Mascaró, el cazador americano (18 page)

—También está en la mía. Baja. No apostaré contigo, pero, ¿qué tal un vaso de vino tinto?

—Son 75 calorías.

Carpoforo bajó de la tarima, sobre la que colocó la piedra, cazó la maleta y cruzó con Oreste hasta el bar Corona.

—He recorrido un largo camino para dar contigo, maestro —dijo Oreste después del primer trago.

Carpoforo se repasó el bigote con un dedo para quitar los restos de vino.

—¿Por qué me llamas maestro?

—Ése es el punto. Mi padre fue un modesto aficionado de «sexta categoría». De él heredé la pasión y aun devoción por este noble y viril deporte.

—¿Cómo se llamaba tu padre?

—Tesero. No tiene importancia.

Pidieron otro vaso, esto es, otras 75 calorías.

—Él aprendió el arte con Spavento, Italo Spavento.

—Spavento, Spavento… No lo recuerdo.

—Discípulo a su vez de Bonetti.

—¡El gran Bonetti! ¡Ése sí! Era terrible en el
souplesse
. Tenía un cogote de toro, especial para el «puente».

—Él te nombraba a menudo.

—¿Bonetti?

—Mi padre.

—Tuve mi gloria —dijo Carpoforo con los ojos perdidos en la lejanía—. Fueron otros tiempos. ¿Qué edad te parece que tengo?

Oreste hizo un gesto de duda.

—Cincuenta, hijo. Y con todo, el día de mi cumpleaños, delante de testigos de vista, para lo expreso, hice el «Vuelo del ángel», que es lo máximo que puede hacer un luchador. Fue en el
boxing
club La Centella, que tiene un
ring
por lo menos. Se trata de tomar impulso contra las cuerdas y en mitad del cuadrado arrojarse al aire y caer en el
ring side
pasando por sobre la tercera cuerda. Muy pocos en el mundo son capaces de hacerlo.

—No lo dudo.

—Antes hacía esas cosas y muchas otras y la gente acudía de todas partes a ver al gran Carpoforo. Después se fue todo a la mierda. No sé si fueron esos farsantes como el Cíclope o el arte.

—Es la gente que cambia. De otra forma se hubiesen muerto de hambre.

—Puede ser, aunque es preferible. Lo cierto es que todo eso terminó.

—¡Una época!

—Lancelotti, Le Marín, Zaikine…

—Van Berg Der…

—Van Der Berg, ¿te refieres a él?

—Fue un lapsus.

—No, holandés. Gran tipo. Luché con él hace años. También con Hércules Cortés, que además levantaba pesas. ¿Lo recuerdas?

—Patente.

—Mejor paremos aquí. Me vas a amargar el día.

—Toma otra copa.

Trajeron las copas. Carpoforo se asomó a la puerta y miró en dirección a la plaza por si había algún candidato a la vista. Nada.

—Bueno, a lo tuyo —dijo apenas se sentó.

Oreste esperó a que bebiera el primer trago y luego, tomando impulso como para el «vuelo del ángel», comenzó con una exaltada alabanza de la lucha en general, incluyendo una somera historia desde el dios Hermes, pasando, naturalmente, por Enrique VIII, hasta Martín Karadagián, para concluir en el momento que Carpoforo se mandaba el resto del vaso, con la exposición del nudo o médula del asunto.

Carpoforo lo escuchó con la misma disposición que en ese mismo momento el señor Scarpa escuchaba al Príncipe Patagón. Depositó lentamente el vaso sobre la mesa, miró a Oreste a los ojos durante un tiempo, en el cual a éste le pareció que se reducía, casi se evaporaba, y dijo:

—Todo esto suena a cuento, aunque lo has hecho muy bien. Estoy seguro de que ese Gran Circo del Arca es un montón de basura, una pandilla de muertos de hambre y que el Príncipe ese es un loco, o por lo menos un cretino. Pero hacía tiempo que no hablaba con nadie de todo esto, que es mi entera vida, de la lucha deportiva y los grandes campeones y el gran Paúl Pons (era él mismo quien lo había mencionado), y la verdad que tú lo has hecho muy bien… Hasta llegué a pensar que el único campeón que quedaba sobre la Tierra era yo.

