Mascaró, el cazador americano (19 page)

Todo esto transcurría en los entreluces de la puerta, de la que brotaba un fuerte olor a bacalao a la portuguesa.

Carpoforo, sin soltar las pesas, comprobó la calidad y consistencia del carromato que lucía por fuera unos lindos colores y un angelito desteñido a cada lado que soplaba una trompeta anunciando posiblemente la llegada del circo. Se visitaron los interiores, auxiliados por una lámpara de viento comprobando el espacio y la distribución que, como ocurre con los barcos, excedía todos los cálculos hechos desde afuera. El carromato estaba dividido por dos tabiques, es decir, disponía de tres compartimentos, dos amplios y uno más pequeño a proa, con un total de ocho cuchetas. Como observó atinadamente Carpoforo, había que conseguir otra yunta de caballos, para recambio. Y ya que estaba ahí dejó las pesas en el compartimento del medio. A popa tenía una puerta y un balconcito con una baranda de hierro forjado, como en los furgones de cola, todo muy bien tramado. Desde esa altura Boca Torcida alumbró la jaula mientras los demás descendían y la rodeaban para admirar de cerca al Gran Budinetto.

Carpoforo preguntó si era de caucho o algún material semejante de esos que reproducen con gran artificio patéticos simulacros de miembros y aun personas enteras. A lo que el Príncipe respondió que era totalmente al natural. Como hubiese dudas al respecto, el Príncipe introdujo una mano entre los barrotes y tiró con fuerza de la cola. Budinetto abrió los ojos y miró a los señores de fijo y después abrió la boca. Retrocedieron todos y la lámpara en manos de Boca Torcida comenzó a temblar. Pero no se trataba más que de un pestilente bostezo, porque Budinetto recogió la cola y clavó nuevamente la cabeza. De cualquier forma, los señores aplaudieron y Budinetto todavía entreabrió un ojo.

—Es mejor que metas todo esto en ese baldío —dijo el Príncipe a Boca Torcida, señalando un baldío frente a la pensión—. Y cubre la jaula con la lona.

Luego, al Nuño:

—Habrá que pensar qué le damos de comer.

—Algún compuesto. Un cocido de pobre gigante, por ejemplo.

—Por suerte es viejo. Sufre del estómago.

Confortados por todas estas evidencias, los señores entraron en tumulto embocando el pasillo que se esparcía al fondo en un hueco de luz, del que brotaba en improvisos una vocecita muy suelta y aquel fogoso olor a bacalao. Van los señores. El Carpoforo rellenando de una vez todo el pasillo. La vocecita viene, vagante como una mariposa, salteadito, tarareando ese aire que dice:

Si vas a Varadero

fíjate en cierta ventana…

El Príncipe se sobrecoge.

El salón está todo iluminado, la mesa puesta con el florero al centro que contiene un ramo de magnolias naturales en lugar de las solitarias y corimbos de papel.

La manita huesuda salió por la ventanilla y saludó a los señores, que respondieron con gestos y ademanes. También Carpoforo, que estaba muy en situación y se quitó la gorra. La voz se interrumpió de golpe. Fue entonces que al Príncipe le pareció advertir que faltaba la fotografía del señor Esteve. Por encima de un hombro de Carpoforo, que hablaba de la condenada vida de un luchador, casi igual a la de un fraile, constató que efectivamente en lugar de la fotografía colgaba un almanaque del «almacén
EL VENCEDOR
-Gran surtido de fiambres».

Se abre la puerta en el tabique y entra de costado la señora Maruca. Trae el cabello suelto, una blusa con flores bordadas al realce y unos pantalones de terciopelo negro que parecen pintados sobre la carne. Al caminar remueve el cuerpo de tan loca y combinada manera, y con todo sin malicia expresa, sino por su mucha gracia natural, que al Príncipe se le aflojan las piernas.

Carpoforo interrumpe su conversación sobre la dura vida de un luchador y piensa dónde mierda dejó metido el talismán amoroso que le obsequiara la gitana.

La señora saluda a los señores muy portátil, alargando ambas manos y sacudiendo los brazos todo el tiempo, mientras promueve los pies y agita el cuerpo con consonancia.

—El señor Carpoforo —presenta el Príncipe—, campeón de lucha de todos los mundos.

—¡Encantada! —gorjea la señora, que abarca con sus negros ojos al señor Carpoforo, incluyendo la gorra, los botines puntiagudos y esos tremendos y sobresalientes hombros—. ¡Un campeón! ¿Quién iba a decirlo?

Se supone que alude a la presencia del susodicho en la pensión para caballeros.

Carpoforo toma la manita brotada de hoyuelo que se agita entre sus dedos como un pichón y la besa con la boca en punta para evitar que la roce el bigote.

