Mass effect. Ascensión (19 page)

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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #Ciencia Ficción

Grayson se volvió hacia Gillian, se agachó un poco para ponerse al nivel de su mirada. La niña aún parecía aterrorizada.

—No pasa nada, Gigi —dijo dulcemente—. Nadie está enfadado. Ahora vamos a ir de excursión todos juntos, ¿vale?

Le llevó unos segundos procesar la información y luego el miedo desapareció para dar paso a su habitual expresión neutra. La niña asintió.

Los cuatro avanzaron por el corredor hacia las plataformas de acoplamiento. Cinco minutos después estaban pasando por el control de seguridad. Pese a varias miradas curiosas de los guardias de servicio, cruzaron el control rápidamente con una palabra de Hendel. Diez minutos más tarde estaban en la nave, saliendo de la estación. Grayson pilotaba y Hendel, Kahlee y Gillian estaban sentados en los asientos para pasajeros de la parte de atrás.

Tenía a Gillian y había salido de la Academia. Tan pronto como aceleraran hasta una velocidad superior a la de la luz, sería imposible que nadie les siguiera la pista. Claro que todavía tenía que encontrar una manera de encargarse de aquellos dos invitados inesperados, pero ya estaba pensando un plan para ello.

El enfrentamiento físico no era una opción. No sólo el jefe de seguridad era más grande que él, sino que también era un biótico y llevaba una pistola. Además, sabía por los expedientes personales que había estudiado que tanto Mitra como Sanders tenían entrenamiento avanzado en combate cuerpo a cuerpo.

«Si no hubieras estado medio drogado al salir, habrías sido lo suficientemente listo para esconder un arma en la cabina».

No tenía nada con lo que drogarlos y, aunque lo tuviera, no estaba seguro que Hendel fuera a bajar la guardia y aceptara comida o bebida que hubieran pasado por sus manos sin comprobar que no tuvieran nada extra. Por suerte, Grayson no estaba solo. Tecleó rápidamente un mensaje en clave y lo envió antes de calcular la ruta hacia Omega.

«A ver qué hace Hendel cuando se encuentre con Pel y su equipo», pensó mientras sentía la presión de las fuerzas gravitacionales que lo empujaban contra el asiento, mientras la nave aceleraba hasta velocidad MRL.

Sólo entonces dejó escapar un largo y lento suspiro de alivio.

CATORCE

Hacía seis semanas estándares, igual que muchos otros quarianos jóvenes e inocentes lo habían hecho antes, que Lemm’Shal nar Tesleya había escogido visitar Omega durante su Peregrinación. Tenía una imagen estúpidamente romántica de lo que era la vida fuera de los rígidos confines de la Flota Migrante y le fascinaba la idea de millones de habitantes de todas las especies y culturas distintas viviendo tan cerca unos de otros, libres de ley y gobierno. Había esperado encontrar aventuras y emociones en cada esquina, además de la libertad de hacer lo que le placiera.

Había tardado mucho en descubrir la dura realidad: Omega era un vertedero de violencia y depravación. En cualquier esquina o callejón podía hallar una muerte inesperada y sin sentido. La estación era un refugio de traficantes de esclavos y vio de primera mano a hombres, mujeres y niños que lloraban mientras los compraban y vendían como ganado. En menos de una semana se había dado cuenta de que lo que llamaban «libertad», en Omega, no era sino una perversión del término. Sin leyes ni gobierno, la fuerza bruta era la única razón. Los fuertes triunfaban y los débiles sufrían horriblemente. Pero nadie puede ser fuerte para siempre, y sabía que incluso los que estaban ahora en la cúspide caerían algún día.

También había visto que los habitantes de Omega vivían con un miedo constante, se envolvían en abrigos de ira y odio para mantenerlo a raya. Impulsados por el egoísmo y la codicia, sus vidas eran brutales, cortas y miserables. Sentía lástima de su terrible realidad, y daba gracias a sus ancestros por el fuerte sentimiento de pertenencia a una comunidad que habían conservado en su pueblo. Por eso había dejado Omega atrás y había seguido su viaje por media docena de mundos de los sistemas Terminus.

Ahora se daba cuenta de que el valor que había redescubierto en la sociedad quariana, con el altruismo y el sacrificio por el bien mayor como pilares morales, era el objetivo central de la Peregrinación. Muchos dejaban la Flota Migrante siendo niños rebeldes y sin experiencia. Después de ver cómo vivían otras sociedades, la mayoría volvían convertidos en adultos: más sabios y dedicados a mantener los adorados ideales de la cultura quariana. Claro que había algunos que escogían no volver, abandonando el colectivismo de la flotilla por las pruebas y tribulaciones de una existencia solitaria.

Lemm no tenía intención alguna de convertirse en uno de ellos, pero no podía volver todavía a la Flota. Aunque había aprendido una lección muy importante, su Peregrinaje no estaba aún completo. Para volver tenía que encontrar algo de valor significativo para la sociedad quariana y presentárselo como regalo a uno de sus capitanes. Si aceptaban su regalo, perdería el apellido nar Tesleya y tomaría el del capitán de su nueva nave.

