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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (4 page)

Yo sabía muy poco de medicina, sólo lo que aprendes en un cursillo de primeros auxilios. Pero mi renombre como médico se extendió por pura casualidad gracias a unas cuantas curas afortunadas y no menguó por los errores catastróficos que cometí otras veces.

Si hubiera sido capaz de garantizar la curación de mis pacientes en todos los casos, ¿quién sabe si su círculo no hubiera disminuido? Hubiera adquirido prestigio profesional —he aquí una doctora muy eficiente de
Volaia
—, ¿pero estarían seguros de que el Señor seguía conmigo? Porque conocían al Señor por los largos años de sequía, por los leones que por la noche vagaban por la llanura, por los leopardos que merodeaban las cabañas cuando estaban los niños solos en ellas y por los enjambres de langostas que descendían sobre el suelo, nadie sabía de dónde, sin dejar una brinza de hierba a su paso. Lo conocían por las horas de increíble felicidad cuando los enjambres pasaban sobre los campos de maíz sin detenerse, o en primavera, cuando las lluvias llegaban temprano y en abundancia, haciendo que prados y llanuras florecieran y dieran buenas cosechas. Así que aquella doctora tan eficiente de
Volaia
podía ser una intrusa en lo que respecta a las cosas verdaderamente importantes de la vida.

Para mi sorpresa Kamante apareció en casa a la mañana siguiente de nuestro primer encuentro. Se quedó allí, de pie, un poco apartado de los tres o cuatro enfermos que había, erguido, con su rostro lleno de signos de muerte, como si después de todo sintiera más apego a la vida y hubiera decidido intentar aprovechar esa última oportunidad de agarrarse a ella.

Con el tiempo demostró ser un excelente paciente. Venía cuando le ordenaba que viniera, sin falta, y sabía medir el tiempo cuando le decía que volviera cada tres o cuatro días, cosa poco habitual entre los nativos. Soportaba el difícil tratamiento de sus llagas con un estoicismo como jamás había visto. En todos estos aspectos podía presentarlo como modelo a los demás, pero no lo hice porque al mismo tiempo me producía una gran inquietud en el espíritu.

Raras, muy raras veces, había conocido a una criatura tan salvaje, a un ser humano tan totalmente aislado del mundo, y, con una especie de resignación tenaz e implacable, totalmente cerrado a la vida que le rodeaba. Podía hacer que me contestara cuando le preguntaba algo, pero nunca decía voluntariamente una palabra y nunca me miraba. No tenía ninguna piedad y se reía despectivamente, como si estuviera de vuelta de todo, ante las lágrimas de los otros niños enfermos cuando les lavaba y vendaba, pero tampoco les miraba nunca. No sentía ningún deseo de contacto con el resto del mundo, los contactos que había tenido debieron de ser demasiado crueles. Su entereza de ánimo frente al dolor era la entereza de un viejo guerrero. Ningún mal podía ya sorprenderle porque estaba, por su vida y su filosofía, preparado para lo peor.

Todo ello con gran estilo y haciendo recordar la profesión de fe de Prometeo: «El dolor es mi elemento y el odio es el tuyo. Podéis hacerme pedazos. No me importa», y «Tu perfidia es atroz. Eres omnipotente». Pero en una persona de aquel tamaño te resultaba incómodo, era algo que te descorazonaba. «¿Y Dios qué pensará», me dije, «al ver ese ánimo en un ser humano tan pequeño?». Recuerdo muy bien la primera vez que me habló y me miró espontáneamente. Debió de ser bastante después de nuestro primer encuentro, porque había renunciado al tratamiento primitivo y estaba probando uno nuevo, una cataplasma caliente que venía en mis libros. Mi deseo de hacer las cosas lo mejor posible me llevó a calentada demasiado y cuando le puse la cataplasma en la pierna y apreté la venda con fuerza excesiva, Kamante habló:


Msabu
—dijo, y me miró profundamente.

Los nativos usan esa palabra india cuando se dirigen a una mujer blanca, pero la pronuncian de un modo un poco diferente, convirtiéndola en una palabra africana, con una resonancia distinta. En boca de Kamante era un grito de auxilio, pero también una palabra de advertencia, como la que podía decirte un amigo leal para que dejaras de hacer algo indigno de ti. Pensé en ello con esperanza después. Tenía mis ambiciones como doctora y sentí haberle aplicado una cataplasma demasiado caliente, pero por otra parte me alegré porque fue el primer atisbo de entendimiento entre aquel niño salvaje y yo. El duro sufridor, que no esperaba más que sufrimiento, no lo esperaba de mi mano.

Pese a las curas que yo le suministraba, las cosas no parecían muy esperanzado ras. Durante mucho tiempo seguí lavando y vendando la pierna, pero la enfermedad me superaba. De vez en cuando mejoraba un poco, pero entonces las llagas aparecían en nuevos sitios. Por fin decidí llevarle al hospital de la Misión escocesa.

