Medianoche (5 page)

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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

El cabello del hombre era más oscuro que el de Lucas, pero de todos modos estaba intentando imaginarlo en el cuadro. Sentí las mejillas encendidas, había vuelto a ruborizarme, aunque con un rubor distinto.

Regresé a la realidad de golpe: era como si me hubiera quedado dormida y hubiera empezado a soñar. Me arreglé el pelo rápidamente y respiré hondo un par de veces. En ese momento oí el
String of Pearls
de Glenn Miller en el equipo de música. Cuando sonaba jazz era señal de que mi padre estaba de buen humor.

Sonreí a mi pesar. Al menos a uno de nosotros le gustaba la Academia Medianoche.

Ya casi era hora de comer cuando por fin acabé de hacer la maleta y salí al comedor, donde todavía sonaba la música. Me encontré a mis padres bailando abrazados, haciendo el tonto: mi padre fruncía los labios en una mueca que supuestamente debía hacerle parecer seductor y mi madre se sujetaba el borde de la falda negra con una mano.

Mi padre la hizo girar entre sus brazos y luego la inclinó hacia atrás. Mi madre ladeó la cabeza casi hasta el suelo, sonriendo y me vio.

—Ya estás aquí, corazón —dijo, todavía boca abajo. Mi padre la enderezó—. ¿Ya has acabado de hacer la maleta?

—Sí. Gracias por echarme una mano. Y por la lámina, es preciosa.

Se sonrieron, aliviados de haberme hecho al menos un poquitito feliz.

—Menudo festín que te ha preparado tu madre. —Mi padre hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mesa—. Esta vez se ha superado.

Mi madre no solía cocinar grandes platos, por lo que era evidente que se trataba de una ocasión especial. Había preparado mis favoritos, más de lo que podría comer nunca de una sentada. Me había saltado la comida, así que descubrí que estaba muriéndome de hambre, razón por la que mis padres tuvieron que entretenerse el uno al otro durante la primera parte de la cena. El apetito voraz me impidió colar ni una sola palabra con la boca tan llena.

—La señora Bethany dijo que por fin habían acabado de reacondicionarlos laboratorios —dijo mi padre entre sorbo y sorbo—. Espero encontrar el momento de echarles un vistazo antes que los alumnos, no fuera a ser que el equipo sea tan moderno que no sepa utilizarlo.

—Por eso enseño historia —contestó mi madre—. El pasado no cambia, solo se alarga.

—¿Os tendré de profesores? —pregunté, con la boca llena.

—Con la boca llena no se habla —me reprendió mi padre de manera automática—. Tendrás que esperar a mañana, como los demás.

—Ah, vale.

No era propio de él cortarme de esa manera y me quedé un poco desconcertada.

—Tenemos que acostumbrarnos a no darte demasiada información extra —se explicó mi madre con delicadeza—. Cuantas más cosas tengas en común con el resto de los alumnos, tanto mejor.

No lo dijo con mala fe, pero me sentí herida.

—¿Y con quién se supone que he de tener cosas en común de todos los que estudian aquí? ¿Con los chicos de Medianoche cuyas familias estudian en esta escuela desde hace siglos? ¿Con los marginados que encajan aquí aún menos que yo? ¿A qué grupo se supone que debo parecerme?

—Bianca, sé razonable —dijo mi padre, con un suspiro—. No vale la pena volver a discutirlo.

Ya era demasiado tarde para soltarlo, pero no pude remediarlo.

—Sí, ya lo sé, hemos venido aquí «por mi propio bien». ¿Se puede saber qué bien va a hacerme abandonar mi hogar y a mis amigos? Vuelve a explicármelo porque no acabo de entenderlo.

Mi madre cubrió mi mano con la suya.

—Es bueno para ti porque puede decirse que nunca has salido de Arrowwood, porque apenas te alejabas del barrio si no te obligábamos nosotros y porque los cuatro amigos que tenías no iban a durarte toda la vida.

Tenía razón y yo lo sabía.

Mi padre se quitó las gafas.

