Marte Verde (73 page)

Read Marte Verde Online

Authors: Kim Stanley Robinson

—¿No es estupendo? —exclamaron los inmigrantes, y Maya asintió, feliz de estar en compañía de gente cuyas reacciones entendía—. Es como un sumidero gigantesco, ¿no?

De nuevo en el tren, los jóvenes nativos asintieron a las exclamaciones de Maya con educación, pero pronto estuvieron discutiendo sobre algún rasgo del suelo de la depresión que Maya no podía ver.

El tren rodeó el arco sudoccidental de la depresión, y la pista los llevó hacia el norte. Pasaron sobre cuatro o cinco grandes tuberías que partían serpenteando de los cañones elevados de los Hellespontus Montes, a la izquierda, cañones entre dentadas crestas de roca desnuda, como salidos de Afganistán o Nevada, los picos cubiertos de nieve blanca. A la derecha se veían manchas de hielo quebrado y sucio en el suelo de la depresión, y con frecuencia las placas blancas y lisas de aludes recientes. Había varios edificios en lo alto de las colinas que flanqueaban la pista, pequeñas ciudades tienda que parecían salidas del renacimiento toscano.

—Esas colinas estarán de moda para vivir —le dijo Maya a Diana—. Estarán entre las montañas y el mar, y las bocas de algunos de esos cañones acabarán siendo pequeños puertos.

Diana asintió.

—Buen lugar para navegar.

Al llegar a la última curva de su circunnavegación, la pista tuvo que cruzar el Glaciar Niesten, el vestigio helado del reventón masivo que había sofocado Punto Bajo en el 61. No era sencillo hacer esa travesía, puesto que el glaciar tenía treinta y cinco kilómetros de ancho en su punto más estrecho, y no habían tenido tiempo ni equipo para construir un puente colgante sobre él. En vez de eso, habían clavado pilares en el hielo y los habían asegurado en la roca subyacente. Los pilares estaban provistos de proas semejantes a las de los rompehielos en la cara que miraba corriente arriba, y en la cara opuesta habían colocado una especie de pontones, que se deslizaban sobre el hielo del glaciar mediante pequeños cojines inteligentes que se dilataban o contraían para compensar los desniveles del hielo.

El tren aflojo la velocidad para cruzar el pontón, y mientras se deslizaban por el, Maya miro corriente arriba. Pudo ver donde había caído el glaciar, muy cerca del cráter Niesten. Unos rebeldes no identificados habían reventado el acuífero de Niesten con una explosión termonuclear, y habían provocado una de las cinco o seis inundaciones más grandes de 2061, casi tan importante como la que había arrasado los cañones de Marineris. El hielo aún era un poco radiactivo. En ese momento yacía inmóvil bajo el puente, y las secuelas de aquella terrible inundación sólo eran un sorprendente campo de bloques de hielo fracturados. Diana dijo algo a propósito de unos escaladores que se divertían subiendo por las paredes del glaciar. Maya tembló de disgusto. La gente estaba tan loca. Pensó en Frank, arrastrado por la inundación de Marineris, y soltó una palabrota.

—¿No lo aprueba? —preguntó Diana. Ella volvió a maldecir.

Una tubería recubierta de aislante pasaba debajo del puente hacia Punto Bajo. Aún estaban drenando el fondo del acuífero reventado. Maya había supervisado la construcción de Punto Bajo, había vivido allí durante años, con un ingeniero cuyo nombre no recordaba, y ahora estaban bombeando lo que quedaba en el fondo del acuífero Niesten para añadirlo al agua que cubría la ciudad. El gran reventón del 61 había quedado reducido a agua regulada discurriendo por una esbelta tubería.

Maya sintió un torbellino de emociones en su interior, removidas por todo lo que había visto durante el viaje, por todo lo que había ocurrido y lo que iba a ocurrir. ¡Ah, las mareas interiores, los relámpagos de las mareas en su mente! Si consiguiese reducir su espíritu como ellos habían reducido el acuífero, drenándolo, controlándolo, infundiéndole sensatez. Pero las presiones hidrostáticas eran muy intensas, los reventones, cuando se producían, eran violentos. Ninguna canalización podría contenerlos.

—Las cosas están cambiando —les dijo a Michel y Spencer—. Me parece que ya no las comprendemos.

Maya se reincorporó a su vida en Odessa, contenta de estar de vuelta, pero también intranquila, inquisitiva, viéndolo todo con ojos nuevos. En la pared, detrás de la mesa de su despacho tenía colgado un dibujo de Spencer, un alquimista arrojando un gran volumen a un mar turbulento. Al pie Spencer había escrito: «Destruyo mi libro».

