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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (8 page)

Las grandes hazañas y éxitos del viejo Knudsen y su superioridad en todo, tal como me contaba a mí, estaba claramente en contraste con la debilidad e impotencia del anciano que hablaba; finalmente te dabas cuenta que tratabas con dos individuos distintos y esencialmente diferentes. La poderosa figura del viejo Knudsen se erguía sobre el fondo, imbatible y triunfante, y era el héroe de todas las aventuras, mientras que yo conocí a su anciano y derrotado sirviente, que no se cansaba nunca de hablar del otro. Aquel humilde hombrecito se había propuesto la misión de encumbrar y ensalzar el nombre del viejo Knudsen hasta la muerte. Porque él era el único, además de Dios, que había visto al viejo Knudsen, y no toleraba herejías en nadie.

Una sola vez le oí hablar de sí mismo en primera persona. Fue un par de meses antes de morir. Había tenido un grave ataque al corazón, el mismo que iba a matarle, y como llevaba sin verlo por la granja una semana fui a su
bungalow
para saber cómo estaba, y lo encontré en medio de la hediondez de las pieles de hipopótamo, metido en cama en una habitación desnuda y desordenada. Su rostro estaba ceniciento, los ojos muy hundidos. No me respondió ni me dijo ni una palabra cuando le hablé. Sólo después de un largo rato, y cuando ya iba a levantarme y marcharme, repentinamente me dijo con voz débil y ronca: «Estoy muy enfermo». En ese momento ya no se trataba del viejo Knudsen, quien seguramente nunca estuvo enfermo o vencido; era el sirviente que por una vez se permitía expresar su miseria y angustia individuales.

El viejo Knudsen se aburría en la granja, así que de vez en cuando cerraba la puerta de su casa, se marchaba y desaparecía de nuestro horizonte. Creo que solía ocurrir cuando tenía noticias de que algún viejo amigo, otro pionero del glorioso pasado, había llegado a Nairobi. Podía estar fuera una o dos semanas, hasta que casi nos habíamos olvidado de su existencia, y siempre volvía tan terriblemente enfermo y derrengado que apenas podía arrastrarse y abrir la puerta de su casa. Luego se quedaba encerrado un par de días. Creo que en esas ocasiones tenía miedo de mí, porque pensaba que seguramente desaprobaba sus escapadas y que podría aprovechar su debilidad para sobre él. El viejo Knudsen, aunque a veces cantase la canción de la novia del marinero que ama el mar, en lo más hondo desconfiaba de las mujeres, por instinto las consideraba enemigas del hombre y, por principio, aguafiestas.

El día en que murió llevaba quince días fuera y nadie en la granja se dio cuenta de que había vuelto. Pero esa vez debió de querer hacer una excepción de su regla, porque iba camino de su casa a la mía, por un sendero que atravesaba la plantación, cuando cayó y murió. Kamante y yo lo encontramos tendido en el sendero al atardecer, cuando íbamos a buscar setas en la pradera, entre la hierba nueva y corta, porque era abril, al principio de las grandes lluvias.

Fue bueno que lo encontrara Kamante, porque era el único de los nativos de la granja que mostraba simpatía hacia el viejo Knudsen. Hasta mostraba cierto interés por él, como si les uniera el hecho de que ambos estaban fuera de lo corriente, y algunas veces, por voluntad propia, le llevaba huevos y vigilaba para que sus
totos
no le abandonaran.

El anciano yacía de espaldas, su sombrero se había ladeado un poco al caer, sus ojos no estaban cerrados del todo. Muerto parecía esencialmente recogido. «Aquí estás finalmente, viejo Knudsen», pensé.

Quería llevarlo hasta su casa, pero sabía que hubiera sido inútil pedir ayuda a alguno de los kikuyus que andaban por allí o que trabajaban en alguna de las
shambas
cercanas; se habrían escapado inmediatamente cuando vieran para qué le llamaba. Ordené a Kamante que volviera a la casa y llamara a Farah para que me ayudase. Pero Kamante no se movió.

—¿Por qué quieres que me vaya? —preguntó.