—Lo eres.

—No me halagues ni me interrumpas. No es necesario… Para serte franco, estoy harto de pasarme el día entero sobre esa tarima, lo cual no es muy recomendable, dicho sea de paso, pues mis huesos se están endureciendo y, entre nos, he comenzado a tener ciertas visiones. A veces creo ver a Alí Bargach o al gran Madrali, y un rato antes de que tú llegaras estaba hablando nada menos que con Tarkowsky.

Se alisó los bigotes y miró el fondo del vaso.

—En resumen, entre morirme de hambre ahí arriba, si no es antes de envaramiento, y hacerlo en el Gran Circo del Arca, y probablemente con él, prefiero esto último… ¡por todos los carajos!

Chocó y sacudió la mano de Oreste, que sintió crujir todos sus huesos.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Oreste.

—Oreste celeste, ¡pues vamos por esos mundos!

A Oreste le hizo gracia lo de celeste, que lo dijera Carpoforo, pues era el mismo estilo del Príncipe, esos impromptus.

Echó un suspiro de alivio y pidió el último vaso.

—¡Por el señor Tesero! —brindó Carpoforo.

—¡Por todos los campeones!

Siguieron ciertos trazos del Destino, el Príncipe volvió a la pensión para caballeros en el crujiente carromato que conducía con muchos fueros Boca Torcida en el mismo momento que Oreste, con una maleta al hombro, embocaba la otra esquina con el señor Carpoforo en persona, que cargaba unos fierros.

Luego de abandonar el bar Corona, Carpoforo, que en total había consumido 375 calorías, procedió a despedirse de los habitantes del Burdelito de San Venéreo, que cuando se enteraron de que partía en razón de muy importantes contratos con el grandioso y afamado Circo del Arca prorrumpieron en toda clase de festejos. El Mandarín de la Suerte le obsequió un anillo de cola de iguana de tremendo valor influso y la gitana un
payé
o talismán amoroso de efecto recíproco isofacto. Las señoras para el uso lo besaron por orden analfabético, incluyendo a la Melita, que improvisó un tipi-tape cancanudo haciendo tremolar sus briosas tetas y hundiendo unas cuantas baldosas. Por último, lo pasearon en andas y lo despidieron con gritos, hurras, el trompetazo de una corneta y algunas lágrimas. Carpoforo cargó el letrero, la piedra y la maleta y se fue sin volver la cabeza, medio en derrota.

De allí marcharon hasta un conventillo cerca del puerto. Atravesaron unos pasillos retorcidos, dos patios, un siniestro tallercito de imprenta (un señor se agachó o se ocultó detrás de una vieja minerva), una pieza donde estaban comiendo otros señores de oscura catadura que ni siquiera levantaron la vista, subieron y bajaron unas crujientes escaleras y cuando Oreste, totalmente perdido el rumbo, se preguntaba si todavía estaban en la misma casa, salieron a una azotea desde la que se divisaba un trozo de mar y había una casilla de madera que resultó la morada de Carpoforo.

La vista del mar primero le cegó. Después le trajo esa vieja y ancha nostalgia. Caminos.

—Entra —dijo Carpoforo a sus espaldas.

A un costado de la puerta colgaba de un clavo una jaula de alambre con un cabecita negra que saltaba de un palito a otro y expidió unos pitiditos muy de partitura bonitos.

