los comedores comunes. Toda Sabishii se había construido de acuerdo con el particular estilo marciano/japonés, y el vecindario de Maya parecía un jardín zen, musgo y pinos que aparecían aquí y allá entre piedras pulidas de color rosa. El conjunto tenía una belleza sobria que Maya encontraba desagradable, una especie de reproche a sus arrugas. Lo ignoró lo mejor que pudo y se concentró en el desayuno. El mortal aburrimiento de las necesidades diarias. Sentados a otra mesa, Vlad, Ursula y Marina comían con un grupo de issei de Sabishii. Los sabishianos llevaban la cabeza afeitada, y vestidos con los monos de trabajo parecían monjes zen. Uno de ellos encendió una diminuta pantalla sobre la mesa. Un programa de noticias terrano, una producción metanacional de Moscú que guardaba la misma relación con la realidad que Pravda en otro tiempo. Algunas cosas nunca cambiaban. Ésta era la emisión en inglés, y el de la locutora era mucho mejor que el suyo, aún después de todos esos años. «Les ofrecemos las últimas noticias en este cinco de agosto de dos mil ciento catorce.»

Maya se puso rígida en la silla. En Sabishii estaban en L
s
246, muy cerca del perihelio, el cuarto día de noviembre 2. Los días eran cortos en ese año marciano 44. Maya no tenia ni idea de cuál era la fecha terrana, hacía años que no lo sabia. Pero allá en la Tierra era el día de su cumpleaños. Su... tuvo que calcularlo... su 130 aniversario.

Sintiéndose enferma, frunció el ceño y dejó caer el bagel a medio comer en el plato, y lo miro. Los pensamientos atravesaban su cerebro como pájaros en desbandada; era incapaz de seguirlos, tenia la mente en blanco. ¿Qué significaba aquello, esa horrible edad antinatural? ¿Por qué habían tenido que encender la pantalla justo en ese momento?

No termino la medialuna de pan, que de pronto adquirió un aspecto ominoso, y salió a la mañana otoñal. Bajo por el encantador bulevar principal del barrio antiguo de Sabishii, verde en el césped, rojo en los arces de fuego de copas anchas; uno de estos ocultaba parcialmente el sol bajo y resplandecía de escarlata. Al otro lado de la plaza que había delante de los dormitorios vio a Yeli Zudov jugando a los bolos con una niña pequeña, quizá la tataranieta de Mary Dunkel. Ahora muchos de los Primeros Cien vivían en Sabishii, que les servia como una especie de demimonde; intervenían en la economía local y residían en el barrio antiguo, con identidades falsas y pasaportes suizos, lo que les permitía estar en la superficie. Todo muy sólido, y además sin necesidad de la cirugía estética que tanto había alterado a Sax, porque la edad se había ocupado de hacerlos irreconocibles. Maya podía pasear por las calles de Sabishii y la gente solo vería una vieja arpía entre muchas otras. Si los oficiales de la Autoridad Transitoria la detenían, identificarían a una tal Ludmilla Novosibirskaya. Pero lo cierto era que no la detendrían.

Paseo por la ciudad, tratando de escapar de si misma. Desde el extremo norte de la tienda se veía, fuera de la ciudad, el macizo de la roca extraída del agujero de transición de Sabishii. Formaba una colina larga y sinuosa que subía y se perdía en el horizonte a través de las altas cuencas de
krummholz
de Tyrrhena. habían depositado la roca de manera que vista desde el cielo ofreciera la imagen de un dragón que tenia las tiendas de la ciudad entre sus garras. Una hendidura en sombras que cruzaba la colina marcaba el punto donde una garra nacía en la piel escamosa de la criatura. El sol de la mañana brillaba como el ojo de plata del dragón, que volvía la mirada hacia la ciudad por encima del hombro.

Su ordenador de muñeca emitió un pitido y atendió la llamada con irritación. Era Marina.

—Saxifrage está aquí —dijo—. Nos encontraremos en el jardín de piedra occidental dentro de una hora.

—Allí estaré —dijo Maya, y cortó la conexión.

