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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

Más allá del planeta silencioso (8 page)

No se oían ruidos de persecución. Ransom se dejó caer sobre el estómago y bebió, maldiciendo un mundo en el que no parecía haber agua fresca. Luego se quedó inmóvil para escuchar y recuperar el aliento. Tenía los ojos fijos en el agua. Se agitaba. A diez metros de su rostro se abrían círculos y saltaban burbujas. De pronto el agua se elevó y apareció un objeto redondo, negro y brillante como una bola de cañón. Luego vio ojos y una boca, una boca resoplante rodeada de burbujas. El ser seguía saliendo del agua. Era de un negro deslumbrante. Por último nadó perezosamente hasta la costa y se alzó, despidiendo vapor, sobre las patas traseras. Medía más de dos metros y era demasiado delgado para su altura, como todo en Malacandra. Tenía una capa compacta de pelo negro, reluciente como la piel de una foca, patas traseras muy cortas y palmeadas, una cola ancha de castor o de pez, fuertes miembros anteriores con garras o dedos palmeados y unas protuberancias en medio del vientre que Ransom tomó por genitales. Era como un pingüino, como una nutria, como una foca, pero la delgadez y la flexibilidad del cuerpo sugerían un armiño. La gran cabeza redonda, de bigotes abundantes, era la causa principal de su parecido con una foca, pero tenía la frente más alta que la de una foca y la boca más pequeña.

Llega un momento en que los actos provocados por el miedo y las precauciones son puramente convencionales, el fugitivo deja de sentirlos con terror o esperanza. Ransom se quedó totalmente inmóvil, apretando el cuerpo todo lo que pudo contra la hierba, obedeciendo a la idea completamente teórica de que quizás así pasaría inadvertido. Sentía poca emoción. Advertía de forma lacónica, objetiva que allí parecía terminar su historia: atrapado entre un sorn por tierra firme y un gran animal negro por el agua. Es cierto que tenía la vaga noción de que las mandíbulas y la boca de la bestia no eran las de un carnívoro, pero sabía que sus conocimientos zoológicos no le permitían ir más allá de las suposiciones.

Entonces ocurrió algo que cambió por completo su estado de ánimo. La criatura, que aún despedía vapor y se sacudía sobre la orilla y que obviamente no lo había visto, abrió la boca y empezó a emitir sonidos. Eso no era destacable en sí, pero una vida de estudios lingüísticos le confirmó casi de inmediato que eran sonidos articulados. La criatura estaba hablando. Poseía lenguaje. Si usted no es filólogo, mucho me temo que deberá creer sin pruebas contundentes en las consecuencias emocionalmente prodigiosas que tuvo ese descubrimiento en la mente de Ransom. Ya había visto un mundo nuevo, pero un idioma nuevo, extraterrestre, no humano era otra cuestión. Por algún motivo no había pensado en eso en relación a los sorns. Ahora, la idea atravesó su mente como una revelación. El amor al conocimiento es una especie de locura. En la fracción de segundo que le llevó a Ransom decidir que la criatura hablaba en realidad y, aunque aún sabía que podía enfrentarse a una muerte inmediata, su imaginación había pasado por encima del miedo y la esperanza y las posibilidades de escapar de su situación para perseguir el proyecto deslumbrante de elaborar una gramática malacándrica.
Introducción al idioma malacándrico, El verbo lunar, Breve diccionario marciano-inglés…
los títulos desfilaban en su mente. ¿Y habría algo imposible de descubrir estudiando el habla de una raza no humana? Al alcance de sus manos estaba la forma misma del lenguaje, el principio que se oculta detrás de todos los idiomas posibles. Inconscientemente se alzó sobre un codo y miró al animal negro. Este se calló. La enorme cabeza en forma de bala se volvió y un par de radiantes ojos ambarinos se fijó en él. No había viento sobre el lago o en el bosque. Minuto a minuto, en completo silencio, los representantes de dos especies tan apartadas se miraron a la cara.