La pieza olía a Carpoforo, guardaba ese aire de tranquila pesadumbre que despedía el campeón. Con ser quien era y a los cincuenta años sus propiedades en este mundo sumaban poca cosa: un catre de tijera, un baúl, una mesita con algunos cacharros y un Primus, una fiambrera que colgaba de un tirante, algunas pesas. En las paredes había un par de fotografías del propio Carpoforo, más joven, en una casi irreconocible y en otra ejecutando una «doble Nelson» en un combate de lucha libre. Sobre la puerta, un letrero del Ateneo de Salinas en el cual se destacaba con letras del tamaño de un ladrillo al combate de fondo:

CARPOFORO VS. EL «NENE» BRUZZONE
(a) La Máquina

El campeón, antes que nada, tomó una barra larga cargada al tope y la levantó con una arrancada a la alemana, es decir, un tirón, ejecutando al mismo tiempo una sentadilla.

—Da gran potencia a la espalda y los hombros. También a las piernas y los riñones. Te enseñaré varias cosas como ésta.

—¡Excelente! —refrendó Oreste por cortesía, calculando que si trataba de levantar ese fierro se partía en dos.

Carpoforo colocó la barra sobre la espalda e hizo tres series de diez flexiones cada una, inspirando al ponerse en puntillas y espirando al bajar.

—Muy bueno inclusive para los intestinos. Si fallan las tripas falla todo.

Dejó la barra y comenzó con los ejercicios de cuello. Manos atrás, apoyándose en el suelo solamente con la cabeza y los pies. En esta posición de arco balancearse hacia adelante y hacia atrás unas mil veces.

—Dime, ¿piensas seguir en esto mucho tiempo más?

—¿Qué apuro? Hay que mantenerse en forma a toda costa, en cualquier circunstancia. Es inútil que tengas el físico de un gorila si careces de disciplina.

Oreste asoció la palabra gorila con su padre, el señor Tesero, y recordó esa pálida sombra acurrucada en un banco del Jardín Zoológico rodeada por todos aquellos tristes animales que soñaban con los grandes espacios, los bosques profundos y rumorosos como el mar.

—¿Vas a llevar estos fierros?

—Por supuesto.

—¿No crees que sería bueno ir empacando?

—¿Quién te corre? Enciende ese calentador, ¿quieres?

Oreste pensó que era inútil preguntar para qué. Prendió el calentador, que se tapaba a cada rato y había que meterle la aguja o mejor golpearlo contra la mesa. Carpoforo terminó con los ejercicios, llenó una sartén de aceite y cuando ésta comenzó a alborotar echó dentro unas costillas de cerdo que sacó de la fiambrera.

—Me preocupa el hambre que vamos a pasar con ese bendito circo. No por el gusto de la comida, ya que estoy acostumbrado a las privaciones, sino porque un luchador debe comer en forma científica, y más o menos abundante.

—Llevamos un excelente cocinero.

—No pensarán comérselo. El problema son las provisiones. Todo muerto de hambre es buen cocinero.

—En todo caso, no te amargues antes de tiempo.

—Buen consejo. ¿Jugosas o tostadas?

—Así, así…

—Un buen plato de costillas de cerdo es lo más indicado antes de un combate, con bastante aceite, si lo aguantas, porque aumenta las calorías. También las costillas de buey, aunque no tienen el mismo valor. Me pregunto cuántos cerdos llevo comidos en mi vida.

Carpoforo apartó los cacharros a un costado de la mesa y le alargó a Oreste un tenedor y un cuchillo que repasó en el maillot. Llenó de vino dos jarritos de aluminio y antes de que Oreste probara siquiera un sorbo vació el suyo de un saque y lo volvió a llenar.

Mientras comían directamente de la sartén, Carpoforo, que cambió de humor después de la primera costilla, empezó a hablar otra vez de los grandes campeones y, ante una pregunta de Oreste que estaba sentado de manera que tenía enfrente el letrero del Ateneo, recordó con bastante exaltación el primer combate y luego la revancha con el «Nene» Bruzzone, que era el crédito de Salinas. En el primer combate le metió un «
hammer look
japonés», que es parecido a la «americana», pero colocando las piernas sobre el cuello del adversario, y ése fue el final, cuando, para ser franco, el «Nene», que era un tipo de muchos recursos, ya lo tenía reventado. La revancha pasó a la historia. Hubo de todo, siempre en términos deportivos.