—Ya lo ves —le dije—. Yo sola no puedo llevar al viejo
bwana
y vosotros, los kikuyu, sois tontos, tenéis miedo de llevar a un muerto.

Kamante lanzó una pequeña carcajada burlona, sin ruido.

—Has vuelto a olvidar,
Msabu
—dijo—, que soy cristiano.

Levantó al anciano por los pies mientras yo sostenía su cabeza, y entre los dos lo llevamos hasta el
bungalow
. De vez en cuando nos parábamos, lo dejábamos en el suelo y descansábamos; luego Kamante se erguía y miraba fijamente a los pies del viejo Knudsen, en el que supongo era el estilo de la Misión escocesa en presencia de la muerte.

Cuando lo hubimos dejado tumbado en su cama, Kamante buscó por la habitación y en la cocina una toalla para cubrir su rostro, pero sólo encontró un viejo periódico.

—Los cristianos hacían esto en el hospital —me explicó.

Mucho tiempo después Kamante mostró todavía una gran satisfacción al recordar mi ignorancia. Estábamos trabajando juntos en la cocina y de repente, lleno de íntimo regocijo, echó a reír.

—¿Te acuerdas,
Msabu
—dijo— cuando tú te olvidaste que soy cristiano y pensaste que tendría miedo de ayudarte a llevar al
Msungu Msei
? —al anciano blanco.

Al ser cristiano, Kamante dejó de tenerle miedo a las serpientes. Le oí declarar a los otros chicos que un cristiano puede en cualquier momento pisar la cabeza de la más larga de las serpientes y aplastarla. Nunca le vi intentarlo, pero le vi permanecer muy tranquilo, con el rostro resuelto y las manos a la espalda, a poca distancia de la cabaña del cocinero en cuyo techado había aparecido una víbora. Todos los chicos de la casa formaron un amplio círculo en torno a la cabaña, como briznas de paja en el viento al tiempo que daban grandes gritos. Mientras Farah fue a la casa a recoger mi escopeta y la mató.

Cuando todo hubo pasado y las aguas volvieron a su cauce, Nyore, el hijo de Sice, le dijo a Kamante:

—¿Por qué, Kamante, no pusiste tu tacón sobre la cabeza de esa serpiente tan grande y tan mala y la aplastaste?

—Porque estaba en el tejado —dijo Kamante.

Una vez intenté disparar con arco y flechas. Yo era fuerte, pero me resultaba difícil tensar el arco Wanderobo que Farah había traído para mí; por fin, y después de una larga práctica, me convertí en una hábil arquera.

Kamante, que era entonces muy pequeño, solía mirarme cuando disparaba en el prado, parecía poco convencido de mi intento, y una vez me dijo:

—¿Sigues siendo cristiana cuando disparas con un arco?

Yo creía que la manera cristiana era con un rifle.

Le mostré en mi Biblia ilustrada un dibujo de la historia del hijo de Hagar: «y Dios estaba con el muchacho; y creció y habitó en los bosques y se hizo arquero».

—Bueno —dijo Kamante—, como tú.

Kamante tenía buena mano con los animales enfermos al igual que con mis pacientes nativos. Arrancaba astillas de las patas de los perros y una vez curó a uno que había sido mordido por una serpiente.

Durante algún tiempo tuvimos en casa una cigüeña con un ala rota. Tenía un carácter muy decidido, se paseaba por las habitaciones y cuando venía a mi dormitorio entablaba tremendos duelos, como si tuviera un estoque, con gran movimiento y meneo de alas, contra su imagen en mi espejo. Seguía a Kamante entre las casas y era imposible no pensar que imitaba deliberadamente su paso rígido y mesurado. Sus piernas eran casi igual de delgadas. A los chiquillos nativos les gusta la caricatura y gritaban alegremente cuando veían pasar a la pareja. Kamante comprendió que se burlaban, pero nunca prestaba mucha atención a lo que los otros pensaban de él. Enviaba a los chiquillos a buscar ranas al pantano para que comiera la cigüeña.