Así procede la señora con cada uno, incluyendo al Nuño, que no se ha movido de la casa. El Príncipe es el último. Ella combina el movimiento de la mano con una mirada lanzada de prisa, acompañada de cierto rubor que enciende su cara con igual brevedad y que significa, de acuerdo al lenguaje del amor,
timidez y deseo
. Él empuña la mano con calculada firmeza y antes de besarla le dirige una mirada lánguida, triste, que según el
Corresponsal del amor
, expresa
pasión
. La señora lanza una risita y como para que no quepan más dudas, extrae del entrepecho un pañuelito verde (
placer, esperanza, alegría; cambio ventajoso de condición
), lo dobla por las puntas (
espérame
) y así doblado se lo pasa por los ojos (
deseo hablar contigo
).

El Príncipe entorna los ojos, siente que se precipita en unos blandos abismos.

Pero en tan elevado momento resuenan al otro extremo del pasillo unas voces discordantes, y el Príncipe, que acaba de reconocer una aguda, apretada, que por momentos se superpone a la otra, flemosa, grave, abandona precipitadamente el salón.

Afuera Boca Torcida sujeta por el cuello al enano Perinola, que patalea en el aire.

—Estaba escondido en el carro. Lo descubrí cuando fui por la lona.

El enano está vestido con un trajecito de calle y un sombrerito en forma de escupidera.

—¡Monseñor! —gimotea.

Al Príncipe se le arrebata la cara.

—¿Qué haces aquí, Satanás en miniatura? —vocifera.

Pero luego, temiendo que se escuche adentro, hace señas a Boca Torcida que se desvíe de la puerta.

—Bájalo.

Boca Torcida lo baja pero no lo suelta.

—Dime, desgraciado, ¿qué te has propuesto ahora?

—Quiero ir con ustedes, monseñor.

—¡No me llames monseñor! —ruge el Príncipe.

Luego se contiene y repite en voz baja:

—No me llames monseñor o te retorceré los huevitos en esta forma.

Le retuerce una orejita y el enano pega un grito.

—Tápale la boca.

Boca Torcida procede.

—Déjame explicarte, señor Alteza —dice el enano como puede entre los sucios dedos de Boca Torcida.

—¿Qué dice?

El Boca se encoge de hombros.

Adentro se escuchan voces y risas y el Príncipe se pone nervioso.

—Este desgraciado se ha propuesto amargarme la vida. Habla, pero ni una palabra más de lo necesario.

Le hace una señal a Boca Torcida, que saca la mano.

—No quiero apartarme de Budinetto, monseñor… digo alteza.

—Señor y basta.

—Señor… He vivido y crecido con él.

—No mucho, por lo que se ve.

—Hablo en otro sentido… El podrido señor Scarpa me hacía dormir en la jaula para que se acostumbrara a mi olor. Dice que se guían por el olor, lo cual no es cierto.

—Abrevia.

—Al principio hizo una cabeza de trapo que se parecía a la mía y Budinetto jugaba con ella y la rompía y entonces Scarpa le daba con un palo. Para que entendiera que no debía hacerlo. Sin embargo, lo seguía haciendo.

—Scarpa fue siempre un tarado. José Scarpa.

—Lo es.

—Tú no opinas.

—Y entonces yo, que no podía ver esas cosas, preferí meter un día mi propia cabeza. Y Budinetto, que es de buen natural, la lamió (en ese tiempo no apestaba) y se frotó en ella porque entendió que no era una cabeza de trapo sino de persona…

—Enano.

—Enano persona. Y pareció complacido con ese gesto y desde entonces fuimos amigos.

—Bonita historia, aunque algo confusa y probablemente falsa.

—Además…

—¿Qué? ¿Piensas tenerme aquí toda la noche?

—Tú eres como Vicente Scarpa, un verdadero artista.

—Oye, conozco esos trucos.

—Contigo es posible que vuelva a trabajar en un verdadero circo.

Parecía sincero, y eso lo turbó al Príncipe.

—No haces más que repetir lo que todo el mundo sabe. No sigas por ahí.

—Sí, señor.

—Ante todo, puedo pasarme sin el número de la cabeza. Para ser franco, me repugna.

—Es clásico.

—Inclusive prefiero deshacerme de Budinetto antes que cargar contigo.

—¡Monseñor! —volvió a gimotear el enano.

El Príncipe, que sintió que perdía terreno, le retorció la oreja.

—¡Señor!…

—Mira, tengo otras cosas entre manos como para ocuparme en este momento de un miserable enano.

Y dirigiéndose a Boca Torcida:

—¡Arrójalo por ahí!

El Boca lo volvió a levantar y Perinola se echó a llorar a moco tendido con el sombrerito en las manos.

—¡No me jodas con eso! —bramó el Príncipe, temiendo aflojar—. ¡Llévatelo!

—Un momento.

Era Oreste, que había oído casi todo y tampoco soportaba el llanto del enano.

—No metas la cuchara —le previno el Príncipe.

—Déjame decirte una sola cosa. ¿Cómo se entiende un circo sin un payaso? No has pensado en eso.

El Príncipe arqueó las cejas.