A esta altura, Carpoforo se ha puesto de pie y lucha con un rival imaginario.

—En determinado momento «La Máquina» me aplicó una «vuelta de muñeca» y antes de que yo pudiera reaccionar metió una «palanca» que casi me quebranta el brazo. Todavía hoy me pregunto cómo salí de eso. Uno se vuelve un puro animal, creo. En el buen sentido. Lo cierto es que de buenas a primeras lo tuve sobre la lona y con el último aliento le apliqué una
corbettiana
, la mejor y más espléndida de mi vida, y lo obligué a abandonar.

Carpoforo, sudado como si realmente terminara de vencer al «Nene» Bruzzone (a) La Máquina, se encajó otro jarro.

—La verdad es que esa vez mereció ganar.

—¿Qué se hizo de él?

—Desapareció de Salinas. Era un tipo muy orgulloso. Un auténtico campeón. ¡A su salud!

Levantó el jarro vacío. Luego revolvió el cuarto buscando otra botella y como no hallase ninguna con un resto siquiera dijo con verdadera tristeza:

—Bueno, otra vez será. Te juro que se lo merece. ¡Palabra de Carpoforo!

Oreste lo palmeó sinceramente compungido.

Con todo, fue una suerte que el vino se terminara.

Carpoforo se quitó el maillot y con la ayuda de Oreste se puso un traje que le apretaba por todas partes y con el cual parecía otra persona. Luego juntó sus cosas de andar, muy pocas, entre ellas una caja llena de recortes de diarios, una bigotera, un braserito para los pies y un frasco de untura blanca, un cinturón magnético «Plus Ultra» del doctor Venusto, un tarro de unto sin sal y un medallón ovalado con una fotografía desvanecida de una señora, y metió todo en la maleta que aseguró con un cordel. Finalmente se encasquetó una gorra de cuero, cargó las pesas y echó una mirada al cuarto.

—¡Hasta la vista! —dijo, como si se despidiera de una persona.

Oreste cargó con la maleta.

Carpoforo lucía muy compuesto con aquel traje y esa gorra y unos botines con elásticos. Cerró la puerta con un candado, dejó por un momento las pesas en el suelo, bajó la jaula que colgaba del clavo y abrió la puertita.

El cabecita negra no se movió.

—Vamos, Caramillo pajarillo —dijo entonces Carpoforo con una voz muy dulce para tanta corpulencia.

Y lo animó con un golpecito en los alambres.

El pájaro asomó la cabeza por la puertita, Carpoforo alzó bien alto la jaula y al fin saltó. Saltó a un tapial, después a un techo. Después remontó vuelo y se perdió en el aire azul.

Carpoforo lo saludó con una de sus manazas, levantó las pesas y echó a andar.

Y siguiendo, pues, esos finos trazos del Destino, el Príncipe, Boca Torcida, Budinetto, Carpoforo y Oreste se encontraron al mismo tiempo en la puerta de la competente pensión para caballeros Caldas del Rey en esa blanda hora del crepúsculo en la cual se deponen las fatigas y el alma se suelta en tranquilos arrebatos.

Hubo las presentaciones y efusiones del caso. Califa olfateó convenientemente a Carpoforo, que impresionó muy bien al Príncipe y viceversa, y hubo otros alegres etcéteras cuando el Nuño salió a la puerta con un delantal de hule, atraído por todo aquel alboroto, y se topó con Carpoforo por un lado y el carromato y Budinetto por el otro y, lo que fue mayor revelación, no sólo con la idea sino inclusive con las bases del Gran Circo del Arca.

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