También era Kamante quien se ocupaba de «Lulú».

IV
Una gacela

«Lulú» llegó a mi casa procedente de los bosques como Kamante había venido de las praderas.

Hacia el este de mi granja se encontraba la Reserva Forestal de Ngong, que es casi toda ella selva virgen. Me dolió mucho cuando talaron el viejo bosque y plantaron en su lugar eucaliptos y grevileas; hubiera podido ser un lugar de recreo y un parque único para Nairobi.

Un bosque africano es una región misteriosa. Te adentras en las profundidades de un antiguo tapiz, en unos lugares descolorido y en otros oscurecido por los años, pero maravillosamente rico de matices verdes. Desde allí no puedes ver el cielo, pero la luz del sol hace los más variados juegos cayendo a través del follaje. Los hongos grises, como barbas flotantes, de los árboles y trepadoras que cuelgan por todas partes, le dan un aire misterioso y recóndito al bosque nativo. Solía cabalgar por allí con Farah los domingos, cuando no había nada que hacer en la granja, subíamos y bajábamos las cuestas y atravesábamos los serpenteantes arroyuelos. El aire del bosque estaba frío como el agua y lleno del aroma de las plantas, y al principio de las grandes lluvias, cuando florecían las trepadoras, ibas rodando de una esfera a otra llena de fragancia. Una especie de dafne africana de los bosques, que florece en pequeños brotes cremosos y viscosos, tiene un perfume excesivamente dulce, como la lila y el lirio silvestre de los valles. Aquí y allá, colgaban troncos huecos con tiras de piel en las ramas; los kikuyus los ponían allí para que las abejas se fijaran en ellas y poder conseguir miel. Una vez, al tomar una curva por un sendero en el bosque, vimos a un leopardo sentado en el camino, como un animal en un tapiz.

Allá arriba vivía una nación parlanchina e inquieta, los pequeños monos grises. Cuando una manada de monos pasaba por el camino dejaba su olor en el aire durante largo rato, un olor seco y rancio, como de ratón. Mientras cabalgabas oías de pronto su paso y sus susurros sobre tu cabeza mientras la colonia seguía su camino. Si permanecías quieta en el mismo sitio durante un rato veías a uno de los monos sentado inmóvil en un árbol y un poco después descubrías que el bosque entero estaba lleno de vida, la familia colgando como frutos de las ramas, figuras grises u oscuras según las iluminara la luz del sol, todos con sus largas colas pendientes detrás. Hacían un ruido especial, como un beso sonoro al que seguía una tosecilla; si desde el suelo tú lo imitabas, veías a los monos mover la cabeza de un lado a otro con afectación, pero si hacías un movimiento brusco se iban inmediatamente, oías el bullicio decreciente al sacudir las copas de los árboles, y desaparecían en el bosque como un cardumen de peces en las olas. En el bosque Ngong también vi, en un estrecho sendero, a través de la espesa maleza, en un día muy caluroso, al jabalí gigante del bosque, que es muy raro de encontrar. De repente pasó ante mí con su esposa y tres cachorros, a toda prisa; la familia entera parecía como unas figuras uniformes, unas más grandes, otras más pequeñas, recortadas en papel oscuro, contra la verdura iluminada por el sol. Fue una visión gloriosa, como una imagen reflejada en un estanque del bosque, como una cosa que hubiera ocurrido hacía mil años.

