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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso

 

En esta primera entrega de la Trilogía cósmica de C. S. Lewis, un malvado científico llamado Weston rapta al insigne doctor Ransom y lo envía contra su voluntad hacia el planeta rojo de Malacandra. Allí le aguarda un desafortunado destino: convertirse en la víctima de un sacrificio. Sin embargo, una vez en Malacandra, Ransom consigue zafarse de sus captores y descubre que se encuentra en Marte, un mundo poblado por seres inocentes que viven en armonía con el resto de mundos del Campo del Árbol (el sistema solar). Les ampara la benéfica influencia de Maleldil y nunca han conocido la maldad del oyarsa rebelde que mora en Thulcandra, la Tierra, el planeta silencioso y aislado que no habla el idioma del Árbol.

C. S. Lewis

Más allá del planeta silencioso

Trilogía cósmica I

ePUB v1.4

jlmarte
25.06.12

Título original:
Out of the Silent Planet

C. S. Lewis, 1941.

Traducción: Elvio E. Gandolfo

Revisión de la traducción: Mercedes Villena

Editor original: jlmarte (v1.0 a 1.4)

ePub base v2.0

A mi hermano W. H. L.

que dedicó su vida a la crítica sobre

la narrativa del espacio-tiempo.

NOTA

Algunas referencias despectivas a narraciones anteriores de este tipo que se encontrarán en las páginas siguientes fueron incluidas por motivos puramente dramáticos. El autor lamentaría que algún lector lo creyera demasiado estúpido para haber disfrutado de las fantasías del señor H. G. Wells o demasiado ingrato para reconocer su deuda hacia ellas.

C. S. L.

1

Apenas habían dejado de caer las últimas gotas del chaparrón cuando el caminante hundió el mapa en el bolsillo, se acomodó la mochila sobre los hombros cansados y salió del refugio que le había brindado un imponente castaño al centro del camino. Hacia el oeste, un violento crepúsculo amarillo se derramaba por una grieta entre las nubes, pero, sobre las montañas que se alzaban más adelante, el cielo tenía el color de la pizarra oscura. Caían gotas de cada árbol y de cada hierba, y el camino brillaba como un río. El caminante no perdió tiempo en el paisaje; partió de inmediato con el paso decidido de quien ha advertido que deberá ir más lejos de lo que había pensado. Ésa, justamente, era su situación. Si hubiera decidido mirar atrás, cosa que no hizo, habría visto la aguja de Much Nadderby y lanzado entonces una maldición al hotelito inhóspito que, aunque obviamente vacío, le había negado una cama. El lugar había cambiado de dueño desde su última excursión a pie por la región. El anciano propietario bondadoso que había esperado encontrar había sido reemplazado por alguien a quien la cantinera había llamado «la señora», y, según parecía, la señora era una posadera británica de la escuela ortodoxa, que consideraba a los pensionistas una molestia. Ahora su única oportunidad era Sterk, en el extremo de las colinas y a unos diez kilómetros de distancia. El mapa indicaba que había una fonda en Sterk. El caminante tenía la experiencia necesaria como para no fundar esperanzas eufóricas en semejante dato, pero no parecía haber otra posibilidad a su alcance.

Caminaba con bastante rapidez, sin mirar a los lados, como alguien que trata de hacer más llevadera la marcha con una serie de ideas interesantes. Era alto, pero un poco cargado de hombros, tenía entre treinta y cinco y cuarenta años y se vestía con ese desaliño peculiar que caracteriza a un miembro de la intelligentsia de vacaciones. A primera vista se le podría haber confundido con un doctor o con un maestro de escuela, aunque no tenía ni el aire mundano del primero ni la indefinible vivacidad del segundo. En realidad, era filólogo y miembro de un college de Cambridge. Se llamaba Ransom.

Cuando dejó Nadderby había esperado pasar la noche en alguna granja acogedora antes de llegar al lejano Sterk. Pero esa zona de las montañas parecía casi deshabitada. Era una región solitaria, monótona, dedicada a la cría de nabos y repollos, con raquíticos cercos de arbustos y árboles escasos. No atraía visitantes, como la zona más rica que había al sur de Nadderby, y las colinas la separaban de las zonas industriales que se extendían más allá de Sterk. Mientras el crepúsculo caía y se iba apagando el sonido de los pájaros, el campo se fue haciendo más silencioso de lo que suele ser el campo inglés. El ruido de sus propias pisadas sobre el camino de grava se volvió irritante.

