Read Marte Verde Online

Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (81 page)

—¡No tengo por qué escuchar esto! —gritó Jackie, y todos susurraron «¡Shsss!», y Jackie abandonó la sala.

Eso fue un error, una retirada, y Maya se levantó y aprovechó para reprocharle al auditorio su estupidez con un susurro desgarrado y, cuando consiguió dominar su genio, para demostrarles por qué debían esperar el momento oportuno. Aunque era una petición racional de paciencia y atención, un argumento irrebatible, su furia era evidente. Durante la perorata todos la miraron como si fuese un gladiador sangriento, la Viuda Negra, y a ella, todavía con los dientes doloridos después de morder a Jackie, le costaba mostrarse como un modelo de sensatez. Tenía la boca hinchada, y reprimiendo un creciente sentimiento de humillación, siguió hablando, fría, apasionada, autoritaria. La reunión terminó con el acuerdo malhumorado y tácito de retrasar una insurrección masiva y continuar inactivos. Cuando volvió a estar en sus cabales, se hallaba hundida en el asiento de un tranvía entre Michel y Spencer, tratando de contener las lágrimas. Tendrían que alojar a Jackie y el resto de su grupo mientras estuviesen en Odessa, porque el suyo era un piso franco después de todo. Asi que no podría escapar de la situación. Y mientras tanto había policías custodiando los edificios oficiales y la planta física de la ciudad, comprobando la muñeca de todo el que entraba. Si no se presentaba en el trabajo, tal vez irían a preguntarle qué pasaba, y si iba a trabajar y comprobaban su identidad no era seguro que su identificación y pasaporte suizos pasaran la prueba. Se rumoreaba que la balcanización de la información posterior al sesenta y uno estaba empezando a fundirse en un gran sistema integrado que había recuperado la información anterior a la guerra. De ahí la necesidad de los nuevos pasaportes. Y si ella tropezaba con uno de esos sistemas estaría perdida. La mandarían a los asteroides o a Kasei Vallis, donde la torturarían y le destrozarían el cerebro como a Sax.

—Quizá ya ha llegado la hora —les dijo a Michel y Spencer—. Si cierran todas las ciudades y pistas, ¿qué otra opción tenemos?

Ellos no contestaron. No sabían qué hacer, igual que ella. De pronto, todo el proyecto de la independencia pareció otra vez una fantasía, un sueño tan irrealizable ahora como cuando Arkadi lo había abrazado, Arkadi, tan alegre y tan equivocado. Nunca se librarían de la Tierra, nunca. No podían hacer nada.

—Quiero hablar con Sax primero —dijo Spencer.

—Y con Coyote —dijo Michel—. Quiero preguntarle qué ocurrió exactamente en Sabishii.

—Y con Nadia —dijo Maya, y se le hizo un nudo en la garganta. Nadia se habría sentido avergonzada de ella si la hubiera visto en esa reunión, y eso le dolía. Necesitaba a Nadia, la única persona en Marte en cuyo buen juicio confiaba.

—Ocurre algo raro con la atmósfera —se quejó Spencer mientras hacían transbordo—. Tengo mucho interés en oír lo que piensa Sax sobre esto. Los niveles de oxígeno están subiendo más deprisa de lo que yo hubiera esperado, sobre todo en Tharsis norte. Es como si hubiesen distribuido alguna bacteria sin genes suicidas. Sax ha reunido a su antiguo equipo del Mirador de Echus, a todos los que siguen vivos, y han estado trabajando en Acheron y Da Vinci, en proyectos de los que nadie sabe nada. Es como aquellos malditos molinos de viento calefactores. Así que quiero hablar con él. Tenemos que trabajar conjuntamente en eso; de otro modo...

—¡De otro modo tendremos otro sesenta y uno! —insistió Maya.

—Lo sé, lo sé. Tienes razón sobre eso, Maya, estoy de acuerdo. Espero que haya muchos entre nosotros que también estén de acuerdo.

—Necesitaremos algo más que esperanza.

Lo que significaba que ella tendría que salir y hacerlo en persona, viajar de una ciudad a otra, de un piso franco a otro, como había hecho Nirgal durante años, sin hogar ni trabajo, reuniéndose con el mayor número posible de células revolucionarias, tratando de mantenerlas a bordo. O al menos evitando que saltaran demasiado pronto. No podría continuar trabajando en el proyecto del Mar de Hellas.

