Marte Verde (77 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

El vuelo desde Odessa a Menos Uno duraba unas veinticuatro horas. El dirigible era más pequeño que los viejos monstruos de los primeros tiempos. Se trataba de una nave con forma de cigarro llamada
Tres Diamantes
, y la góndola era larga y espaciosa. Aunque las poderosas hélices lo impulsaban a bastante velocidad y mantenían la estabilidad a pesar de los fuertes vientos, Maya se sentía a bordo de un ingenio poco controlable, el zumbido de los motores apenas audible por encima del aullido del viento del oeste. Se acercó a una ventana y miró abajo, dándole la espalda a Sax.

La vista era maravillosa. Odessa ofrecía un hermoso espectáculo de árboles frondosos y techos de tejas sobre la pendiente septentrional. Después de un par de horas de vuelo dificultoso hacia el sudeste, la llanura de hielo de la cuenca ocupó toda la superficie visible del mundo, como si sobrevolaran el Océano Ártico o un mundo de hielo.

Navegaban a bastante altitud y a unos cincuenta kilómetros por hora. Durante la tarde del primer día, el paisaje de hielo quebrado siguió teniendo un blanco sucio, profusamente salpicado de bolsas de agua que reflejaban el púrpura del cielo y de cuando en cuando resplandecían como la plata bajo el sol. Al oeste divisaron un dibujo espiralado, largas líneas de agua marcando el lugar que había ocupado el agujero de transición de Punto Bajo.

Al atardecer, el hielo mostró una mezcla de rosados, naranjas y marfiles opacos, veteados por largas sombras negras. Siguieron volando en las tinieblas, bajo las estrellas, sobre una blancura luminosa y agrietada. Maya dormitó intranquila en uno de los largos bancos bajo las ventanas, y se despertó antes del alba, que desplegó otra maravilla de colores: los púrpuras del cielo eran mucho más oscuros que el hielo rosado de la superficie, una inversión que le daba un aspecto surreal a todo.

A media mañana volvieron a divisar tierra; sobre el horizonte, elevándose sobre el hielo, flotaba un óvalo de colinas color siena, alrededor de cien kilómetros de largo y cincuenta de ancho, el equivalente a escalar en Hellas el macizo central que solía encontrarse en el fondo de los cráteres de tamaño medio, y lo suficientemente alto como para permanecer muy por encima del nivel previsto del agua, lo que proporcionaría al futuro mar una isla central bastante consistente.

En aquellos momentos el asentamiento de Menos Uno, en el extremo noroccidental, no era más que una serie de pistas de despegue, plataformas de lanzamiento, postes para los dirigibles y una desordenada colección de pequeños edificios, algunos con una pequeña tienda estación, los demás aislados y desnudos como bloques de hormigón caídos del cielo. Allí sólo vivía una pequeña dotación de científicos y técnicos, además de los areólogos que los visitaban.

El
Tres Diamantes
viró y ancló en uno de los postes y fue arrastrado a tierra. Los pasajeros abandonaron la góndola por un túnel y el jefe de estación les ofreció un pequeño recorrido por el aeropuerto y el complejo residencial.

Luego de una cena mediocre, se pusieron los trajes y salieron a dar un paseo por el exterior. Avanzaron entre dispersos edificios utilitarios y luego bajaron por la colina hacia lo que les habían señalado como la futura línea de costa. Cuando llegaron allí, descubrieron que desde esa altura no se veía el hielo, sólo una planicie baja y arenosa, sembrada de pedruscos, que se extendía hasta el horizonte cercano, a unos siete kilómetros de distancia.

Maya marchaba desganadamente detrás de Diana y Frantz, que parecían estar empezando una relación amorosa. Al lado de ellos caminaba otra pareja de nativos del equipo de la base, aún más jóvenes que Diana, tomados del brazo y muy acaramelados. Los jóvenes medían más de dos metros, pero no eran tan ágiles y esbeltos como la mayoría de los nativos; debían de haber hecho musculación hasta alcanzar las proporciones de los levantadores de peso terranos, a pesar de su altura. Sin embargo caminaban como si bailasen sobre las rocas de aquella playa vacía. Maya los observó, maravillada como siempre por la nueva especie. Sax y Spencer venían detrás, y ella incluso hizo algún comentario por la vieja frecuencia de los Primeros Cien. Pero Spencer se limito a hablar de fenotipo y genotipo, y Sax ignoró la observación y empezó a bajar la pendiente.

Spencer fue con él, y Maya los siguió, avanzando despacio para observar las nuevas especies: entre la arena que rodeaba las piedras asomaban penachos de hierba, y también plantas bajas, malas hierbas, cactos, arbustos, e incluso algunos árboles diminutos y nudosos, refugiados en la base de las rocas. Sax caminaba de aquí para allá, pisando con cautela, agachándose para observar alguna planta, incorporándose de nuevo con una mirada desenfocada, como si la sangre hubiese abandonado su cabeza. O quizás aquélla era la mirada del Sax sorprendido, algo que no recordaba haber visto nunca. Maya se detuvo y miró alrededor; en realidad era sorprendente descubrir tal despliegue de vida allí donde nadie había sembrado nada. O quizá los científicos de la estación lo habían hecho. Y la depresión era baja, cálida, húmeda... Los jóvenes marcianos bailaban sobre todo aquello, evitando graciosamente las plantas casi sin advertirlas. Sax se detuvo delante de Spencer e inclinó la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara.