Había caminado de este modo durante unos tres kilómetros cuando vio una luz. En ese momento estaba muy cerca de las montañas y la oscuridad era casi total, así que alimentó esperanzas de encontrar una sólida granja, hasta que se acercó lo suficiente al origen de la luz, que demostró ser una pequeñísima y humilde vivienda de ladrillos estilo siglo XIX. Una mujer se abalanzó desde el umbral mientras él se aproximaba y casi lo embistió.

—Perdóneme, señor —dijo—. Creí que era mi Harry.

Ransom le preguntó si había algún lugar antes de Sterk donde pudiera pasar la noche.

—No, señor —dijo la mujer—. Antes de Sterk no. Yo diría que pueden prepararle algo en Nadderby.

Hablaba con voz apocada y desganada, como si tuviera la mente ocupada en otra cosa. Ransom le explicó que ya había probado suerte en Nadderby.

—Entonces no sé, señor, no sé —contestó—. Casi no hay casas antes de Sterk, no de las que usted busca. Sólo está La Colina, donde trabaja mi Harry, y creí que usted venía de ese lado, señor, y por eso salí al oírlo, creyendo que sería él. Hace rato que tendría que estar en casa.

—La Colina —dijo Ransom—. ¿Qué es eso? ¿Una granja? ¿Me recibirían?

—Oh, no, señor. Mire, allí no hay nadie aparte del profesor y el caballero de Londres, no desde que murió la señorita Alicia. Ellos no harían nada de eso, señor. Ni siquiera tienen sirviente, salvo mi Harry que los ayuda con el horno, y él no entra en la casa.

—¿Cómo se llama el profesor? —preguntó Ransom, con una débil esperanza.

—No sé, señor, no sé —dijo la mujer—. El otro caballero es el señor Devine, y Harry dice que el otro caballero es un profesor. Mire, señor, él no sabe mucho de eso porque es un poco ingenuo y por eso es que no me gusta que vuelva tan tarde a casa, y ellos dijeron que siempre lo mandarían a las seis, lo que no quiere decir que no sea suficiente trabajo por un día.

La voz monótona y el vocabulario limitado de la mujer no expresaban mucha emoción, pero Ransom estaba a una distancia que le permitía apreciar que la mujer estaba temblando, a punto de llorar. Se le ocurrió que su deber era llamar a las puertas del misterioso profesor y pedirle que enviara al muchacho de vuelta a casa, y sólo una fracción de segundo más tarde se le ocurrió que una vez dentro de la casa (entre hombres de su propia profesión) podía muy razonablemente aceptar la oferta de albergue por una noche. Cualquiera que hubiese sido el curso de sus pensamientos, descubrió que la imagen mental de sí mismo llamando a las puertas de La Colina había adquirido toda la solidez de una decisión previa. Le dijo a la mujer lo que pretendía hacer.

—Muchísimas gracias, señor, realmente —le dijo—. Y si fuera tan amable, vea que pase por el portón de entrada y empiece a caminar hacia aquí antes de que usted se vaya; no sé si me entiende, señor. Le tiene mucho miedo al profesor y no se vendría una vez que usted le diera la espalda, señor, si ellos mismos no se lo han ordenado.

Ransom tranquilizó a la mujer lo mejor que pudo y se despidió después de asegurarse de que encontraría La Colina a su izquierda, a cinco minutos. La rigidez de sus músculos había aumentado y reinició la marcha lenta y dolorosamente.