Esta decisión mía resultó dramática y tuvo la virtud de impresionarle: no quiso ir. Su vida y su filosofía le impedían protestar mucho contra cualquier cosa, pero cuando le llevé a la Misión y le dejé en el largo edificio del hospital, en un ambiente totalmente extraño y misterioso para él, temblaba.

Tenía como vecinas la Misión de la Iglesia escocesa a doce millas al noroeste, quinientos pies más alta que la granja; y la Misión de la Iglesia católica francesa, a diez millas más al este, sobre tierra más llana y a quinientos pies menos de altitud. No sentía ninguna simpatía por las misiones, pero personalmente me llevaba bien con ellas y lamentaba que vivieran entre sí en un estado de hostilidad constante.

Los padres franceses eran mis mejores amigos. Solía ir a caballo con Farah a oír misa con ellos los domingos por la mañana, en parte porque así podía hablar un poco en francés y en parte porque había un hermoso paseo hasta la Misión. Durante un largo trecho el camino corría a través de una plantación de acacias del Departamento Forestal, y su viril y fresco olor a pino era dulce y grato por las mañanas.

Es extraordinario comprobar cómo la Iglesia de Roma lleva su atmósfera doquiera que vaya. Los padres habían proyectado y construido su iglesia ellos mismos, con ayuda de su congregación nativa, y estaban, con toda razón, muy orgullosos de ella. Era una iglesia grande y hermosa, de color gris con su campanario; se erguía sobre un amplio atrio sobre terrazas y escalinatas, en medio de un cafetal, que era el más antiguo de la colonia y que administraban muy hábilmente. En el atrio, a un lado, estaba el refectorio con sus arcadas y al otro el convento, con la escuela y el molino junto al río, y para llegar hasta la iglesia tenías que pasar por un puente de arcos. Todas las construcciones eran de piedra gris y cuando bajabas cabalgando se las veía, ordenadas e impresionantes en el paisaje, de manera que podían estar en un cantón del sur de Suiza o en el norte de Italia.

Cuando la misa había terminado, los amables padres me esperaban a la puerta de la iglesia para invitarme a
un petit verre de vin
en el espacioso y fresco refectorio, al otro lado del atrio; era magnífico oír cómo estaban al tanto de todo lo que ocurría en la colonia, hasta sus rincones más remotos. También, so capa de una conversación tranquila y benevolente, te sonsacaban toda clase de noticias, como un pequeño y animado grupo de abejas pardas y peludas —porque todos tenían espesas y largas barbas— pegado a una flor para proveerse de miel. Pero a la vez que se les veía tan interesados en la vida de la colonia seguían siendo, a su estilo francés, exiliados, paciente y alegremente sometidos a elevadas órdenes de misteriosa naturaleza. Si no fuera por la desconocida autoridad que les hacía permanecer en aquel lugar te dabas cuenta de que no estarían allí, ni tampoco la iglesia de piedra gris con su alto campanario, ni las arcadas, ni la escuela, ni su ordenado cafetal, ni la Misión. Porque cuando les llegara la orden de relevo dejarían que los asuntos de la colonia se cuidaran por sí mismos y volverían lo más rápido posible a París.

Farah, que se quedaba cuidando a los dos ponis mientras yo estaba en la iglesia y en el refectorio, de vuelta a la granja percibía mi buen humor. Era un piadoso mahometano y no tocaba el alcohol, pero consideraba que el vino y la misa eran parte de los ritos de mi religión.

A veces los padres franceses venían hasta la granja en sus ciclomotores para almorzar, me citaban fábulas de Lafontaine y me daban buenos consejos sobre mi cafetal.

No conocía tanto la Misión escocesa. Desde allá arriba se contemplaba una vista espléndida, que abarcaba todo el país kikuyu, pero de todos modos la Misión me daba una impresión de ceguera, como si no pudiera ver nada por sí misma. La Iglesia de Escocia hacía lo posible para que los nativos se pusieran ropas europeas, lo que en mi opinión no era bueno desde ningún punto de vista. Pero tenían un hospital muy bueno en la Misión: cuando yo vivía allá lo dirigía el doctor Arthur, un médico filantrópico e inteligente. Salvaron la vida de mucha gente de la granja.

En la Misión escocesa tuvieron a Kamante durante tres meses. En todo ese período le vi una vez. Cabalgaba yo más allá de la Misión, camino de la estación ferroviaria Kikuyu, por la carretera que corre paralela durante un trecho a los terrenos del hospital. Vi a Kamante, estaba solo, a cierta distancia de los grupos que formaban los demás convalecientes. Por entonces se había recuperado notablemente y podía correr. Cuando me vio se acercó hasta la valla y corrió conmigo mientras ésta bordeaba el camino. Siguió trotando como un potrillo en su corral por su lado de la valla mientras yo pasaba cabalgando y clavó sus ojos en mi poni, pero no dijo una palabra. Al llegar a la esquina de los terrenos del hospital tuvo que detenerse, y mientras yo seguía mi camino, miré hacia atrás, le vi de pie, totalmente inmóvil, con la cabeza erguida mirándome fijamente, como hace un potrillo cuando te alejas. Le dije adiós con la mano un par de veces; la primera no reaccionó en absoluto, luego su brazo se alzó como un asta de bomba pero solamente una vez.