Por eso había vuelto a Omega, pese a lo mucho que odiaba aquel lugar. Por eso vagaba por las calles, buscando a un quariano llamado Golo.

Aquel nombre lo conocían todos los habitantes de la Flota Migrante. Al contrario que los que dejaban la flotilla por iniciativa propia o los que no volvían nunca del Peregrinaje, Golo había sido expulsado por el Almirantazgo. Considerado un traidor de su pueblo, Golo había ido a parar al lugar de la galaxia que más desprecio mostraba por todo lo que los quarianos creían. De alguna manera había logrado sobrevivir y aprovecharse de su exilio, aunque para Lemm aquello no hacía más que confirmar que la decisión de expulsarlo había sido acertada. Cualquiera que pudiera crearse un lugar en la red social de Omega tenía que ser cruel, despiadado y de muy poca confianza.

Lemm viajaba con poco equipaje. Vestía un simple traje ambiente acorazado con las barreras cinéticas estándar y una mochila con provisiones sobre el hombro. Su posesión más preciada —un regalo que le había hecho el capitán de la nave
Tesleya
antes de que empezara su Peregrinaje— era su escopeta: una Armax Arsenal de alto calibre de manufactura turiana, modificada con puntería avanzada y reducción de retroceso.

La escopeta no era su única arma. Antes de dejar la flotilla, todos los quarianos pasaban por un riguroso programa que los preparaba para las semanas, meses o años que necesitarían sobrevivir solos antes de superar su rito de paso. El currículum incluía entrenamiento de combate con y sin armas; cursos acerca de la historia, biología y cultura de las especies conocidas más importantes; primeros auxilios básicos; instrucciones rudimentarias acerca de cómo pilotar y navegar una amplia variedad de naves comunes; y habilidades tecnológicas específicas como desciframiento de códigos, electrónica o
hackeo
de computadoras.

Todos los quarianos que abandonaban la seguridad de la flotilla estaban perfectamente preparados para enfrentarse a las peligrosas situaciones que les esperaban. Lo más importante que les enseñaban era que la mejor manera de sobrevivir a los problemas era evitarlos en la medida de lo posible. Por eso, cuando Lemm oyó el sonido de un tiroteo a unas pocas manzanas, su primer instinto fue sacar la escopeta y ponerse a cubierto.

Agachado en el portal oscuro de un edificio, que esperaba que estuviera desierto, recordó la última vez que había visitado aquel mundo. Las calles de Omega estaban llenas a rebosar de gente, pese al riesgo de robos, palizas o incluso asesinatos. Allí, sin embargo, en un distrito que se había convertido en el campo de batalla de dos facciones rivales, las calles estaban prácticamente vacías. No había visto más que un puñado de personas, que correteaban agachadas de un edificio a otro para llamar menos la atención.

Su aprensión era comprensible. A Lemm ya le habían disparado un par de veces los francotiradores que se escondían en los áticos de los edificios de la calle. El primero había fallado y su disparo se había incrustado en el suelo. El disparo del segundo le habría hecho estallar el cráneo si no lo hubieran desviado sus escudos cinéticos. En ambos casos Lemm había respondido con el único plan de acción razonable: ponerse a cubierto en la esquina más cercana y salir corriendo en busca de una ruta alternativa para llegar a su destino.

Intentar volver sobre los propios pasos en las serpenteantes y confusas calles de Omega era el mejor método para perderse; era demasiado fácil meterse en el callejón equivocado y no salir nunca más de él. Por suerte, Lemm, como la mayoría de los quarianos, tenía un sentido de la orientación excelente. La manera como se había desarrollado la estructura de la ciudad, caprichosa y caótica, era parecida a la de su hogar. Muchas de las naves de la Flota Migrante se habían convertido en intrincados laberintos, en los que se valoraba y aprovechaba hasta el último milímetro de espacio libre. Paredes temporales servían a menudo para transformar pasillos en habitaciones y todo se mantenía a base de reparaciones improvisadas y materiales que obtenían de donde podían.

El sonido de las balas no se detuvo, pero para su alivio se hizo más débil, a medida que los movimientos de la batalla llevaban el conflicto a calles y edificios en la dirección opuesta a la que él se dirigía. Lemm salió con cuidado a la calle y siguió caminando, sin guardar el arma. Unos minutos más tarde, llegó a su destino.

La entrada a la sala de juegos «El Cubil de la Fortuna» mostraba que se habían producido combates recientes. El cartel que había sobre la puerta estaba lleno de marcas de quemaduras y colgaba en un ángulo extraño, como si alguien lo hubiera reinstalado rápidamente después de que lo hubieran acribillado a balazos o una explosión lo hubiera lanzado por los aires. La puerta, hecha de metal reforzado, estaba atascada y medio abierta. Llena de abolladuras producidas por balas perdidas, había quedado retorcida y abombada, probablemente por culpa de la misma explosión que había hecho caer el cartel. El resultado era que se había quedado atascada a medio camino entre abierta y cerrada, sin poder moverse ya con libertad por las guías.

