Mascaró, el cazador americano (22 page)

Con el tiempo, a medida que progresaban en distancias y peculios (e imperceptiblemente envejecían, mudaban), aplicando al efecto el ingenio mecánico del Nuño, para el cual un circo se asemejaba a un barco en cuanto a paños y arboladura, la carpa fue cobrando bulto y el Príncipe, amigo de ostentaciones, la comenzó a llamar «pabellón a la americana». En concreto, seguía siendo el mismo biombo circular, pero en el centro del picadero se colocó un «árbol» (el Nuño lo llamaba «palo») con un crujiente aparejo de cuadernales y pastecas que elevaba un toldo en forma de embudo, el cual se tensaba mediante unas riendas de cáñamo. El Nuño, con la ayuda de Carpoforo, había unido los distintos trozos así como se cose una vela, con hilo encerado, una aguja colchonera y un «rempujador» ajustado a la mano, bordeando el conjunto con una «vainilla» guarnecida de ollaos. Un trabajo para travesías, el mismo que hizo tantas veces con el Andrés a bordo del
Mañana
. El ruido del aparejo al izar el paño, que es lo que ahora está oyendo la gente de Tapado, es el mismo alegre sonido de una vela cuando remonta al tope del palo. La compañía se sacudía el polvo y el cansancio al escuchar aquel traque-traque tan rebonito. El toldo lucía muy lindo en el momento que se hinchaba como un globo y todo alrededor se removía y se alivianaba. Tapado sencillamente pareció otro pueblo cuando estuvo armado.

En la entrada, una verdadera y elegante entrada de un «circo de primera parte», se adosó un palio con las varas doradas y la tela a bastones y en lugar de la cortina se colocó un bastidor con signos igualmente herméticos, es decir, que no significaban un verdadero carajo, pues era de suma conveniencia predisponer de entrada el ánimo de los espectadores para encajar en la esencia de todos aquellos etéreos rebusques. En otras palabras, que había que poner un poco de imaginación para encerrarse en aquella mugrienta carpa y ver las cosas de encanto que terminaban por ver aun los patanes más cerriles.

La entrada y salida de los artistas, al fondo, era un pasillo de lona, breve, y el resto del pasaje hasta el picadero, un cerco de tablas parecido a un brete. El momento más jubiloso, por lo menos para el Nuño, es salir de la ruindad exterior, cubrir un tramo de oscuridades y desembocar en el círculo de luz que ilumina el picadero, entre murmullos y aplausos que provienen de las sombras. Ahí le crece otra persona.

Para las luces se habían tramado varios ingenios, por cuanto resultaba lo más delicado y lo que contribuía en gran medida a fingir ese mundo de vagas sustancias. De un aro que rodeaba el palo y que se subía o bajaba a voluntad pendían cuatro lámparas Aladino que proveían muy buena luz al picadero y contribuían a la iluminación general. Estas lámparas tienen la ventaja de que no son a presión y la llama se regula mediante una cremallera de gran recorrido. Tal
motu proprio
conviene para ciertos efectos tramados por el Príncipe. A derecha de la entrada hay un armazón de caños fácilmente armable y liviano con una plataforma encima. Allí se ubica una linterna mágica con un lente regulable, un espejo parabólico y una chimenea, artificio de gran prestigio científico que el Príncipe adquirió a un viajante en Navajas. Sirve para iluminar el picadero con un preciso arco de luz cuando se requiere concentrar ésta sobre ciertos objetos o personajes, ya de modo repentino, ya mediante un disco con orificios cubiertos de papeles de colores que se gira delante del lente, tiñendo el aire de un tono u otro, recurso de fenomenal vaguedad.

Frente al palio, Carpoforo clava dos estacas que sostienen en arco uno de los letreros del carromato con dos faroles de viento a los costados y una guirnalda de linternas venecianas por debajo, que cuando bailotean removidas por el viento semejan grandes mariposas.

A un lado del arco se ubica una mesa con una caja en la cual Oreste, que comienza de portero, sigue de linterna y termina de transformista y a veces hasta de Príncipe, sin contar laterales de
impromptu
, deposita la pecunia que recibe a cambio de un billetito con un número, una predicción y, al dorso, un consejo sobre la Santa Salud. A ratos sopla la cometa, convocante, y apalea el bombo. El enano Perinola salta y se revolea, atractivo, mientras el león Budinetto se exhibe a distancia entre vagas luces que se agitan y simulan movimientos, sacudones, pues el desgraciado dormita. Perinola lo punza cada tanto y se raja un bramido de gran consonancia.

El pabellón se armó al rayo del sol con la asistencia del pueblo de Tapado, que observaba, murmuraba, jodía, ayudaba. Algunos encendieron fuegos y comieron a la vista del circo para no perder detalle. Por la mañana, el Príncipe visitó al maestro Cernuda, con el que sostuvo un largo palique sobre el avance destructor de la materia y el virtual destierro del espíritu, recordando épocas de esplendores y elevaciones. El maestro citó repetidamente frases y pensamientos de
El contrato social
, vinieran o no a cuento, y otros escogidas de
El Nuevo Orden
, revista mensual de ciencias, política, literatura, economía, bellas artes, industria y agricultura, de la cual conservaba toda la colección, pues había desaparecido por falta de las debidas licencias y exceso de las indebidas. El Príncipe retrucó con oportunas citas del libro
Naturismo y cultura física
, del profesor Nitro Basciano,
La mansedumbre de las flores
, del mismo autor, y el
Diccionario de sabiduría
y el de refranes, respectivamente, este último con más de cinco mil proverbios latinos y aforismos jurídicos.