Así que su vida se había acabado. Bajó del tranvía y observo brevemente el parque de la cornisa. Luego se volvió y cruzó el portón y el jardín, subió la escalera, avanzó por el pasillo familiar sintiéndose pesada y vieja, y muy cansada. Metió la llave correcta en la cerradura sin pensar, entró en el apartamento y miró sus cosas: los anaqueles de libros de Michel, la lámina de Kandinsky sobre el sofá, los dibujos de Spencer, la mesita de café, los muebles desvencijados, la reducida cocina con todo en su sitio, incluyendo la pequeña cara sobre la fregadera. ¿Cuántas vidas atrás había conocido esa cara? Todas esas piezas del mobiliario seguirían caminos distintos. Se quedó de pie en medio de la habitación, exhausta y desolada, lamentándose por todos esos años que habían pasado casi sin que ella los advirtiese; casi una década de trabajo productivo, de vida real, arrastrada ahora por esta última tormenta de la historia, un paroxismo que ella tendría que intentar dirigir o al menos capear de manera que pudiesen sobrevivir. Maldito mundo, maldita intrusión, esa carga sin sentido que les imponía, el inexorable barrido del presente que destrozaba sus vidas. Había querido aquel apartamento, aquella ciudad, aquella vida, con Michel, Spencer, Diana y los colegas del trabajo, con sus hábitos, su música y sus pequeños placeres cotidianos.

Miró a Michel con aire sombrío; estaba detrás de ella, en el umbral, mirando alrededor como si tratara de grabar el lugar en la memoria. Después de un encogimiento de hombros muy galo, él dijo, tratando de sonreír:

—Nostalgia anticipada. —También él lo sentía, comprendía... no era el estado de ánimo de Maya, esta vez era la realidad.

Haciendo un esfuerzo, Maya le devolvió la sonrisa, se acerco y le tomó la mano. Abajo se oyó un estrépito: la tropa de Zigoto subía por las escaleras. Podían quedarse en el apartamento de Spencer.

—Si funciona —dijo ella—, algún día regresaremos.

Marchaban en la mañana fresca, pasando ante los cafés aún cerrados. En la estación se arriesgaron a presentar sus viejas identificaciones y consiguieron los billetes. Tomaron un tren hasta Montepulciano, y una vez allí alquilaron trajes y cascos, salieron de la tienda, bajaron la colina, e internándose en un profundo barranco en las estribaciones de las colinas, desaparecieron del mundo de la superficie. Coyote los esperaba allí con un rover-roca. Atravesaron el corazón de los Hellespontus, subieron a una red de valles bifurcados, franquearon desfiladero tras desfiladero en aquella cadena montañosa, tan caótica que parecía haber caído del cielo, un laberinto de pesadilla de tierras agrestes, y finalmente bajaron la pendiente occidental, dejaron atrás el Cráter Rabe y alcanzaron las colinas rodeadas de cráteres de las tierras altas de Noachis. Volvían a estar fuera de la red, vagando de una manera desconocida para Maya.

Coyote fue de gran ayuda en la primera parte de ese período. Había cambiado, pensó Maya: parecía abatido por la invasión de Sabisbii, preocupado. No contestó a sus preguntas sobre Hiroko y la colonia oculta.

Repitió «No lo sé» tantas veces que ella empezó a creerlo, sobre todo cuando el rostro de él mostró una reconocible expresión humana de angustia que hizo añicos su famosa preocupación incombustible.

—De verdad que no sé sí consiguieron escapar o no. Yo ya no estaba en el laberinto cuando el ataque comenzó, y salí en un coche tan deprisa como pude, pensando que podría ayudar mejor desde el exterior. Pero nadie más escapó por esa salida. Claro que yo estaba en el lado norte, y ellos podían haber salido por el sur. Se alojaban en el laberinto también, e Hiroko dispone de salidas de emergencia, igual que yo. Pero no sé lo que ocurrió.

—Entonces tratemos de averiguarlo —dijo Maya.

