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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (3 page)

Cuando atrapas el ritmo de África te das cuenta de que es el mismo que el de toda su música. Lo que aprendí de la caza en el país me fue útil con los nativos.

El amor a la mujer y a la feminidad es una característica masculina, y el amor al hombre y a la masculinidad es una característica femenina, y hay una sensibilidad especial hacia los países y razas del sur que es una cualidad nórdica. Los normandos debieron enamorarse de los países extranjeros, Francia primero, luego Inglaterra. Aquellos viejos
milords
de la historia y literatura del siglo XVIII que están siempre viajando por Italia, Grecia y España no tenían nada de meridional en sus naturalezas, sino que les atraía y les fascinaba algo que era completamente distinto a ellos. Los antiguos pintores, filósofos y poetas germánicos y escandinavos cuando llegaban por primera vez a Florencia y Roma, se arrodillaban, para adorar al sur.

Aquella gente tan impaciente tenía una curiosa e ilógica paciencia con respecto a aquel mundo ajeno. De la misma manera que es casi imposible que una mujer irrite a un hombre verdadero, y que ningún hombre desdeña por completo a las mujeres, ni las rechaza del todo, así la impulsiva y pelirroja gente del norte era capaz de soportar cualquier cosa de los países y razas tropicales. Había cosas que no hubieran soportado ni en sus países ni a sus allegados, pero aceptaban las sequías de las tierras altas africanas, las insolaciones, la ictericia hematúrica del ganado y la incompetencia de los sirvientes nativos, con humildad y resignación. Su misma sensación de individualidad se iba perdiendo por las infinitas posibilidades de relacionarse que existen entre personas que pueden llegar a formar una unidad, aunque sea a través de las muchas diferencias de carácter que las separan. La gente de Europa meridional y las personas de sangre mezclada no tienen esa cuali­dad; la condenan o la desprecian. Así, los hombres muy varoniles desprecian a los enamorados melancólicos y las mujeres muy racionales, que no tienen paciencia con sus hombres, se sienten indignadas ante Griselda.

En cuanto a mí, desde mis primeras semanas en África sentí un intenso afecto por los nativos. Era un sentimiento muy fuerte que comprendía a todas las edades y los dos sexos. El descubrimiento de las razas de piel oscura fue una magnífica ampliación de mi mundo. Como una persona con una simpatía innata hacia los animales que crece en un medio donde no los hay y entra en contacto con ellos en su madurez; o como una persona a la que le gustan instintivamente los bosques y las selvas y entra en uno de ellos por primera vez en su vida cuando tiene veinte años; o como alguien con oído para la música que la oye por primera vez ya mayor, casos así pueden ser similares al mío. Una vez que hube conocido a los nativos acordé la rutina de mi vida cotidiana con la orquesta.

Mi padre fue oficial de los Ejércitos danés y francés y cuando era un jovencísimo teniente en Düppel, escribió a casa: «Allí en Düppel fui oficial de una columna grande. Era un trabajo duro, pero espléndido. El amor a la guerra es una pasión como cualquier otra, amas a los soldados como amas a las mujeres jóvenes, hasta la locura; pero un amor no excluye al otro, como saben las chicas. El amor a las mujeres es para una cada vez, mientras que el amor a los soldados abarca al regimiento entero, que te gustaría que fuera lo mayor posible». A mí me pasaba lo mismo con los nativos.

No era fácil llegar a conocer a los nativos. Eran rápidos de oído y evanescentes; si los asustabas, en un segundo podían retirarse a su mundo, al igual que los animales salvajes desaparecen ante un brusco movimiento que tú hagas: simplemente ya no están ahí. Hasta que no conoces bien a un nativo es imposible conseguir una respuesta suya a derechas. Ante una pregunta directa de cuántas vacas tiene, te responde evasivamente: «Tantas como le dije ayer». Va contra los sentimientos de los europeos ser respondidos de una manera semejante, como muy probablemente va contra los senti­mientos de los nativos ser interrogados de esa forma. Si les presionábamos o acosábamos para que nos explicaran su comportamiento, esquivaban la respuesta cuanto podían y luego empleaban una grotesca fantasía humorística para conducimos a una pista falsa. Hasta los niños pequeños, en una situación de ese tipo, adquirían las cualidades de un veterano jugador de póker, que no se preocupa si sobrevaloras o infravaloras su jugada con tal de que no conozcas sus cartas verdaderas. Cuando realmente lográbamos entrar en la existencia de los nativos actuaban como hormigas cuando metes un palo en un hormiguero; reparaban el daño con una incansable energía, rápida y silenciosamente, como si borraran una acción vergonzosa.