Kamante volvió a mi casa la mañana del domingo de Pascua y me entregó una carta del hospital en la que me decían que estaba mucho mejor y que creían que estaba curado para siempre. Debía de conocer algo de su contenido porque miró con atención mi rostro mientras lo leía, pero no quería hablar porque había cosas más importantes en su mente. Kamante tenía un porte de serena o refrenada dignidad, pero esta vez se le veía resplandeciente de un reprimido triunfo.

Todos los nativos poseen un fuerte sentido de los efectos dramáticos. Kamante se había atado cuidadosamente viejas vendas a las piernas, hasta la rodilla, para darme una sorpresa. Era evidente que se daba cuenta de la vital importancia del momento, no porque él estuviera bien, sino, generosamente, por la alegría que me iba a dar. Probablemente recordaba los tiempos en que me veía descorazonada por los continuos fracasos de mis curas y sabía que el resultado del tratamiento en el hospital era asombroso. Así que lenta, muy lentamente, desenrolló las vendas desde las rodillas hasta los talones y debajo aparecieron sus piernas, totalmente lisas, sólo ligeramente marcadas por cicatrices de color gris.

Cuando Kamante, con su estilo sosegado, hubo disfrutado completamente de mi asombro y de mi placer, dio otro golpe de efecto declarando que se había hecho cristiano.

—Soy como tú —dijo.

Añadió que creía que debía darle una rupia, porque Cristo había nacido en ese mismo día.

Se marchó a ver a su gente. Su madre era viuda y vivía muy lejos en la granja. Por lo que ella me contó más tarde, aquel día contrarió sus costumbres y se franqueó con ella contándole sus impresiones de la gente extraña y cómo le habían tratado en el hospital. Pero después de esa visita a la cabaña de su madre volvió a mi casa, como si diera por sentado que formaba parte de ella. Estuvo a mi servicio desde entonces hasta que abandoné el país: durante doce años.

Cuando vi a Kamante por primera vez parecía como si tuviera seis años, pero tenía un hermano con aspecto de andar por los ocho, y los dos se mostraban de acuerdo en que Kamante era el mayor, así que supongo que su crecimiento se vio retrasado por su larga enfermedad; probablemente tenía entonces nueve años. Creció, pero siempre dio la impresión de ser un enano o deforme de alguna manera, aunque no pudiera concretarse cómo. Su rostro anguloso, con el tiempo, se redondeó; caminaba y se movía fácilmente, y no creo que fuera feo, aunque quizá yo le mirara con ojos de creadora. Sus piernas siguieron siendo delgadas como palos. Siempre fue una figura fantástica, con algo de travieso y algo de diabólico; con unos ligeros toques podría haberse sentado mirando hacia abajo en lo alto de la catedral de Notre Dame de París. Había algo en él brillante y vivaz; en una pintura sería una mancha de color extraordinariamente intensa; daba una pincelada de pintoresquismo a mi casa. Nunca estuvo del todo bien de la cabeza o al menos fue siempre lo que tratándose de un blanco llamaríamos una persona muy excéntrica.

Era reflexivo. Tal vez los largos años de sufrimiento que había vivido desarrollaron en él una tendencia a reflexionar sobre las cosas y sacar sus propias conclusiones sobre todo lo que veía. Fue durante toda su vida, a su manera, una figura aislada. Hasta cuando hacía las mismas cosas que los demás las hacía de un modo diferente.

Tenía una escuela nocturna para la gente de la granja con maestros nativos. Conseguí mis maestros de una de las misiones y en mis tiempos tuve tres: uno católico romano, otro de la Iglesia de Inglaterra y otro de la Iglesia de Escocia. La educación nativa era rigurosamente religiosa; por lo que yo sé no hay otros libros traducidos al
swaheli
que la Biblia y los libros de himnos. Yo misma, mientras viví en África, pensé en traducir las fábulas de Esopo para los nativos, pero nunca encontré tiempo para llevar a cabo mi proyecto. Sin embargo, tal como fueron las cosas, mi escuela se convirtió en mi sitio favorito en la granja, el centro de nuestra vida espiritual, y pasé muchas horas agradables en el viejo almacén alargado, construido de chapa ondulada, donde estaba instalada.

Kamante se venía conmigo, pero no se sentaba con los niños en los bancos de la escuela, permanecía un poco aparte, como si conscientemente cerrara los oídos a la enseñanza, riéndose de la simplicidad de los que consentían en ser engañados, para escuchar. Pero en la intimidad de la cocina lo veía copiar de memoria, muy lenta y absurdamente, algunas de las mismas letras y cifras que observara en la pizarra de la escuela. No creo que hubiera podido tratar con otra gente, aunque hubiera querido; cuando era muy niño algo había sido retorcido y cerrado en su interior y ahora, por así decirlo, para él lo normal era estar fuera de lo normal. Era cons­ciente de su aislamiento con la arrogante grandeza de alma de un enano verdadero que, cuando se ve distinto a los demás, sostiene que los demás son los deformes.

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