Ransom se puso de rodillas. El ser dio un salto atrás, observándolo con atención, y volvieron a quedarse inmóviles. Luego se acercó un paso, y Ransom salió y retrocedió, pero a corta distancia; la curiosidad lo retenía. Reunió coraje y se adelantó con la mano tendida. El animal malinterpretó el gesto. Se retrajo hacia el lago y Ransom pudo ver cómo se tensaban los músculos bajo su bruñida piel, listos para moverse con rapidez. Pero allí se detuvo, también estaba atrapado por la curiosidad. Ninguno de los dos se atrevía a acercarse al otro; sin embargo, cada uno sentía una y otra vez el impulso de hacerlo, y sucumbía a él. Era algo al mismo tiempo tonto, aterrorizador, extasiante e insoportable. Era más que curiosidad. Era como un galanteo, como el encuentro del primer hombre y la primera mujer del mundo. Iba aún más allá: el contacto entre los sexos resulta tan natural, tan limitado el estupor que produce, tan superficial la reticencia, tan suave el rechazo a ser vencido si se lo compara con el éxtasis de la primera comunicación entre dos especies racionales pero distintas.

De pronto el ser se dio la vuelta y empezó a apartarse caminando. Un desaliento parecido a la desesperación cayó sobre Ransom.

—¡Vuelve! —gritó en inglés.

La bestia se volvió hacia él, abrió los brazos y habló por segunda vez en su idioma incomprensible, luego reemprendió la marcha. No se había alejado más de veinte metros cuando Ransom vio que se agachaba y levantaba algo. Regresó. Llevaba en la mano (ya tomaba la garra palmeada delantera por una mano) lo que parecía ser una concha, la concha de algún animal con forma de ostra, aunque más redondo y prominente. La hundió en el lago y la levantó llena de agua. Luego la llevó hacia la mitad de su propio cuerpo y pareció derramar algo en el agua. Ransom pensó disgustado que estaba orinando dentro de la concha. Luego se dio cuenta de que las protuberancias que la criatura tenía en el abdomen no eran órganos genitales ni de ningún otro tipo: llevaba una especie de cinturón provisto de varios objetos en forma de bolsa, y estaba agregando unas pocas gotas de líquido de uno de ellos al agua de la concha. Después se llevó el recipiente a sus negros labios y bebió, no echando la cabeza hacia atrás como un hombre, sino agachándose y sorbiendo como un caballo. Cuando terminó volvió a llenarla y le agregó por segunda vez unas gotas del recipiente (una especie de botella de piel) que tenía en la cintura. Sosteniendo la concha con las dos manos, la tendió hacia Ransom. La intención era inconfundible. Vacilante, casi tímido, Ransom se adelantó y tomó la taza. La punta de sus dedos tocó las garras palmeadas de la criatura y un estremecimiento indescriptible, mezcla de atracción y rechazo, lo recorrió; luego bebió. Cualquiera que fuese el líquido añadido al agua, se trataba de algo lisa y llanamente alcohólico. Nunca había disfrutado tanto de un trago.

—Gracias —dijo en inglés—. Muchísimas gracias.

La criatura se golpeó el pecho y emitió un sonido. Al principio Ransom no entendió qué quería comunicar. Luego cayó en la cuenta de que estaba tratando de enseñarle su nombre, quizás el nombre de su especie.

—Jross —decía—. Jross. —Y se golpeaba con la palma.

—Jross —repitió Ransom, y lo señaló. Luego dijo—: Hombre. —Y se golpeó su propio pecho.


Jomb… Jombr… Jombre
—lo imitó el jross. Levantó un puñado de la tierra que se asomaba entre la hierba y el agua.


Jandra
—dijo. Ransom repitió la palabra. Luego se le ocurrió una idea.

—¿Malacandra? —dijo interrogante.