—Debes aprender a adaptarte a los cambios y hacerte más independiente. Tal vez sea lo más importante que tu madre y yo podamos enseñarte. No puedes seguir siendo nuestra niñita para siempre, Bianca, por mucho que nos pese. Creemos que esta es la mejor manera que hay de prepararte para la persona en que vas a convertirte.

—¿Queréis dejar de fingir que todo esto tiene que ver con madurar? —protesté—. No es por eso y lo sabéis. Se trata de lo que vosotros queréis para mí y estáis decididos a saliros con la vuestra tanto si me gusta como si no.

Me levanté y me aparté de la mesa. En vez de meterme en mi habitación en busca de mi sudadera, cogí la chaqueta de punto de mi madre que había colgada en el perchero y me la puse. A pesar de que apenas estábamos en otoño, en los terrenos de la escuela hacía frío cuando se ponía el sol.

Mis padres no me preguntaron a dónde iba. Era una vieja norma: aquel que estuviera a punto de enfadarse tenía que hacer una pausa en medio de la discusión, salir a dar una vuelta y luego volver y decir lo que tuviera que decir. Por muy disgustados que estuviéramos, el paseo siempre funcionaba.

De hecho, fui yo quien creó la regla. Se me ocurrió con nueve años, por eso sabía que el tema de la madurez no era el verdadero problema.

El desasosiego que me producía el mundo que me envolvía, el profundo convencimiento de que no existía un lugar para mí, no tenía nada que ver con ser adolescente. Formaba parte de mí y así había sido siempre. Tal vez siempre sería así.

Mientras paseaba por los alrededores, eché un vistazo en torno a mí, preguntándome si volvería a ver a Lucas en el bosque. Era una idea tonta, ¿por qué iba a pasarse todo el tiempo fuera?, pero me sentía sola y fui a comprobarlo. No estaba. A mis espaldas, la intimidante Academia Medianoche parecía antes un castillo que un internado. Era fácil imaginar princesas encerradas en sus celdas, príncipes luchando con dragones en las sombras y brujas malvadas sellando las puertas con conjuros. Nunca antes le había encontrado menos sentido a los cuentos de hadas.

El viento cambio de dirección y trajo consigo una ráfaga entramada de voces. Las risas procedían del oeste, cerca del cenador del prado occidental. Estaba claro que se trataba de los que estaban celebrando la comida campestre. Me arrebujé aun más en la chaqueta de punto y me adentré en el bosque, aunque no tomé el camino que se dirigía hacia el este, hacia la carretera, el mismo camino que había hecho esa mañana, sino el del pequeño lago que quedaba al norte.

Era muy tarde y todo estaba demasiado oscuro para ver algo, pero disfrutaba con el susurro del viento entre los árboles, el aroma vigorizante de los pinos y el ulular de los búhos, cerca de allí. Llené los pulmones de aire y dejé de pensar en los que estaban de picnic, en Medianoche y en todo lo demás. Me abandoné al momento.

Segundos después, oí unos pasos cerca de mí que me sobresaltaron. Pensé que sería Lucas, pero se trataba de mi padre, que se acercaba tranquilamente con las manos en los bolsillos por el mismo camino que yo había tomado. Sabía dónde encontrarme.

—Esa lechuza está cerca. Qué raro, tendríamos que haberla asustado.

—Seguramente huele una presa. No se irá si cree que puede caerle algo.

Como si quisiera darme la razón, un aleteo veloz estremeció las ramas por encima de nuestras cabezas y la silueta oscura de una lechuza se lanzó en picado hacia el suelo. Unos chillidos espantosos nos convencieron de que un ratoncito o una pequeña ardilla acababa de convertirse en su cena. La lechuza remontó el vuelo demasiado rápido para poder verla. Mi padre y yo nos quedamos mirando. Sabía que debía admirar las dotes de cazadora de la lechuza, pero no pude evitar sentir lástima por el ratón.

—Siento si te he parecido demasiado brusco —se disculpó mi padre—. Eres una joven muy madura y no debería haber sugerido lo contrario.

—No pasa nada. Además, yo también he perdido los estribos. Ya sé que no vale la pena discutir lo de venirnos aquí. Al menos a estas alturas.

