Memorias de una vaca (11 page)

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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

Por nuestra parte, La Vache y yo reteníamos el aliento con los ojos vueltos hacia el camino que bajaba del monte. Por momentos, el silencio se hacía más profundo; era como si un agujero se estuviera haciendo más grande.

—¡Karral! —escuchamos de pronto.

La Vache y yo volvimos la cabeza a la vez. Justo al otro lado de la cerca, Gafas Verdes levantaba su bastón de cuero, y tres guardias armados con fusiles salían de su lado e iban a tumbarse cerca de la casa.

—¡Karral! ¡Karral!

Siempre de tres en tres, unos treinta guardias se apostaron en torno a la casa. Sus fusiles miraban hacia el camino del monte.

—¡Una emboscada! —me dijo La Vache en voz baja—. ¡Van a coger a los del monte! Ya te dije que íbamos a oír tiros en Balanzategui.

—¡No esta noche! ¡Seguro que esta noche, no! —dije casi sin querer. No era una conclusión debida a la lógica, sino una corazonada. La Vache se me quedó mirando un poco sorprendida, pero sin decir nada.

No sé cuánto tiempo estuvimos a la espera, nosotras por una parte y Gafas Verdes por la otra. Fue bastante tiempo, una buena porción de la noche. Pero, ni del monte bajó nadie, ni los de la casa encendieron ninguna luz.

—Karral. Karral, karral —dijo al fin Gafas Verdes, dirigiéndose a un guardia gordo que tenía a su lado.

—¿Qué dice? —le pregunté a La Vache.

—Que no comprende. Está extrañado de que no hayan aparecido los del monte. Y lo mismo me pasa a mí. También yo estoy extrañada.

—¡Karral! —gritó Gafas Verdes.

—¡Karral! —repitió el guardia gordo más fuerte.

Al poco tiempo, los treinta guardias que habían estado apostados en torno a la casa bajaban por la ladera en busca del riachuelo. Allí encontrarían el camino que atravesaba el valle y llegaba hasta el pueblo.

—Tenías razón —me dijo La Vache cuando Gafas Verdes y el guardia gordo se marcharon. La noche seguía igual de oscura que antes y casi igual de silenciosa. Al murmullo del riachuelo se añadía ahora el que producían los treinta pares de botas que se alejaban marcando el paso. Pero también este segundo murmullo se parecía mucho al silencio y no lo perturbaba.

Allí acabó lo de aquella noche, y también el primer giro de la Rueda de los Secretos. Tal como me había pedido El Pesado, decidí quedarme a la espera de los otros dos giros, y quedarme no haciendo el tonto, sino entrenándome en la tremenda tarea de pensar con lógica.

Pero la de los Secretos no era la única rueda que sabía girar, también la del Tiempo seguía adelante. El sol primaveral calentaba cada vez más, y el calor lo multiplicaba todo: donde antes sólo podía verse una mosca, una lombriz o un caracol, ahora se podían ver y aplastar cien moscas, cien lombrices o cien caracoles. Hasta el mismo riachuelo había sufrido una transformación: traía muchísima agua, agua que bajaba a borbollones y cubría las piedras que llevaban muchos meses secas. Claro que, en compensación, cada vez había menos nieve en las montañas; al final, con las lluvias de abril, desaparecieron del todo.

Uno de aquellos lluviosos días de abril, La Vache y yo volvimos a oír el silbido de Genoveva. La Rueda de los Secretos comenzaba a dar su segunda vuelta.

—Parece que el banquete de hoy va a ser para nosotras —le dije a La Vache cuando ya todas las vacas estuvimos reunidas delante del establo. Para entonces, El Encorvado ya había comenzado a empujar a las rojizas hacia el cercado de piedra.

—A ver si hoy sabemos algo —me respondió.

La Vache entrando al establo que, efectivamente, se había abierto para nosotras.

La visita de aquella noche duró poco. Los seis o siete hombres que bajaron del monte emplearon menos tiempo que nunca en cargar los caballos, y después, en contra de lo que era su costumbre, no se quedaron a cenar. En el momento de despedirse, El Encorvado les habló muy serio:

—De aquí en adelante vamos a andar mal. Mucho será que encontremos el medio de mandar otro cargamento más. Tenemos encima nuestro a ese tal don Otto.

«Así que el verdadero nombre de Gafas Verdes, o Cuchillos, es don Otto» —pensé para mis adentros.

—¿Hasta qué punto están enterados de lo que pasa? —preguntó uno de los de la cuadrilla.