No podíamos saber ni imaginar qué clases de peligros temían que les podían deparar nuestras manos. Yo creo que nos (temían de la misma manera que se teme un terrorífico ruido repentino, no como se teme a la muerte o al dolor. Pero era muy difícil de saber, porque los nativos poseen el gran arte del mimo. En las
shambas
, por la mañana, te encontrabas a veces faisanes con espolones que corrían ante tu caballo como si tuvieran el ala rota y temieran que le cogieran los perros. Pero su ala no estaba rota ni tenían miedo de los perros —podían alzar el vuelo ante ellos cuando quisiera—, lo que pasaba es que su nidada de polluelos estaba cerca y querían llamar nuestra atención para que no la descubriéramos. Al igual que el faisán, los negros simulaban que nos tenían miedo, porque había otra amenaza más profunda cuya naturaleza no podíamos adivinar. O quizá resultara que su comportamiento con nosotros entrañaba una extraña broma y que aquella gente tan tímida no nos temía en absoluto. Los nativos tienen mucho menos sentido de los riesgos de la vida que los hombres blancos. A veces en un safari o en la granja, en momentos de suma tensión, mi mirada se encontraba con la de mis compañeros nativos y sentía que estábamos muy lejos unos de otros y que ellos no comprendían mi temor ante el peligro. Pensé que tal vez fueran en su vida, dentro de su elemento, como nosotros no podremos ser nunca, como peces en aguas profundas que por mucho que se esforzaran no podrían entender nuestro temor a ahogamos. Esta seguridad, este arte de nadar, lo tenían, en mi opinión, porque habían conservado un conocimiento que para nosotros se ha perdido con nuestros primeros padres; entre todos los continentes es África quien nos lo puede enseñar: que Dios y el Diablo son una unidad, la majestad coeterna, no dos seres increados, sino uno sólo, y los nativos nunca confunden a las personas ni dividen la sustancia.

En nuestros safaris y en la granja mi conocimiento de los nativos llegó a convertirse en una relación estable y personal. Éramos buenos amigos. Acepté el hecho de que nunca llegaría a conocerles ni a entenderles del todo, mientras que ellos me conocían perfectamente y sabían qué decisión iba a tomar antes de que yo misma estuviera segura. Durante algún tiempo tuve una pequeña granja allá arriba, en Gil-Gil, donde vivía en una tienda de campaña y viajaba por ferrocarril entre Gil-Gil y Ngong. En Gil-Gil a lo mejor decidía de pronto volver a casa cuando comenzaba a llover, pero cuando llegaba a Kikuyu, que era nuestra estación en la línea de ferrocarril, y desde donde había diez millas hasta la granja, uno de los míos estaba allí, con una mula, para que hiciera el camino cabalgando. Cuando les preguntaba cómo sabían que iba a bajar, miraban para otro lado, parecían sentirse incómodos, asustados o aburridos, de la misma manera que nos sentiríamos nosotros si una persona sorda se empeñara en que le explicáramos una sinfonía. Cuando los nativos se sentían a salvo de nuestros ruidos repentinos y de nuestros bruscos movimientos, nos hablaban con mucha más franqueza de lo que lo hacen los europeos entre sí. Nunca eran de fiar, pero sí noblemente sinceros. Un buen nombre —lo que se llama de prestigio— significaba mucho en el mundo nativo. Parecía como si en un momento determinado hubieran hecho una valoración conjunta sobre ti, de la que nunca se echarían atrás.

A veces la vida en la granja era muy solitaria y en la quietud de los atardeceres, cuando los minutos goteaban del reloj, la vida parecía caer goteando de ti también sólo porque no tenías gente blanca con la que hablar. Pero durante todo el tiempo tuve conciencia de que la existencia silenciosa y apartada de los nativos corría paralela con la mía, en un plano diferente. Los ecos pasaban de la una a la otra.

Los nativos eran África en carne y hueso. El alto volcán extinguido de Longonot, que domina el valle de la Falla, las grandes mimosas que se alzan a lo largo de los ríos, los elefantes y las jirafas, no eran más africanos que los nativos —pequeñas figuras en un vasto escenario—. Todas eran expresiones diferentes de una idea, variaciones sobre el mismo tema. No era un revoltijo congénito de átomos heterogéneos, sino un revoltijo heterogéneo de átomos congénitos, como ocurre con la hoja de roble, la bellota y el objeto hecho de roble. Nosotros, mandando y siempre con prisas, chocábamos frecuentemente con el paisaje. Los nativos están en armonía con él y cuando esa gente de talla elevada, esbelta, oscura y de ojos negros viaja —siempre en fila india, así que hasta las grandes venas del tráfico nativo son estrechos senderos—, trabajan la tierra, cuidan del ganado, celebran sus grandes danzas o te cuentan un cuento, es África la que vaga, danza y te entretiene. En las tierras altas recordaba las palabras del poeta:

Siempre encontré

noble al Nativo

e insípido al emigrante.

La colonia cambia y ya ha cambiado mucho desde que viví allí. Cuando escribo con toda la precisión que me es posible mis experiencias con la granja, con el país y con algunos de los habitantes de las llanuras y de los bosques, puede que tenga algún tipo de interés histórico.