Menudo día le esperaba. Vagó hacia el oeste por el borde de la ciudad, distraída y deprimida. Ciento treinta años. Se sabia que había abjasianos en Georgia, o en el Mar Negro, que habían alcanzado una alta edad sin el tratamiento. Seguramente seguían pasando sin él, el tratamiento gerontológico sólo se había distribuido en la Tierra, según las isóbaras del dinero y el poder, y los abjasianos siempre habían sido pobres. Felices, pero pobres. Trato de recordar cómo era Georgia, en la región del Caucaso donde se encuentra con el Mar Negro. La ciudad se llamaba Sukhumi. Seguramente la había visitado en su juventud, porque su padre era georgiano. Pero no consiguió evocar ni una sola imagen, ni un solo fragmento. En verdad, apenas recordaba nada de su vida en la Tierra: Moscú, Baikonur, la vista desde la
Novy Mir
, nada en absoluto. El rostro de su madre al otro lado de la mesa, riendo sobriamente mientras planchaba o cocinaba. Maya sabía que eso había ocurrido porque repetía las palabras surgidas de la memoria de cuando en cuando, cuando se sentía triste. Pero las imágenes de verdad... Su madre había muerto sólo diez años antes de que el tratamiento estuviese disponible. Ahora tendría ciento cincuenta años, una edad no tan disparatada; el record actual estaba en los ciento setenta y seguiría subiendo. Aparte de los accidentes y enfermedades poco comunes, y de algún ocasional error médico, nada mataba a los que habían recibido el tratamiento, salvo el asesinato; y el suicidio.

Llegó a los jardines de roca de occidente sin haber visto ninguna de las hermosas y estrechas calles de la parte vieja de Sabishii. Por eso los viejos acababan por olvidar los sucesos recientes, porque ni siquiera los advertían. Una memoria perdida antes de haber existido, porque uno estaba absorto en el pasado.

Vlad, Ursula, Marina y Sax estaban sentados en un banco del parque, enfrente de los habitats originales de Sabishii, que todavía se usaban, al menos los gansos y los patos. El estanque, el puente y las riberas de rocalla y bambú parecían salidos de un viejo grabado en madera o de una pintura sobre seda. Más allá del muro de la tienda la gran nube térmica del agujero de transición se elevaba más blanca y espesa que nunca a medida que el pozo se hacía más profundo y la atmósfera más húmeda.

Se sentó en un banco frente a sus viejos compañeros y les miro duramente. Vejestorios y brujas arrugados y manchados. Casi parecían extranjeros, desconocidos. Ah, pero ahí estaba la mirada provocativa de Marina, y la pequeña sonrisa de Vlad, extraña en la cara de un hombre que había vivido con dos mujeres, aparentemente en armonía y desde luego en una completa y aislada intimidad, durante ochenta años. Aunque se rumoreaba que Marina y Ursula eran una pareja de lesbianas y Vlad una especie de compañero o mascota. Pero nadie podía asegurarlo. Ursula también parecía feliz, como siempre. La tía favorita de todo el mundo. Sí, concentrándose uno podía verlos. Solo Sax tenía un aspecto totalmente distinto, un hombre apuesto con una nariz rota que todavía no le habían enderezado. Destacaba en medio de su atractiva nueva cara como una acusación contra ella como si hubiese sido Maya quien le había hecho aquello, y no Phyllis. Sax no se dignó mirarla; siguió observando mansamente los patos que picoteaban a sus pies, como si los estudiase un científico en acción. Salvo que él era un científico loco ahora, que echaba a perder todos los planes de ellos, ajeno por completo a cualquier discurso racional.

Maya apretó los labios y miró a Vlad.

—Subarashii y Amexx están aumentando los efectivos de las tropas de la Autoridad Transitoria —dijo éste—. Recibimos un mensaje de Hiroko. Han convertido la unidad que atacó Zigoto en una especie de fuerza expedicionaria, y ahora se están moviendo hacia el sur, entre Argyre y Hellas. Parece que desconocen la situación de la mayoría de los refugios ocultos, pero comprueban los puntos calientes uno por uno, y entraron en Christianopolis y la convirtieron en su centro de operaciones. Son unos quinientos, armados hasta los dientes y protegidos desde la órbita. Hiroko dice que a duras penas ha conseguido evitar que Coyote, Harmakhis y Kasei y la guerrilla de Marteprimero los ataquen. Los radicales están determinados a atacar sí la unidad localiza algún otro refugio.

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