Maya salía del apartamento por la mañana temprano y bajaba por la cornisa hasta las oficinas de Aguas Profundas, cerca del muelle seco, al lado de otra empresa de Praxis, Separation de L'Atmosphere. Pasaba el día trabajando con el equipo de síntesis, coordinando las unidades de campo y concentrándose ahora en las pequeñas operaciones móviles que se desplazaban alrededor del suelo de la depresión, trabajos de minería y reordenación del hielo de último minuto. De cuando en cuando trabajaba en el diseño de los pequeños caseríos errantes, disfrutando de su vuelta a la ergonomía, su vieja especialidad aparte de la cosmonáutica. Un día en que se ocupaba de una nueva concepción de armarios airó sus bocetos y experimentó una sensación de
deja vu
. Se pregunto si no habría hecho ese mismo trabajo antes, en algún momento de su pasado perdido, y también cómo era posible que las penalidades se grabaran tan firmemente en la memoria, mientras que el conocimiento era tan frágil. No podía recordar la educación que le había dado sus virtudes ergonómicas, pero las tenía, a pesar de que hacía décadas que no las usaba.

Pero la mente era extraña. Algunos días la sensación de
deja vu
se volvía tan palpable como un picor, tanto que sentía cada uno de los sucesos del día como ya vividos con anterioridad. Era una sensación que se hacía más incómoda cuanto mas se prolongaba, hasta que el mundo se convertía en una espantosa prisión, y ella era una esclava del destino, un mecanismo de relojería incapaz de hacer nada que no hubiese hecho en el pasado. Cierta vez duro toda una semana, y Maya se sintió casi paralizada; nunca había experimentado un asalto tan brutal al sentido de su vida. Michel estaba muy preocupado y le aseguró que se trataba de la manifestación mental de un desorden físico. Maya trató de creerlo, pero como nada de lo que él le recetó alivió la sensación no le quedó más remedio que aguantar y esperar que aquello pasara.

Cuando al fin pasó, Maya se esforzó por olvidar la experiencia. Y cuando volvía a repetirse, le decía a Michel: «Ay Dios, ya vuelve otra vez», y él preguntaba: «¿Es que te había ocurrido antes?», y los dos reían, y ella se las arreglaba como mejor podía. Solía sumergirse en los detalles del trabajo que tenía entre manos, planificando los equipos de prospección, asignándoles las zonas según los informes de los areógrafos y los resultados de los equipos de prospección que regresaban de sus misiones. Era un trabajo excitante, una suerte de gigantesca búsqueda del tesoro que exigía una educación continuada en areografía, en los hábitos secretos del agua submarciana. Esta dedicación intensa le permitía enfrentarse con bastante éxito al
deja vu
, y después de un tiempo se convirtió en otra más de las extrañas sensaciones que la atormentaban, peor que la euforia pero mejor que las depresiones o esos momentos en que la avasallaba una sensación opuesta al
deja vu
, la certeza de que nunca le había sucedido nada parecido a aquello, incluso cuando lo que hacía era subir a un tranvía.
Jamais vu
, lo llamaba Michel, con aire preocupado. Muy peligroso, por lo visto. Pero no se podía hacer nada. A veces servía de bien poco vivir con alguien especializado en problemas psicológicos. Uno corría el riesgo de convertirse en un caso clínico particularmente interesante. Necesitarían muchos pseudónimos para describirla a ella.

De todas maneras, los días que tenía suerte y se sentía bien, el trabajo la absorbía por completo, y libraba entre las cuatro y las siete, cansada y satisfecha. Volvía a casa andando bajo la luz característica de la tarde avanzada en Odessa: toda la ciudad a la sombra de Hellespontus, el cielo por tanto rebosante de luz y color, las nubes resplandeciendo mientras navegaban hacia el hielo, y las superficies bruñidas por el reflejo de la luz, con una infinita gama de colores entre el azul y el rojo, diferentes cada dia, cada hora. Paseaba perezosamente bajo las hojas de los árboles del parque, y tranqueaba el portón del edificio de Praxis. Luego subía al apartamento y cenaba con Michel, que por lo general había tenido un dia muy largo atendiendo a los terranos llegados con ataques de nostalgia, o a los veteranos con una variedad de tormentos similares al
deja vu
de Maya o la disociación de Spencer: pérdida de memoria, anomia, olores fantasma y cosas por el estilo, viejos problemas gerontológicos que raras veces se daban en las personas con vidas más cortas, advertencias ominosas de que el tratamiento tal vez no penetraba en el cerebro todo lo necesario.

Sin embargo, muy pocos nisei, sansei o yonsei visitaban a Michel, lo que le sorprendía.

—Es sin duda una buena señal para las perspectivas a largo plazo de la habitación de Marte —dijo una noche cuando llegó después de un día tranquilo en su despacho de la planta baja.

Maya se encogió de hombros.

—Pueden estar locos y no saberlo. Cuando hice aquel viaje alrededor de la cuenca tuve la sensación de que así era.

Michel la miró.

—¿Quieres decir locos o sólo diferentes?

—No lo sé. No parecían ser conscientes de lo que hacían.

—Cada generación se constituye como sociedad secreta. Y a éstos se les podría llamar areurgos. Está en su naturaleza manipular el planeta. Tienes que concederles al menos eso.

Por lo general, cuando Maya llegaba a casa, el apartamento estaba perfumado con los fragantes olores de los intentos de Michel de cocinar a la provenzal, y solía haber una botella de vino tinto abierta sobre la mesa. Durante la mayor parte del año comían en la terraza, y cuando estaba en la ciudad y le apetecía, Spencer se les unía, como lo hacían también los frecuentes visitantes. Mientras comían comentaban el trabajo del día y los sucesos del planeta y de la Tierra.