No había señales de luces a la izquierda de la carretera: nada salvo los campos llanos y una masa de oscuridad que tomó por un montecito. Parecieron pasar más de cinco minutos antes de alcanzarlo y descubrir que se había equivocado. Estaba separado del camino por un grueso seto de arbustos y en él había un portón blanco: los árboles que se alzaron sobre él mientras examinaba la entrada no eran la primera hilera de arbustos sino sólo una más a través de cuyas ramas se veía el cielo. Ahora se sintió bastante seguro de que ésa debía de ser la entrada a La Colina y de que los setos rodeaban una casa y un jardín. Empujó el portón y descubrió que estaba cerrado con llave. Por un momento permaneció indeciso, desanimado por el silencio y la oscuridad creciente. Cansado como estaba, su primera intención fue continuar el viaje hacia Sterk, pero se había comprometido con la anciana a cumplir un molesto deber. Sabía que, si uno realmente quería, era posible abrirse paso a través del seto. El no quería. ¡Se vería tan tonto entrando con torpeza en la propiedad de un jubilado excéntrico (la clase de hombre que cierra las puertas con llave en el campo), con la estúpida historia de una madre histérica sumida en lágrimas porque han demorado a su hijo idiota media hora en el trabajo! Sin embargo, era evidente que tendría que entrar y, como uno no puede arrastrarse a través de un seto de arbustos con la mochila puesta, se la sacó y la lanzó por encima del portón. En cuanto lo hizo, le pareció que no se había decidido hasta ese momento: ahora debía entrar al jardín aunque sólo fuera para recuperar la mochila. Se sintió furioso con la mujer y consigo mismo, pero se puso a cuatro patas y empezó a arrastrarse dentro del seto.

La operación resultó más difícil de lo que había esperado y pasaron varios minutos antes de poder ponerse de pie en la húmeda oscuridad del otro lado, con la piel ardiendo por el contacto con espinas y ortigas. Buscó a tientas el portón, cogió la mochila y entonces se volvió por primera vez para hacer un inventario de lo que lo rodeaba. Sobre el camino de entrada había más luz que bajo los arbustos y no tuvo dificultades en distinguir un amplio edificio de piedra más allá de una extensión de césped abandonado y descuidado. Un poco más adelante el camino se abría en dos: el sendero de la derecha conducía en una suave curva hasta la puerta de entrada, mientras que el izquierdo seguía en línea recta, sin duda hasta la parte posterior del edificio. Notó que este último estaba surcado por huellas profundas, ahora llenas de agua, como si hubiera soportado el tránsito de vehículos pesados. El otro, sobre el que comenzaba a acercarse a la casa, estaba cubierto de musgo. En la casa misma no se veían luces: algunas ventanas tenían postigos, otras bostezaban pálidas sin postigos ni ventanas, todas inhóspitas y muertas. La única señal de vida era una columna de humo que se alzaba tras la casa con una densidad tal que sugería más la chimenea de una fábrica, o al menos de una lavandería, que la de una cocina. Sin lugar a dudas, La Colina era el último lugar del mundo donde a un extraño se le ocurriría llamar para pasar la noche, y Ransom, que ya había desperdiciado tiempo explorándolo, con seguridad se habría alejado de no mediar su desafortunada promesa a la vieja.

Subió los tres escalones que llevaban al amplio porche, hizo sonar la campanilla de llamada y esperó. Después de un momento la hizo sonar por segunda vez y se sentó en un banco de madera en uno de los lados del porche. Se quedó así tanto tiempo que, aunque la noche era cálida e iluminada por las estrellas, el sudor empezó a secársele sobre la cara y un leve escalofrío le recorrió los hombros. Se sentía muy cansado y quizás eso fue lo que le impidió levantarse y llamar por tercera vez: eso y la inmovilidad sedante del jardín, la belleza del cielo estival y el ululato ocasional de un búho en las cercanías, que sólo parecía enfatizar la tranquilidad de lo que lo rodeaba. Comenzaba a sentirse adormecido cuando pasó a un estado de alerta. Se oía un ruido particular: un ruido a forcejeo, que recordaba vagamente el encuentro de dos equipos de rugby alrededor de la pelota. Se puso de pie. Ahora el ruido era inconfundible. Gente con botas luchaba o forcejeaba o jugaba a algo. También gritaban. No podía distinguir las palabras, pero oía las exclamaciones como ladridos monosilábicos de hombres furiosos y sin aliento. Lo último que Ransom deseaba era verse envuelto en un incidente, pero la convicción de que debía investigar el asunto crecía en él cuando vibró un grito mucho más alto, en el que pudo distinguir las siguientes palabras:

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