—Estas plantas acabarán bajo el agua —dijo quejumbroso, casi como si preguntara.

—Así es —dijo Spencer.

Sax miró brevemente a Maya. Tenía los puños crispados. ¿Y ahora qué? ¿La estaba acusando de asesinar a esas plantas también?

—Pero la materia orgánica ayudará a sostener la vida acuática posterior —dijo Spencer.

Sax miró alrededor. Cuando su mirada tropezó con Maya, ella notó que entrecerraba los ojos, como angustiado. Luego reanudó su deambular sobre el intrincado tapiz de plantas y rocas.

Spencer miró a Maya a los ojos y alzó las manos enguantadas, tomo disculpándose por la manera en que Sax la ignoraba. Maya se volvió y subió la pendiente.

Al final todo el grupo trepó hasta una loma situada al norte de la estación, sobre el nivel -1, lo suficientemente alta para que pudiesen ver el hielo en el horizonte occidental. El aeropuerto estaba justo debajo de ellos, y a Maya le recordó la Colina Subterránea o las estaciones antárticas: imprevisto, sin estructura, sin tener en cuenta la ciudad isla que crecería después. Los jóvenes especularon sobre cómo sería esa ciudad: un centro de veraneo, seguramente, cada hectárea edificada o ajardinada, con embarcaderos en cada pequeña cala de la costa, y palmeras, playas, pabellones... Maya cerró los ojos y trató de imaginar lo que los jóvenes iban describiendo; luego los abrió y vio roca y arena y plantas achaparradas. No se había formado ninguna imagen en su mente. Fuera lo que fuese lo que el futuro deparase, sería una sorpresa para ella. No podía imaginarlo, era una suerte de
jamáis vu
que presionaba el presente. Una súbita premonición de muerte la recorrió, y lucho por librarse de ella. Nadie podía imaginar el futuro. Un vació en su mente no significaba nada, era normal. Era la presencia de Sax lo que la perturbaba, recordándole cosas que no podía permitirse recordar. No, era una bendición que el futuro estuviese vacío. La liberaba del
deja vu
. Una extraordinaria bendición.

Sax se había quedado rezagado, y contemplaba la cuenca que se abría a sus pies.

Al día siguiente subieron de nuevo al
Tres Diamantes
y pusieron rumbo al sudoeste, hasta que el capitán soltó el ancla justo al oeste de Zea Dorsa. Había pasado mucho tiempo desde que Maya viajara con Diana y sus amigos hasta allí, y ahora las crestas no eran más que huesudas penínsulas de roca que se internaban hacia Menos Uno en el hielo quebrado y desaparecían bajo él una tras otra. Todas excepto la más grande, una cadena ininterrumpida que separaba dos toscas masas de hielo, la occidental unos doscientos metros más baja que la oriental. Ésa, explicó Diana, era la última franja de tierra que comunicaba Menos Uno y el borde de la cuenca. Cuando el istmo fuese cubierto por el agua, la cresta central se convertiría en una isla.

La masa de hielo al este de la dorsa sobreviviente casi alcanzaba la cima de la cresta en un punto. El capitán del dirigible soltó más cabo de anclaje y la nave se desplazó hacia el este, arrastrada por el viento, hasta que estuvieron justo encima de la cresta,

y vieron que sólo faltaban unos pocos metros de roca por cubrir. En el este se veía una tubería andante, una manguera azul que se deslizaba suavemente adelante y atrás sobre sus pilares mientras su boca disparaba agua sobre la superficie. Además del zumbido de los propulsores se escuchaban crujidos y detonaciones sordas. Había agua bajo el hielo, explicó Diana, y el peso del agua vertida en la superficie hacía que algunas secciones del hielo rozasen la dorsa apenas sumergida. El capitán señaló hacia el sur, y Maya vio una hilera de icebergs salir disparados al aire; describieron arcos en distintas direcciones y cayeron quebrándose en mil pedazos.

—Será mejor que retrocedamos un poco —dijo el capitán—. Mi reputación saldrá ganando si no nos derriba un disparo o un iceberg.

La boca de la tubería andante apuntaba en dirección a ellos, y entonces, con un débil rugido sísmico, las aguas cubrieron la cresta. Una marea de aguas oscuras trepó por la roca y se precipitó por la ladera occidental en una cascada de varios cientos de metros de ancho. Los doscientos metros de la caía bajaron en una cortina plácida. En el contexto del inmenso mundo de hielo que se perdía en el horizonte en todas direcciones, no había más que un hilillo de agua, pero siguió derramándose el agua de la masa oriental en cascadas rugientes, encauzada por el hielo que la flanqueaba, el agua del lado occidental formaba arroyos que discurrían por las grietas del hielo. Maya sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Probablemente un recuerdo de la inundación de Marineris, pero no podía estar del todo segura.