Entretanto, Sonia la vidente atendía en una tienda de campaña algo alejada, recubierta de signos tales como la espada flamígera, una cruz ansada, el sello de Salomón, la jodida víbora del maligno ojito, una luna y un sol con ojos y boca, a un lado y otro de la entrada, abundantes 3 y 7, que son números de guardar, y una verga imponente que había sido frotada con aguarrás pero persistía, aunque desteñida, rodeada de una nube. Adentro había una mesita redonda sobre la cual reposaba la lechucita de las vizcacheras embalsamada que el Príncipe embarcó en el
Mañana
, una palangana, una aceitera y una lámpara de óleo. Sonia la vidente estaba sentada detrás de la mesita, según se entra, con el cabello suelto sujeto por una cinta con una estrella de cartón recubierta de polvo plateado, un batón rosado algo transparente, también con estrellas, bordadas al realce, delicadamente entreabierto para permitir que sus pechos apuntaran al cliente. Atrás, recortado en una terciada y pendiente de un hilo invisible, el Triángulo y el Ojo de Dios, que aunque era uno solo, miraba con tal bronca que no permitía concentrarse en las tetas de la señora. Por lo que se producía un calculado desvarío, tanto más que la señora, después de echar unas gotas de aceite en el agua de la palangana, solía tomar la mano del sujeto examinado y atraerlo hacia sí. A la derecha, sobre un trípode, una imagen de bulto de San Antonio con la pintura saltada por los castigos a que era sometido para arrancarle sus favores. A la izquierda, en el suelo, un braserito que ahumaba y perfumaba el ambiente con cierto polvo que de tanto en tanto arrojaba al fuego el enano Perinola, el cual enano penetraba en la tienda con un turbante, ejecutaba una reverencia y lanzaba un puñado del referido polvo pronunciando entre dientes algunas palabras incomprensibles. Sonia operaba por infusión directa, de natura a creatura. Todas aquellas ceremonias, como sahumar, atraer y sobar las manos, farfullar ciertas palabras al revés, poner los ojos en blanco, echar unas gotas de aceite en el agua, escupir a la derecha varias veces con rapidez, golpear a San Antonio con un latiguito de badana eran «empujes» o excitaciones para ejercer la penetración del futuro. Sonia tenía una mirada propensa, según el Príncipe, sobre todo en el ojo derecho, y con sólo proponérselo y concentrarse en un punto podía ver realmente el futuro a mayor o menor distancia, según se despojara de la materia, que le pesaba mucho, por desgracia, de manera que a veces tardaba demasiado en remontar y anunciaba futuros muy lejanos. Todo esto era natural en ella y surgió sin esfuerzo y se afirmaba cada vez más. Muy de tarde en tarde volvía a ser la señora Maruca. Menos y menos.

A la tardecita dejó de soplar el viento y la arena de picar, pues se incrustaba en la piel y tal vez por eso con el fuerte sol uno brillaba entero. Las casas de Tapado se emparejaron, ya no se vio su mugre, ni su vejez, tan sólo sus contornos pálidos y esponjosos con una lucecita en la cavidad. La torre de la iglesia se ennegreció, pues el sol entraba de esa parte, pero después aflojó, flotó en el crepúsculo como una enorme boya.

El Príncipe, que a esa hora revivía y se llenaba de humores, mandó encender las luces y el pueblo de Tapado se detuvo un momento, dejó de envejecer, porque la carpa se iluminó por dentro y todos vieron que era algo hermoso sobre la Tierra, aunque no pasara nada más que eso y estuviese allí encendida toda la noche mera figura, a ratos sacudida por una brisa, como si consistiera viva y fuese a remontar vuelo igual que un globo, y todos, tan livianos, despegaran también de aquella tierra dormida bajo la arena y pudiesen ver desde arriba, medio pajarito, ese agujero en el desierto donde había transcurrido su vida.

Oreste, ya revestido con la capa, pues, al igual que los otros, se quitaba nada más que los accesorios, y así cada uno vivía el día entero la representación o figura que había elegido, resonó fuertemente la trompeta y el capitán von Beck batió el parche.

El maestro Cernuda fue el primero en acometer con el señor Centurión del brazo. El pueblo entero siguió detrás, algunos con una silla o una banqueta, pues el circo no contaba nada más que con los seis bancos de la escuela dispuestos alrededor del picadero.

Una figura blanca, esfumada, que revoloteaba en un recuadro de luz amarillenta no vino. Oreste sopló la corneta hacia allí, y cuando todos entraron en el «pabellón a la americana» fue hasta el medio de la calle y volvió a soplar y saludó con una inclinación e hizo como que volaba igual que el cisne del señor Tesero. La figura no se movió.