El jross hizo girar los ojos y agitó los brazos, en un esfuerzo evidente por abarcar todo el paisaje. Ransom se las estaba arreglando bastante bien.
Jandra
significaba el elemento tierra; Malacandra la tierra o el planeta considerado como un todo. Pronto averiguaría qué quería decir
malac
. Mientras tanto, tomó nota de que la «J» desaparece después de la «C» y dio su primer paso en fonética malacándrica. Ahora el jross trataba de enseñarle el significado de
jandramit
. Reconoció la raíz
Jandra
y pensó: «Tienen sufijos además de prefijos», pero esta vez no pudo extraer ningún sentido de los gestos del jross y siguió ignorando qué podía ser un
jandramit
. Tomó la iniciativa abriendo la boca y ejecutando la pantomima de comer. La palabra malacándrica que obtuvo para comida o comer incluía consonantes irreproducibles por una boca humana, y Ransom, siguiendo con la pantomima, trató de explicar que su interés era práctico además de filológico. El jross lo comprendió, aunque a Ransom le llevó cierto tiempo entender que le indicaba por gestos que lo siguiera. Finalmente lo hizo.

No fueron más allá del lugar donde el animal había levantado la concha y allí Ransom descubrió, con un asombro no muy justificable, que había un bote amarrado. Al ver el artefacto se sintió, con un rasgo muy humano, más seguro del carácter racional del jross. Incluso valoró más a la criatura, porque la embarcación, aun teniendo en cuenta la altura y la endeblez características en Malacandra, se parecía mucho a un bote terrestre; sólo más tarde se preguntó qué otra forma podía tener un bote sino ésa. El jross sacó una fuente ovalada de material duro pero ligeramente flexible, cubierta con tiras de una sustancia esponjosa, de color anaranjado, y se la tendió a Ransom. Éste cortó un buen pedazo con el cuchillo y empezó a comer, al principio vacilante y luego vorazmente. El sabor era como el de las habas, aunque más dulzón, y bastaba para un hombre hambriento. Luego, a medida que aplacaba el hambre, el sentido de su situación volvía a asaltarlo con fuerza demoledora. El ser enorme con forma de foca que se sentaba a su lado se transformó en algo siniestro. Parecía amistoso, pero era muy grande, muy negro y Ransom no sabía nada de él. ¿Qué relaciones mantendría con los sorns? ¿Y era en realidad tan racional como parecía?

Sólo días más tarde descubriría la forma de enfrentar semejantes crisis de confianza. Se presentaban cuando el carácter racional del jross le tentaba a considerarlo un ser humano. Entonces se hacía abominable: un hombre de más de dos metros de altura, con cuerpo de serpiente, cubierto, incluyendo la cara, de un negro y espeso pelo de animal, y con bigotes de gato. Pero si tomaba el camino opuesto, se encontraba con un animal con todo lo que un animal debe tener —piel brillante, ojos acuosos, aliento suave y dientes blanquísimos— y por si eso fuera poco, como si el Paraíso nunca se hubiera perdido y los sueños más antiguos se hicieran realidad, tenía el encanto del habla y la razón. Nada podía ser más desagradable que la primera impresión; nada más delicioso que la segunda. Todo dependía del punto de vista.

10

Cuando Ransom terminó de comer y bebió otra vez la fuerte agua de Malacandra, su anfitrión se levantó y subió al bote. Lo hizo adelantando primero la cabeza, como un animal, ya que su cuerpo sinuoso le permitía descansar las manos en el fondo de la embarcación mientras los pies seguían firmes en tierra. Completó la operación lanzando nalgas, cola y patas traseras a un metro y medio de altura y deslizándolas limpiamente a bordo con una agilidad imposible de igualar en la Tierra por un animal de su tamaño.

Después de meterse en el bote, volvió a salir y lo señaló. Ransom comprendió que lo invitaba a seguir su ejemplo. Desde luego no podía hacer la pregunta que importaba por encima de todas. ¿Eran los jrossa (más tarde averiguó que ése era el plural de jross) la especie dominante en Malacandra y los sorns, a pesar de su forma más humana, una simple especie de ganado semiinteligente? Tenía la ardiente esperanza de que así fuera. Por otra parte, los jrossa podían ser los animales domésticos de los sorns, en cuyo caso estos últimos serían superinteligentes. De algún modo, su cultura de lo imaginario lo alentaba a asociar la inteligencia sobrehumana con cuerpos monstruosos y voluntades crueles. Subir al bote del jross podía significar entregarse a los sorns al final del recorrido. Por otra parte, la invitación del jross podía ser una oportunidad dorada de abandonar para siempre el bosque infectado de sorns. Y, para entonces, el mismo jross estaba perplejo ante su aparente incapacidad de comprenderlo. La urgencia de sus gestos lo decidió por fin. No podía tomar seriamente en cuenta la idea de apartarse del jross; su animalidad le chocaba en una docena de aspectos, pero la ansiedad por aprender su idioma y, en un plano aún más profundo, la atracción ineludible y esquiva de los opuestos, la sensación de que tenía en sus manos las llaves que daban paso a una aventura prodigiosa: todo eso lo unía a él con lazos más fuertes de lo que el mismo Ransom creía. Subió al bote.