Dejó caer la mochila frente a la entrada y, después de respirar profundamente, se escurrió por la abertura con el arma a punto. Dentro había cinco batarianos: uno detrás de la barra y los otros sentados en una mesa jugando a las cartas. Se dio cuenta de que todos tenían armas colgando de la cintura o a su alcance, sobre la mesa. En la pared del fondo alguien había clavado una cabeza de krogan y una de volus. Parecían frescas.

Todos los batarianos se giraron para mirarle, aunque ninguno hizo un gesto de tomar su arma. Con la escopeta en una mano, Lemm cruzó la habitación hacia la barra, intentando ignorar los veinte ojos que observaban detenidamente todos y cada uno de sus movimientos.

—Busco al dueño: Olthar.

El camarero esbozó una sonrisa cruel y le hizo una señal hacia las cabezas de la pared.

—El establecimiento ha cambiado de dueño.

Detrás de Lemm, los otros batarianos rieron ruidosamente.

—Necesito hablar con un quariano que se llama Golo —dijo Lemm, impasible, sin reaccionar ante el chiste macabro.

Mientras hablaba, posó la escopeta sobre la barra con el dedo a escasos centímetros del gatillo.

La última vez que había estado en Omega, se había dado cuenta de que un aire de certidumbre fría y de inquebrantable confianza en uno mismo podía hacer que sus conciudadanos se lo pensaran dos veces antes de dejar que la situación se violentase. No siempre funcionaba, claro, pero ésa era la razón por la cual había llevado la escopeta.

—Golo ya no se pasa por aquí.

—Te daré doscientos créditos si me dices dónde encontrarlo —le ofreció.

El batariano torció la cabeza hacia la derecha: un gesto de desprecio particular de su especie. Su par de ojos superiores parpadeó lentamente, mientras el par inferior seguía fijo en el intruso.

—Pareces muy joven —apuntó el camarero—. ¿Quieres que Golo te ayude en tu Peregrinaje?

Lemm no respondió a la pregunta. Pese a todo su entrenamiento y preparación, los quarianos de Peregrinaje eran considerados por otras especies, individuos sin experiencia y vulnerables. No podía permitirse mostrar ninguna debilidad.

—¿Quieres los créditos o no?

—¿Y si en vez de decirte dónde está Golo, te quitamos los créditos y esa escopeta tan chula y clavamos tu cabeza en la pared con Olthar y su mascota?

Oyó más risas a su espalda y el sonido de las sillas moviéndose cuando los batarianos se levantaron, anticipando acción. Lemm ni siquiera se movió; sería imposible para él sobrevivir a una pelea en el bar. Ninguno de los batarianos llevaba armadura, pero seguían siendo cinco contra uno. Sus escudos cinéticos le mantendrían vivo unos segundos, pero la tormenta de disparos los destruiría antes de que pudiera salir por la puerta. Tenía que ser listo si quería salir vivo de allí.

Por suerte, con los batarianos se podía razonar. Eran mercaderes por naturaleza, no guerreros. Si hubiera sido una sala llena de krogan, habría estado muerto por el simple hecho de entrar.

—Me podéis matar —admitió, mirando fijamente al camarero mientras jugueteaba con los dedos sobre la culata de la escopeta—. Pero al menos me llevaré a uno de vosotros por delante. Tú decides. Dime dónde está Golo y me iré sin causaros más molestias. O nos liamos a tiros y vemos si puedes sobrevivir una descarga a quemarropa de esta escopeta en la cara. En cualquiera de los casos ganas doscientos créditos.

Los dos pares de ojos del batariano se movieron lentamente hacia la escopeta y luego volvieron a mirar a Lemm.

—Pásate por los mercados en el distrito de Carrd —dijo.

Lemm se metió la mano en uno de los bolsillos del traje, se movía lentamente para que nadie pensara que iba a sacar un arma escondida, y sacó dos fichas de cien créditos. Las tiró sobre la barra, tomó su escopeta y caminó lentamente de espaldas hasta la puerta, sin dejar de mirar a los batarianos en ningún momento. Una vez fuera, recogió su mochila y enfiló el camino de vuelta hacia el monorraíl que, si aún funcionaba, le llevaría a donde tenía que ir.

A Golo no le sorprendió que los mercados del distrito de Carrd estuvieran más llenos que de costumbre. Con la guerra entre los volus y los batarianos arrasando el distrito vecino, mercaderes y clientes se habían trasladado a la sección de la estación controlada por los elcor.

Las aglomeraciones eran un inconveniente, pero no tenía muchos sitios más a los que ir. La comida quariana era una rareza en Omega. Podía consumir una gran variedad de productos turianos sin miedo —las dos especies compartían la misma biología basada en aminoácido dextrógiro—, pero tenía que ir con cuidado con la contaminación. Bacterias y gérmenes que eran completamente inofensivos para los turianos, podían resultar fatales para su casi inexistente sistema inmunológico.

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