Coyote los llevó hacia el norte. En cierto punto pasaron por la pista Sheffield-Burroughs, utilizando un largo túnel en el que apenas cabía el rover. Pasaron la noche en ese agujero oscuro, y se aprovisionaron y durmieron el sueño inquieto de los espeleólogos. Cerca de Sabishii, descendieron a otro túnel oculto y lo siguieron durante varios kilómetros hasta desembocar en una pequeña cueva garaje que formaba parte del laberinto del monte sabishiano. Las cuevas cuadradas detrás de ella parecían tumbas neolíticas, ahora con calefacción e iluminadas con fluorescentes. Allí los recibió Nanao Nakayama, uno de los issei, tan alegre como siempre. Les habían devuelto Sabishii, a medias, y aunque la policía de la UNTA ocupaba la ciudad, principalmente las puertas y la estación de trenes, ignoraban aún la extensión del laberinto, y por tanto no podían impedir que los sabishianos ayudaran a la resistencia. Sabishii había dejado de ser un demimonde abierto, dijo Nanao, pero seguían trabajando.

Tampoco él sabía qué había sido de Hiroko.

—No vimos que la policía se llevara a ninguno de ellos —dijo—. Pero tampoco encontramos a Hiroko y su grupo en el laberinto cuando las cosas se calmaron. No sabemos adonde fueron. —Tironeó de su pendiente de turquesa, evidentemente perplejo—. Creo que escaparon. Hiroko siempre procuraba tener una salida de emergencia allá donde estuviera, al menos eso me contó Iwao una vez que nos emborrachamos con sake junto al estanque de los patos. Eso de desaparecer es propio de Hiroko. Suponemos que eso fue lo que hizo. Pero vengan, vengan, seguro que les apetece bañarse y comer algo. Y después, si quisieran hablar con algunos de los sansei y yonsei que se han refugiado aquí, les harían mucho bien.

Se quedaron en el laberinto un par de semanas, y Maya se reunió con varios grupos de refugiados recientes. Pasaba la mayor parte del tiempo animándolos, asegurándoles que pronto podrían volver a la superficie, incluso a Sabishii; estaban reforzando las medidas de seguridad, pero las redes eran demasiado permeables y la economía alternativa estaba demasiado extendida como para que pudiesen controlarla. Suiza les proporcionaría pasaportes nuevos, Praxis, empleos, y así volverían a la actividad. Lo importante era coordinar los esfuerzos y resistir la tentación de saltar demasiado pronto.

Nanao le dijo a Maya que Nadia estaba haciendo un llamamiento similar en Fosa Sur, y que el equipo de Sax les pedía más tiempo. Así que había algún acuerdo en cuanto a la política a seguir, al menos entre los veteranos. Y Nirgal trabajaba en estrecha colaboración con Nadia, apoyando esa política. Había que procurar refrenar a los grupos más radicales, y en eso Coyote podía hacer mucho. Él quería visitar algunos de los refugios rojos, y Maya y Michel lo acompañaron hasta Burroughs.

La región entre Sabishii y Burroughs estaba saturada de cráteres de modo que pasaban las noches serpenteando entre colinas circulares de cima llana, y al alba se detenían en pequeños refugios atestados de rojos que no se mostraban muy hospitalarios con Maya y Michel. Pero escuchaban a Coyote con atención, e intercambiaban noticias sobre docenas de lugares de los que Maya no había oído hablar. La tercera noche bajaron la pendiente abrupta del Gran Acantilado, atravesaron un archipiélago de islas mesa y desembocaron en la planicie de Isidis. Desde el borde se alcanzaba a ver un vasto panorama, y en la lejanía una elevación semejante a la del agujero de transición sabishiano atravesaba el paisaje, describiendo una gran curva que partía del cráter Du Martheray, en el Gran Acantilado, en dirección noroeste, hacia Syrtis. Ése era el nuevo dique, les explicó Coyote, construido por un grupo de robots controlados desde el agujero de transición de Elysium. Era colosal, y parecía una de las dorsa de basalto del sur, pero su textura aterciopelada revelaba que se trataba de regolito y no de roca volcánica.

Maya contempló la larga cresta. Las consecuencias de sus acciones recombinadas en cascada estaban fuera de su control, pensó. Podían tratar de construir bastiones para contenerlas, pero ¿aguantarían esos bastiones?