«Lulú» era una joven ejemplar de la tribu de los antílopes jeroglífico, tal vez el más bello de los antílopes africanos. Son un poco mayores que los gamos; viven en los bosques o en los chaparrales, y son tímidos y fugitivos, de manera que se les ve menos que a los antílopes de las praderas. Pero las colinas de Ngong y la comarca que les rodea eran un buen lugar para estos animales jeroglíficos, y si acampabas en las colinas y salías a cazar por la mañana temprano o al atardecer los veías salir del chaparral hacia los claros, y su piel, bajo la luz del sol, brillaba rojiza como el cobre. El macho tenía un par de cuernos delicadamente curvados. «Lulú» se convirtió en un miembro de mi familia de la siguiente manera: Una mañana iba en automóvil desde la granja hasta Nairobi. El molino de la granja se había quemado poco tiempo antes y yo tuve que ir varias veces a la ciudad en coche para arreglar lo del seguro y cobrarlo; a esa hora de la mañana tenía la cabeza llena de cifras y de cálculos. Mientras iba conduciendo a lo largo de la carretera de Ngong unos cuantos chiquillos kikuyus me llamaron a gritos desde la cuneta, y vi que me enseñaban una gacela muy pequeña que llevaba uno de ellos en brazos. Sabía que la habían encontrado en los chaparrales y que querían vendérmela, pero ya iba tarde a la cita en Nairobi y no tenía tiempo para esas rosas, así que seguí adelante.

Cuando volví por la tarde y pasé por el mismo sitio escuché de nuevo gritos que procedían de un lado de la carretera y vi que la pequeña pandilla seguía allí, un poco cansada y decepcionada porque habían intentado venderle la cría a otros que pasaron durante el día, pero deseaban cerrar el trato antes de que se pusiera el sol y me la enseñaban levantándola, para tentarme. Pero yo había tenido un día muy atareado en la ciudad y ciertas contrariedades con respecto al seguro, así que ni me paré para hablarles y pasé de largo. Ni siquiera pensaba en ellos cuando estuve de vuelta en casa, cené y me fui a la cama.

Apenas me había dormido cuando me desperté con una sensación de terror. El cuadro de los niños y la pequeña gacela apareció ante mí con toda claridad, como si estuviera pintado, y me senté en la cama tan asustada como si alguien hubiera intentado estrangularme. ¿Qué le pasaría, pensé, a la cría de gacela en manos de sus capturadores que la habían tenido todo aquel largo día expuesta al calor y sostenida por sus patas atadas? Seguramente era demasiado joven para comer por sí sola. Había pasado dos veces en el mismo día, como el sacerdote y el levita, y sin preocuparme, y ahora, en ese momento, ¿dónde estaría? Me levanté presa de verdadero pánico y desperté a los criados. Les dije que tenían que encontrar la cría de gacela y traérmela por la mañana, o si no los despediría a todos. Se pusieron en marcha inmediatamente. Dos de los criados habían ido conmigo en el automóvil ese mismo día y no habían mostrado el más mínimo interés por los niños ni por la cría; ahora se adelantaron y dieron a los otros una larga lista de detalles del lugar, de la hora y de la familia de los chiquillos. Era una noche de luna llena; mi gente salió y se diseminó por el campo discutiendo animadamente la situación: les oí decir que los despediría a todos si no encontraban a la gacela.

A la mañana siguiente, temprano, cuando Farah me traía el té, Juma vino con él trayendo a la cría en brazos. Era una hembra y le pusimos «Lulú», que en
swaheli
significa perla.

Por aquel tiempo «Lulú» era sólo del tamaño de un gato, con grandes y tranquilos ojos purpúreos. Tenía unas patas tan delicadas que temías que no pudiera soportar el doblarlas y desdoblarlas otra vez cuando estaba tumbada y se levantaba. Sus orejas eran suaves como la seda y extraordinariamente expresivas. Su nariz era negra como una trufa. Sus diminutas pezuñas le daban el aire de una dama china de la vieja escuela, con los pies ceñidos por lazos. Era una curiosa experiencia tener una cosa tan perfecta en tus manos. «Lulú» se adaptó a la casa y a sus habitantes, comportándose como si fuera su hogar. Durante las primeras semanas los suelos encerados de las habitaciones fueron un problema para ella, y cuando salía de las alfombras sus patas resbalaban en cuatro direcciones; parecía catastrófico, pero no se dejó impresionar y, finalmente, aprendió a caminar por los suelos desnudos con un sonido que era como una sucesión de pequeños tecleos de dedos irritados. Sus costumbres eran de una limpieza extraordinaria. Era tan terca como un niño, pero cuando le impedías hacer las cosas que quería se comportaba como si dijese: Cualquier cosa menos una escena.

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