Las lámparas descienden de lo alto y el Nuño reduce las llamas. Un murmullo recorre la platea. La carpa queda casi a oscuras. Tres golpes de bombo, un silencio y otros tres. Luego suena la corneta. Y en esto surge una llamarada de azufre a la entrada del picadero, y otra y otra. Tres en total (producidas por una pipa de latón de gran tamaño cargada con flor de azufre que al soplarse se inflama por contacto con la llama de una vela, tarea a cargo de Oreste, que se arrastra al efecto por el suelo). Al azulado resplandor del azufre emerge y se sumerge más o menos aterrante la figura del Príncipe Patagón. La gente grita y algunos arremeten hacia la entrada, pero calculadamente se enciende de golpe la linterna y el Príncipe se configura de permanencia en un círculo de luz anaranjada, que, calmados los ánimos, se vira en festiva procedencia al verde, al rojo, al azul, al amarillo, al violeta, creando una flotante sensación de irrealidad. El Príncipe, con los brazos en alto, parece una figura descarnada, inconsistente.

Pronuncia, de amarillo:

—¡Damas y caballeros!

Corneta.

—¡Distinguido público!

Corneta.

—(Verde) ¡En nombre del Circo del Arca quiero dedicar esta grandiosa fiesta al tan ilustre y sensitivo pueblo de Tapado!

Carpoforo, detrás de la lona, arranca con los aplausos.

—(Rojo) Esta noche nos transportaremos en nuestra leve barquilla de caprichosos encantamientos e ingeniosos artificios por los etéreos espacios de la belleza, la gracia y la poesía. ¡Abrid, pues, vuestros corazones a los efluvios y emanaciones del espíritu para que en recíproco y combinado frangollo nos rajemos por los fecundos prados de este breve y dulce consistir, conjugados y conjugantes en el intenso trastorno del arte que trueca, muda y subvierte la áspera realidad, fraguando una nueva, vehemente y mágica dimensión!

Esta vez el maestro Cernuda se adelantó a Carpoforo, porque de un salto se puso de pie y golpeó las manos como si le hubiese dado un ataque.

Tres golpes de bombo y, después de inclinarse varias veces, el Príncipe levanta los brazos y vocea:

—¡Comienza la función!…

Corneta prolongada y bombo.

Mientras concurren estos ruidos, el Príncipe se retrae hacia la salida sobre una pequeña plataforma con rueditas, artificio de gran efecto, pues parece que se trasladara en el aire en forma de aparición, sin menudeo de las piernas.

Suena otro trompetazo, las luces de la linterna comienzan a girar alocadamente y a los compases de la
Marcha del cazador voluntario
, de Hohmann, por la Banda Grosser Kurfüst, penetra a la carrera en el picadero el caballo Asir montado por el célebre ecuestre Boc Tor. En realidad no viene montado, por lo menos en el sentido más común, sino de pie, con cigarro en la boca, pues se trata de un ecuestre excéntrico, vestido para el evento con una especie de calzoncillo largo, que es justamente un calzoncillo largo, con unas puntillas plateadas alrededor del cuello y los puños, alamares en el pecho, un escudo bordado sobre un redondel de paño lenci, una faja roja, abundante, cuyas puntas cuelgan sobre la cadera. Boc Tor escucha impasible los aplausos. Asir cabecea cojonudo. Sin cambiar de expresión, Boc Tor levanta una pierna, salta en redondo sobre la punta de un pie, cabalga pedestre al revés, monta y desmonta a la carrera, se recuesta sobre el lomo, pega tres volteretas, siempre fumando, y en el frenesí de los aplausos desaparece como entró, sumido en su colosal indiferencia.

A todo esto, las lámparas se han encendido a tope y, luego de las iniciales extravagancias multicolores, el haz de la linterna, que demarca el picadero, es de un blanco intenso.

Las luces vuelven a menguar, quedando la carpa nuevamente a oscuras. El público comienza a revolverse, menos el loco Garbarino, que sonríe y se frota las manos aun en la oscuridad, pues no hay uno que no haya tropezado con un Sampasuka o un Solapa e incluso con algún Lobizón.

Pero se enciende un neblinoso color rosado, suenan las
Czardas
, de Monti, por Janos Makarenko con su Orquesta Gitana, y cual una aparición, de las carnales, surge con alado rumor Sonia la Bailarina oriental, agitándose y contoneándose de tan sabia, metódica y umbilical manera que se promueve una erección general. Ahora el bombachón es transparente, dejando entrever por debajo un culote negro estrechamente encajado en sus carnes y por arriba unos sostenes en forma de media luna que acarrean sus turbulentos pechos como dos bandejas. Bailotea descalza, toda pimpinante, pues lleva un brazalete de campanillas en muñecas y tobillos. El baile le brota de adentro del cuerpo, sacude y comprime cada uno de sus tejidos, sin agitarlo, apenas semoviente. En tal consiste la maravilla, lo oblicuo, esbozado, muy del diablo. Comanda unos velos que la circulan, acomodan y completan la figura del baile.

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