El volumen de la cascada fue disminuyendo poco a poco, y en menos de una hora se detuvo y se congeló, al menos en la superficie. Aunque era un soleado día de otoño, estaban a dieciocho grados bajo cero, y una flota de cumulonimbos deshilachados se acercaba por el oeste, indicando un frente frío. Así que, finalmente, el agua se quedó inmóvil, pero dejó atrás una cascada de hielo que recubría la roca con mil tubos blancos y lisos. La cresta se había convertido en dos promontorios ligeramente separados, como las otras crestas de las Zea Dorsa, todas sumergiéndose en el hielo como penínsulas gemelas. El Mar de Hellas era continuo, y Menos Uno, una verdadera isla.

Después de aquello, los viajes en el tren circumHellas y los diferentes vuelos de reconocimiento ya no le parecieron lo mismo, pues Maya ya sólo podía ver la red de glaciares entrelazados y el caos de hielo de la cuenca como el nuevo mar, subiendo, cubriéndolo todo y salpicando. Y de hecho, el mar líquido bajo la superficie de hielo cerca de Punto Bajo crecía más deprisa durante las primaveras y los veranos de lo que encogía durante los otoños e inviernos. Y los fuertes vientos encrespaban las olas sobre las superficies líquidas, olas que en el verano quebraban el hielo entre ellas, originando banquisas, una flotilla de trozos de hielo que al pasar sobre las pequeñas ondulaciones crujía de manera tan audible que casi impedía la conversación en los dirigibles.

Y en el año M-49 el ritmo de bombeo del agua de los acuíferos alcanzó su punto máximo: vertían 2.500 metros cúbicos de agua en el mar. Una cantidad que llenaría la cuenca hasta el nivel -1 kilómetro en el plazo de seis años marcianos. Para Maya eso no era mucho tiempo, porque podían seguir los progresos, delante de Odessa, en el horizonte. En invierno, las tormentas que descargaban sobre las montañas cubrían el suelo de la cuenca con un manto de nieve asombrosamente blanco. En primavera, la nieve se derretía, pero la nueva orilla del mar de hielo estaba más cerca que el otoño anterior.

En el hemisferio norte ocurría lo mismo, como revelaban los informes y sus infrecuentes viajes a Burroughs. Las grandes dunas septentrionales de Vastitas Borealis se inundaban rápidamente, ya que se estaba vertiendo sobre ellas el agua de los enormes acuíferos de Vastitas y la región polar norte, extraída con unas plataformas de perforación que se iban alzando a medida que el hielo se acumulaba debajo de ellas. En los veranos septentrionales, unos caudalosos ríos partían del casquete polar, en proceso de fusión, tallaban canales en las arenas estratificadas y corrían a reunirse con el hielo. Y unos pocos meses después de que Menos Uno se convirtiese en una isla, otros informes mostraron las imágenes de una franja de tierra aún no cubierta en Vastitas, desapareciendo bajo una marea oscura que se precipitaba desde el norte, el este y el oeste. Esto comunicaba definitivamente los dos lóbulos de hielo, de modo que ahora había un mar que rodeaba el mundo en el norte. Naturalmente, de momento sólo cubría la mitad de la tierra comprendida entre las latitudes sesenta y setenta, pero una fotografía de satélite mostró que unas grandes bahías de hielo empezaban a extenderse ya hacia el sur, invadiendo las profundas depresiones de Chrysae Isidis.

Sumergir el resto de Vastitas requeriría veinte años marcianos más, ya que la cantidad de agua que se necesitaba para llenarla era mucho mayor que la necesaria para Hellas. Pero las operaciones de bombeo también eran mayores, de modo que todo avanzaba muy deprisa, y todos los actos de sabotaje de los rojos apenas hacían mella en ese progreso. El proceso se estaba acelerando a pesar de los cada vez más frecuentes sabotajes y ecotajes porque algunos de los nuevos métodos mineros eran muy radicales y efectivos. Los noticiarios mostraron imágenes de las voladuras termonucleares subterráneas en lo profundo de Vastitas. Esto derretía extensas áreas de permafrost, lo que proporcionaba mas agua a las bombas. Esas explosiones parecían repentinos hielomotos que convertían la superficie en un borboteo lodoso. El agua se congelaba rápidamente en la superficie, pero debajo tendía a mantenerse en estado líquido. Explosiones similares bajo el casquete polar norte estaban causando inundaciones casi tan vastas como los grandes reventones de 2061. Y toda esa agua se escurría hacia Vastitas.

En la oficina de Odessa seguían todo esto con interés profesional. Una estimación reciente de la cantidad de agua subterránea había alentado a los ingenieros de Batistas a predecir un nivel final del mar muy próximo a este dato, el nivel kilómetro-0 que había sido establecido en los días de la aerología. Diana y otros hidrólogos pensaron que el hundimiento del terreno en Vastitas, resultante del bombeo de los acuíferos y el permafrost, haría que el nivel del mar fuese inferior al fijado. Pero allí arriba estaban seguros de haber tenido en cuenta esos factores y de que alcanzarían la marca.

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