Mi padre me sonrió cariñosamente.

—Bianca, ya sabes que tu madre y yo jamás creímos posible que pudiéramos tenerte.

—Ya lo sé.

Por favor, otra vez la charla sobre la «niña milagro» no.

—En cuanto apareciste en nuestras vidas, empezamos a dedicarnos a ti en cuerpo y alma. Tal vez demasiado. Y eso es culpa nuestra, no tuya.

—Papá, por favor. —Adoraba a mi familia, solo nosotros tres ante el mundo—. Te ruego que no hables de ello como si fuera algo malo.

—No, no es eso. —Parecía triste, y por primera vez me pregunté si en realidad a él le gustaba este lugar—. Pero todo cambia, corazón, y cuanto antes lo aceptes, mejor que mejor.

—Lo sé… y lo siento, es que todavía estoy haciéndome a la idea. —Me rugieron las tripas y arrugué la nariz—. ¿Puedo volver a calentarme la cena? —pregunté, esperanzada.

—Tengo la ligera sospecha de que tu madre puede haberse encargado ya de eso.

Efectivamente. Pasamos una velada agradable. Decidí que más me valía pasármelo bien mientras pudiera. Tommy Dorsey sustituyó a Glenn Miller y luego le llegó el turno a Ella Fitzgerald. Charlamos y bromeamos sobre cosas sin importancia: películas, programas de televisión y todo eso en lo que mis padres no perderían ni un minuto si no fuera por mí, aunque intentaron bromear sobre la escuela en un par de ocasiones.

—Vas a conocer a gente maravillosa —me prometió mi madre.

Sacudí la cabeza pensando en Courtney. Apenas habían pasado unas horas y ya era una de las personas menos maravillosas que había conocido en toda mi vida.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—¿Cómo? ¿Ahora ves el futuro? —me burlé.

—Cariño, no me lo habías dicho. ¿Y qué otras cosas predice la adivina? —preguntó mi padre, levantándose para cambiar el disco. El hombre seguía conservando su colección en vinilo—. Me gustaría oírlo.

Mi madre le siguió el juego y se llevó los dedos a las sienes como una gitana prediciendo el futuro.

—Creo que Bianca conocerá… chicos.

El rostro de Lucas apareció en mi mente y se me aceleró el pulso. Mis padres intercambiaron una mirada. ¿Es que mis latidos se oían desde la otra punta de la habitación? Tal vez era eso.

—Pues espero que sean guapos —bromeé.

—Pues yo espero que no demasiado —dijo mi padre, y todos nos echamos a reír: mis padres con ganas, yo tratando de ocultar las mariposillas que revoloteaban en mi estómago.

Me sentía extraña por no hablarles de Lucas. Siempre les contaba todo lo que sucedía en mi vida. Sin embargo, Lucas era diferente y hablar de él habría roto el hechizo. Quería que Lucas siguiera siendo un secreto por el momento, así podía guardármelo para mí sola.

Quería que Lucas me perteneciera solo a mí.

Capítulo tres

N
o te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice, alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día de clase.

¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales. Como el mío.

—No, no se me ocurrió.

—Pues nunca lo olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo aparte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.

Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Lucas y quería tener el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa de uniforme.

Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía que todo el mundo conocía el funcionamiento.

Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a gritar.

Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer… hasta que vi a Lucas. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.

Esbocé una sonrisa.

—Nos vemos luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella. Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con quienes pasear—. Lucas —lo llamé.

Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto no estaría en la clase de mi madre —, pero estaba dispuesta a correr el riesgo de llegar tarde.

—¡Lucas! —insistí, esta vez más alto.

Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor, como si le preocupara que alguien nos oyera.

—Eh, ¿qué tal?

¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso era el inicio de algo no significaba que lo fuera.

De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente nada. Lucas volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.

Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.

El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en uno de los compartimentos y me rehíce como pude en vez de echarme a llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro primer encuentro, Lucas y yo habíamos acabado manteniendo una conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me sentía mucho peor que antes.

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