—El pequeño, por repugnante que sea, es un cómico de primera y, además, enano y, además, el único que por el momento es capaz de manejar a Budinetto. ¿Qué más puedes pedir? En realidad debieras suplicarle que venga con nosotros. Él solo representa, por lo menos, tres números de elemental importancia: payaso, enano y beluario. Un verdadero fenómeno, aparte de una curiosidad.

El Príncipe meditó unos segundos.

—¿Tú qué dices? —preguntó al Boca. Era una manera de cubrir las formas, porque para el caso, de poco valía lo que pudiese opinar el Boca.

—Un enano trae suerte.

—¿Según cuál?

Boca Torcida levantó otro poco a Perinola y lo miró en detalle.

—Parece de los buenos.

La risa de Carpoforo se escuchó bien clara.

—Ustedes lo han querido —dijo el Príncipe con un gesto de resignación—. Pero les advierto que a la primera cabronada yo mismo le arrancaré la cabeza, que ésa fue, me parece, la verdadera intención de Scarpa. Ahora, acomódate las ropas y, aunque no lo eres, trata de parecer una persona.

Entraron al salón con el enano por delante, que caminaba tumbándose a un lado y otro.

La señora Maruca juntó las manos y lanzó un gritito.

—¡Vean esa monada!

Y con un tumulto de carnes se abalanzó sobre el aterrado Perinola y lo alzó en brazos.

El enano se quitó el sombrero y bajó los ojos, muy púdico, aunque de paso echó una mirada a aquellos agitados pechos casi tan grandes como él.

—¿De dónde ha salido este caballerito? —prosiguió la señora en el mismo tono, zamarreándole un cachete.

—Es un enano —dijo entonces el Príncipe.

La señora ahogó un grito y soltó de golpe a Perinola, que cayó al piso como una piedra.

La vieja volvió a sacar las manos por la ventanita y dio unas palmadas. Los señores se sentaron a la mesa. Carpoforo, que necesitaba más espacio, ocupó una punta, la opuesta al Príncipe. Maruca colocó en una silla un par de almohadones y Oreste calzó encima a Perinola. Esta vez el Nuño se ocupó del servicio, rogando a la señora que tomara asiento.

Los señores se ponen de pie. La señora se sienta. Se sientan los señores. El Príncipe encaja una pierna entre las de la señora, que la aprieta con fuerza. Todo concurre.

Mientras daban cuenta con respetuosa voracidad de aquel inflamable bacalao a la portuguesa, el Nuño, que tenía demasiado adentro el oficio, aclaró que el mote «a la portuguesa» era una excusable generalidad por cuanto aquel cocido podía pasar también por un bacalao a la vizcaína, ya que contenía algunas rebanadas de pan frito y cortezas de tocino. Aprobaron todos con la boca llena. Boca Torcida pareció realmente reconfortado por aquella precisión, pues raspó el plato con un trozo de galleta y se lo alargó al Nuño por encima de la cabeza de Perinola.

Carpoforo, algo excitado, puesto que de la soledad más negra había saltado a esta vida de parentela, expuso que la carne de bacalao es rica en fosfato de cal y yodo, lo cual facilita la digestión de las materias grasas y contribuye a normalizar el funcionamiento de las glándulas tiroides.

Perinola preguntó si él también tenía glándulas tiroides y Carpoforo opinó que debía tenerlas algo más pequeñas.

El Príncipe, por su parte, que había escuchado aquellas atinencias con gran atención, empujando de paso por debajo con la pierna, informó a la señora Maruca sobre la erección del Circo del Arca y sus pormayores, replicando la señora con grititos, palmoteos y palancas de pierna. Luego, reclamando la atención de todos con unos golpecitos del tenedor sobre el vaso, anunció que mañana mismo partían por esos mundos, lo cual provocó una salva, con excepción de la señora Maruca, pues esos anuncios son muy gratos a los vagabundos y quien más quien menos lo había estado esperando, algunos de ellos por años. El propio Príncipe, que justamente era un Príncipe vagabundo por su procedencia patagónica, soltó la pierna y aplaudió con fuerza. Levantó el vaso. Lo levantaron todos. Todos gritaron: ¡
Mañana
!

En aquel momento un Ángel escarba el agua y sonríe a las profundidades.

Por último, el Príncipe se puso de pie y juntando las manos pronunció breves palabras alusivas, que agradecían ante todo a las circunstancias el haber dado con aquel verdadero hogar y aquella dama de tan singulares dotes que desde ya presidiría todos sus pensamientos.

La señora Maruca enjugó una lágrima, una por cada ojo, con el pañuelo doblado (
deseo hablar contigo
), el que luego se pasó por la mano (
soy tuya
).

Perinola se echó a llorar como un desgraciado.

El Príncipe aludió luego a la naturaleza errante de aquel oficio tan distinto de casi todos los otros, generalmente de asiento, y con todo tan acordado con la sustancia del hombre, que es un viajero sobre la Tierra, en perpetuo tránsito, por cuanto
errare humanum est
y esta vida es un vallecito de lágrimas que se transcurre a los pedos.

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