II
Un niño nativo

Kamante era un pequeño kikuyu, hijo de uno de mis aparceros. Solía conocer a los hijos de mis aparceros porque trabajaban para mí en la granja y porque solían rondar mi casa, dejando a sus cabras pastar en el prado, a la espera de que ocurriera algo de interés. Pero Kamante debía de llevar viviendo unos años en la granja antes de que yo le viera; supongo que había llevado una vida de reclusión, como un animal enfermo.

Me encontré con él la primera vez cuando yo iba cabalgando por la llanura de la granja y él estaba apacentando las cabras de su gente. Era el objeto más digno de piedad que podías imaginar. Tenía la cabeza grande y su cuerpo era terriblemente pequeño y delgado, sus codos y sus rodillas parecían como los nudos de una caña y sus piernas estaban cubiertas de llagas abiertas, desde los muslos hasta los talones. Allí, en la llanura, se le veía extraordinariamente pequeño, tanto, que te impresionaba que semejante cantidad de sufrimiento se concentrara en un solo punto. Cuando me detuve y le hablé no me contestó y pareció no verme. En su rostro inexpresivo, anguloso, acosado e infinitamente paciente sus ojos carecían de brillo; eran opacos como los ojos de un muerto. Parecía como si no fuera a vivir más de unas semanas y esperabas ver buitres, que nunca están lejos de la muerte en la pradera, allí arriba, en el pálido y ardiente aire sobre su cabeza. Le dije que viniera a casa a la mañana siguiente porque iba a intentar curarle.

Yo hacía de médico para la gente de la granja casi todas las mañanas, de nueve a diez, y, como todos los grandes curanderos, tenía un numeroso círculo de pacientes, y generalmente entre dos y doce enfermos me esperaban alrededor de la casa.

Los kikuyu están preparados para lo imprevisto y acostumbrados a lo inesperado. En esto son diferentes de los blancos, que en gran medida se esfuerzan en precaverse contra lo desconocido y de los asaltos del destino. Los negros están en buenas relaciones con el destino, porque toda su vida está en sus manos desde siempre; en cierto modo para ellos es su hogar, la penumbra familiar de la cabaña, el molde profundo de sus raíces. Se enfrentan con cualquier cambio en sus vidas con gran calma. Entre las cualidades que buscan en un amo, en un médico o en Dios, la imaginación, me parece, ocupa uno de los primeros lugares. Quizá esta inclinación sea la que haga que el califa Harun al Raschid conserve en los co­razones de África y de Arabia su posición de gobernante ideal; con él nadie sabía nunca lo que iba a hacer ni qué pensaba. Cuando los africanos hablan de la personalidad de Dios hablan como en las Mil y Una Noches o como los últimos capítulos del Libro de Job; lo que les impresiona es esa misma cualidad, el poder infinito de la imaginación.

Fue esa característica de mi gente la que me proporcionó tanta popularidad o fama como médico. Cuando vine por primera vez a África viajé en el mismo barco que un gran científico alemán, que hacía su vigésimo tercer viaje para estudiar la cura de la enfermedad del sueño, y que tenía más de cien ratas y conejillos de Indias consigo. Me contó que su principal dificultad con los pacientes nativos residía no en que carecieran de valor —frente al dolor o a una importante operación quirúrgica generalmente mostraban poco miedo—, sino en su profunda animosidad contra todo lo que significara regularidad, tratamiento continuado, siste­matización; yeso era algo que el gran médico alemán no podía comprender. Pero cuando yo llegué a conocer a los nativos esa cualidad suya fue la que más me gustó. Poseían un coraje auténtico: un gusto no adulterado del peligro —verdadera respuesta creativa a la manifestación de su suerte—, el eco de la tierra cuando ha hablado el cielo. A veces he pensado que en el fondo de sus corazones lo que temían de nosotros era la pedantería. En manos de un pedante se morían de pena.

Mis pacientes esperaban en una terraza pavimentada fuera de casa. Se sentaban en cuclillas los viejos esqueletos de hombres con toses desgarradoras y ojos llorosos, los jóvenes alborotadores de cuerpo esbelto y terso con ojos hinchados y bocas magulladas, y las madres con sus niños febriles, como florecillas resecas, colgados de sus cuellos. Con frecuencia tenía que tratar quemaduras graves porque los kikuyus duermen por la noche alrededor de las fogatas de sus cabañas y a veces se les caían encima las pilas de madera ardiendo y de carbón de leña —entonces, cuando se me agotaba la reserva de medicamentos, descubrí que la miel no era mal ungüento para las quemaduras—. El ambiente de la terraza era animado, electrizante, como el de los casinos en Europa. El murmullo de las bulliciosas conversaciones se detenía al salir yo, pero el silencio estaba preñado de posibilidades, había llegado el momento en que podía ocurrir cualquier cosa. Sin embargo, siempre esperaban a que escogiera a mi primer paciente.

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