Y así Maya vivía los días corrientes de una vida corriente,
la vie quotidienne
, y Michel la compartía con su sonrisa socarrona, el hombre calvo con un elegante rostro galo, irónico y jovial, y siempre tan objetivo. La luz del día moribunda se concentraba en una franja de cielo sobre los picos mellados de Hellespontus, intensos rosas, plateados y violetas, que se fundían en índigos oscuros y negros cárdenos, y ellos bajaban la voz durante la fase final del crepúsculo que Michel llamaba
entre chien et loup
. Luego recogían los platos y limpiaban la cocina. Todo rutinario, sabido, inmersos en ese
deja vu
que uno mismo decide, que le da la felicidad.

Algunas tardes, sin embargo, Spencer arreglaba las cosas para que ella asistiera a una reunión, casi siempre en alguna de las comunas de la parte alta de la ciudad, vagamente afiliadas a Marteprimero, aunque la gente que asistía a las reuniones no se parecía mucho a los radicales de Marteprimero que Kasei había liderado en el congreso de Dorsa Brevia, sino más bien a los amigos de Nirgal de Dao, más jóvenes, menos dogmáticos, más egocéntricos y felices. Aunque deseaba conocerlos, esos jóvenes perturbaban mucho a Maya, y el día anterior a la reunión vivía en un estado de anticipación intranquila. Luego, después de la cena, un pequeño grupo de amigos de Spencer los pasaban a buscar y los acompañaban por la ciudad, en tranvía o a pie, normalmente en dirección a los barrios altos de Odessa, donde había una mayor concentración de apartamentos.

En esa zona edificios enteros se estaban convirtiendo en baluartes alternativos, y sus ocupantes pagaban el alquiler, tenían trabajos en la parte baja de la ciudad, pero fuera de eso estaban completamente desconectados de la economía oficial. Cultivaban en invernaderos, terrazas y tejados, y fabricaban material de programación y de construcción, y pequeños instrumentos y agroherramientas para venderlas, intercambiarlas o compartirlas. Las reuniones se celebraban en salas comunes o en los pequeños parques y jardines de la parte alta. A veces, algunos grupos de rojos de fuera de la ciudad se les unían.

Maya empezaba pidiendo a la gente que se presentase, y de ese modo se enteró de muchas cosas: la mayoría estaban entre los veinte y los cuarenta años, habían nacido en Burroughs, Elysium o Tharsis, o en campamentos de Acidalia o el Gran Acantilado. También había un pequeño porcentaje de veteranos de Marte y algunos inmigrantes, sobre todo rusos, lo que complació a Maya. Eran agrónomos, ingenieros ecológicos, obreros de la construcción, técnicos, tecnócratas, empleados municipales, personal de servicio. Y muchos de ellos desarrollaban su trabajo en el marco de la creciente economía alternativa. Los edificios comunales de este movimiento se habían convertido en laberintos de apartamentos de una sola habitación, con los baños al final del pasillo. Iban a trabajar a pie o en tranvía, y pasaban ante la mansión fortaleza ocupada por los ejecutivos metanacionales de visita.

(Todos los empleados de Praxis vivían en apartamentos como los suyos, lo que habían advertido con aprobación.) Todos habían recibido el tratamiento y lo consideraban normal. Tenían una salud excelente, y sabían bien poco de enfermedades y clínicas de salud abarrotadas. Era un remedio popular entre ellos salir al exterior en traje y respirar una bocanada de aire. Se decía que eso acababa con cualquier malestar que uno pudiera tener. Eran grandes y fuertes, y tenían una mirada que Maya reconoció una noche: la del Frank joven, la mirada de la fotografía que había visto en el atril, ese idealismo, ese punto de ira, el conocimiento de que las cosas no iban bien, la seguridad de que ellos podían arreglarlas. Ah, los jóvenes, pensó. Circunscripción natural de la revolución.

Y allí estaban, en sus reducidas habitaciones, reuniéndose para discutir los problemas del momento, cansados pero felices. Esas reuniones también eran fiestas, parte de la vida social de esas gentes, y era importante tenerlo en cuenta. Maya solía ir hasta el centro de la habitación, se sentaba en una mesa, si era posible, y decía:

—Soy Maya Toitovna. Estoy aquí desde el principio.

Entonces les hablaba de aquellos tiempos, de la vida en la Colina Subterránea, esforzándose por recordar, hasta que al fin fue tan insistente como la propia historia en su intento de explicarles por qué las cosas eran como eran en Marte.

—Miren —les decía—, nunca podrán regresar.

Other books

Black List by Brad Thor
Forbidden by Rachel van Dyken, Kelly Martin, Nadine Millard, Kristin Vayden
Transcendental by Gunn, James
Snakehead by Peter May
Abominations by P. S. Power
Stopping the Dead by Gunther, Cy
Making Chase by Lauren Dane
Young Lions by Andrew Mackay