Entraron en Burroughs por la Puerta Sur con sus identificaciones suizas, y se alojaron en un piso franco dirigido por bogdanovistas de Vishniac, que ahora trabajaban para Praxis. Era un apartamento amplio y luminoso en mitad de la pared occidental de Hunt Mesa, con una magnífica vista sobre el valle central. El apartamento de encima era una academia de baile y durante la mayor parte del día convivían con un leve tump-tump-tump. Sobre el horizonte occidental, una nube irregular de polvo y vapor marcaba el lugar donde los robots trabajaban en el dique; cada mañana Maya miraba por la ventana, reflexionando sobre las noticias de Mangalavid y los largos mensajes de Praxis. Entonces se sumergía en el trabajo del día, que era absolutamente subterráneo y a menudo se reducía a celebrar reuniones en el apartamento, o enviar mensajes de vídeo. No tenía nada que ver con la vida que había llevado en Odessa, y le costaba acostumbrarse, lo cual le hacía sentirse irritable y sombría.

Sin embargo, aún podía pasear por las calles de la gran ciudad, un ciudadano anónimo entre miles, podía caminar junto al canal o sentarse en los restaurantes de Princess Park, o en lo alto de una de las mesas menos de moda. Y allá adonde fuera veía el graffiti rojo hecho con plantilla: MARTE LIBRE. O PREPÁRENSE. O bien, como una advertencia de su alma: NUNCA PODRÁN REGRESAR. Por lo que podía ver, el populacho ignoraba esos mensajes, y las brigadas de limpieza los borraban; pero seguían apareciendo, rojos y nítidos, normalmente en inglés, pero a veces en ruso, y entonces el viejo alfabeto se le antojaba un amigo perdido hacía tiempo, como un flash subliminal del inconsciente colectivo, si es que tal cosa existía. Y de algún modo esos mensajes conservaban su carga electrizante. Era extraño el poderoso efecto que podía conseguirse con medios tan simples. La gente accedería a hacer casi cualquier cosa si le hablaban sobre ella el tiempo suficiente.

Las reuniones de Maya con las pequeñas células de las diferentes organizaciones de la resistencia iban bien, aunque advirtió que había profundas divisiones entre ellas, particularmente la aversión que rojos y marteprimeros sentían por los bogdanovistas y los grupos de Marte Libre, a quienes los rojos consideraban verdes, y por tanto una manifestación más del enemigo. Eso podía representar un problema. Pero Maya hizo lo que pudo, y al menos la escuchaban, de modo que tenía la sensación de que estaban progresando. Y poco a poco fue aclimatándose a Burroughs y a la vida que llevaba allí. Michel le organizó una rutina con los suizos y Praxis, y con los bogdanovistas ocultos en la ciudad, que le permitía reunirse con los grupos con más frecuencia sin comprometer la seguridad de los pisos francos. Y en cada reunión las cosas parecían marchar mejor. El único problema insoluble radicaba en los numerosos grupos que querían una revolución inmediata. Tanto rojos como verdes aceptaban el liderazgo radical de los rojos de Ann en las tierras desoladas y de los jóvenes impulsivos del círculo de Jackie, y había cada vez más sabotajes en las ciudades, que provocaban el correspondiente aumento de la presión policial, hasta tal punto que pareció que la situación explotaría. Maya empezó a verse como una especie de freno, y con frecuencia perdía el sueño, preocupada por la escasa atención que prestaba a ese mensaje. Por otro lado, ella había sido la responsable de que los viejos bogdanovistas y otros veteranos tomaran conciencia del poder del movimiento nativo, animándolos cuando se deprimían. Ann seguía destrozando estaciones, en compañía de los rojos, en las tierras desoladas. Las cosas no funcionan así repetía Maya una y otra vez, aunque nunca sabía si Ann había recibido el mensaje.

Other books

Letting Go (Healing Hearts) by Michelle Sutton
Lacy Things by Eros, Yvonne
Pobby and Dingan by Ben Rice
The Husband Hunt by Jillian Hunter
Silent Prey by John Sandford
Omega Pathogen: Despair by J. G. Hicks Jr, Scarlett Algee