La embarcación no tenía asientos. La proa era muy alta, una enorme extensión de espacio muerto, y el calado le pareció a Ransom increíblemente poco profundo. En realidad, la mayor parte del bote quedaba fuera del agua; le recordaba las modernas lanchas deportivas europeas. Estaba amarrado con algo que al principio parecía una cuerda, pero el jross no la desató, sino que simplemente tiró de ella hasta que se cortó en dos, como un trozo de melcocha o una tira de masilla. Luego se agachó sobre los muslos en la popa y levantó un remo corto, un remo de pala tan enorme que Ransom se preguntó cómo podía manejarlo, hasta que recordó que el planeta en el que estaban era muy liviano. El tamaño del cuerpo del jross le permitía trabajar agachado sin dificultad, a pesar de la borda alta. Remaba con rapidez.

Durante los primeros minutos pasaron entre riberas pobladas de árboles purpúreos, sobre un canal que no tenía más de noventa metros de ancho. Luego rodearon un promontorio y Ransom vio que salían a una extensión de agua mucho mayor, un gran lago, casi un mar. El jross, que ahora navegaba con cuidado, cambiando a menudo de dirección y mirando a su alrededor, remaba apartándose con rapidez de la orilla. La fulgurante extensión azul crecía por momentos; Ransom no podía fijar la vista en ella. El calor del agua era opresivo. Se sacó la gorra y la chaqueta, lo que sorprendió muchísimo al jross.

Se puso de pie con cautela y estudió el paisaje malacándrico que los rodeaba. Delante y detrás de ellos se extendía el lago deslumbrante, aquí tachonado de islas, más allá sonriendo, ininterrumpido, al pálido cielo azul. Notó que el sol caía perpendicularmente sobre sus cabezas; estaban en los trópicos de Malacandra. En cada extremo, el lago se perdía en agrupaciones más complejas de tierra y agua, que se entremezclaba suave, plumosamente con la gigantesca hierba purpúrea. Pero esa tierra pantanosa o cadena de archipiélagos, como la consideraba ahora, estaba flanqueada a ambos lados por paredes dentadas de montañas color verde pálido, a las que aún le costaba llamar montañas, tan altas eran, tan delgadas, empinadas, estrechas y aparentemente desequilibradas. Se erguían a estribor a poco más de un kilómetro y medio de distancia y parecían separadas del agua sólo por una estrecha faja de monte; a la izquierda estaban mucho más lejos, quizás a diez kilómetros, aunque seguían siendo impresionantes. Continuaban alzándose a los costados del terreno pantanoso hasta donde alcanzaba la mirada, tanto hacia adelante como hacia atrás. En realidad, navegaban sobre el suelo inundado de un majestuoso cañón de quince kilómetros de ancho y extensión desconocida. Detrás y a veces sobre los picos montañosos podía distinguir en muchos sitios los grandes amontonamientos ondulados de sustancia rojo rosada que había tomado el día anterior por nubes. En realidad no parecía haber laderas al otro lado de las montañas; éstas eran más bien el bastión dentado de mesetas inconmensurables, en algunos puntos más altas que las montañas mismas, que formaban a izquierda y derecha el horizonte de Malacandra. Sólo en línea recta, hacia adelante o a popa, el planeta estaba cortado por el vasto desfiladero, que ahora se presentaba a Ransom como un simple surco o rajadura en la meseta.

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