—Saben que bajáis aquí, desde luego, pero no saben cómo conseguís eludir su vigilancia ni tampoco en busca de qué bajáis. Creen que se trata de armas o de papeles. El otro día pararon la Chevrolet y la registraron de arriba abajo, pero ni se les ocurrió mirar dentro de los sacos. Lo del pienso para las vacas fue un buen invento. Se lo tienen completamente creído.

—Así que están muy quemados, ¿no? —dijo otro de la cuadrilla.

—Al menos ese don Otto, sí. Lo que le saca de quicio es que siempre burlemos su vigilancia. Pero no puede dar con el sistema que tenemos para comunicar con vosotros. Piensa que os avisamos por radio. Pero, ya digo, esto no puede durar mucho. Hay muchísima vigilancia alrededor nuestro. Ya sabéis, incluso han puesto un catalejo en el tejado del molino.

—¡Esa gentuza del molino! ¡Los dos hermanos de mierda! —exclamó otro de la cuadrilla, un tercero.

—Algún día arreglaremos cuentas con ellos, pero ahora no es el momento. Lo que importa ahora es llevar los alimentos al batallón —le respondió El Encorvado hablando como un padre.

Los hombres se callaron, y su silencio permitió sentir el otro silencio, el Gran Silencio General de la noche. Parecía que todos dormían en el valle: que dormían los bichos de la hierba, que dormían las truchas del río, que dormían los zorros, jabalíes y lobos de la montaña. Claro que el buho estaba despierto, mirando hacia Balanzategui desde alguna rama, pero era un pájaro discreto y a nadie le iría con el cuento de todo lo que veía en sus horas de vela.

Reparé de pronto, en medio de aquel silencio, en el estruendo que hacían las aguas del riachuelo. Pero sus aguas no eran las únicas que en aquel momento corrían con violencia: la Rueda del Tiempo también estaba cogiendo velocidad, y lo mismo la Rueda de los Secretos.

—¿Cuándo recogeremos el último cargamento? —dijo el que parecía ser el jefe de la cuadrilla.

—Cuanto antes, esta misma semana —le respondió El Encorvado—. He estado escuchando en el pueblo, y he sabido que todos los fascistas tienen intención de irse fuera. Por lo visto, tienen alguna celebración en Burgos. De todas maneras, vosotros estad atentos y vigilad la señal. Pero, ya digo, tiene que ser cuanto antes.

—De acuerdo. Estaremos atentos —prometió el jefe de la cuadrilla en tono de despedida. Los caballos resoplaban de cuando en cuando, impacientes. Impacientes pero pateando con elegancia, como siempre.

—Me da pena pensar que se va a acabar lo de los cargamentos. Pero, en fin, ¡qué se le va a hacer! —suspiró El Encorvado.

—No te preocupes, Usandizaga —dijo el jefe de la cuadrilla.

«El Encorvado se llama Usandizaga» —pensé.

—El batallón ha comido muy bien todo este último año, y gracias a ti. Es lo que dicen todos, que la intendencia ha funcionado mejor que cuando andábamos por el frente. Además, no creo que sigamos mucho tiempo en las montañas. Corre el rumor de que vamos a pasar a Francia.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido. En fin, hasta la próxima. A ver si esta semana ponemos en camino el último cargamento.

—Haced la señal y nosotros apareceremos, Usandizaga —dijo el jefe de la cuadrilla, que ya iba camino arriba.

Miré a La Vache desde mi puesto: ¿Oía aquello? Todos los líos de Balanzategui estaban a punto de acabarse, la guerra tocaba definitivamente a su fin. ¿Y cuál sería aquella señal que tanto Usandizaga como el jefe de la cuadrilla habían mencionado? Allí estaba la clave del asunto. Por eso no los cogían, porque tenían unas señales, un sistema que les servía para comunicar si había peligro o no. Pero ¿qué sistema sería?

Debíamos esforzarnos en pensar con lógica y en estar atentas: la Gran Rueda de los Secretos se estaba poniendo en movimiento, comenzaba su tercera y última vuelta. Una vuelta que, además, iba a mostrarnos la terrible realidad que había augurado La Vache. Efectivamente, volverían a sonar los disparos en Balanzategui, y aquel hombre que llamábamos El Encorvado —Usandizaga de verdadero nombre— iba a perder la vida. Por su parte, Genoveva iría a prisión. En cuanto a las vacas —a las vacas lo bastante inteligentes, al menos—, comprenderíamos por fin el lugar que habíamos ocupado en el mundo.

Tres días después de aquella conversación entre Usandizaga y el jefe de la cuadrilla —era otra brumosa tarde de abril—, Genoveva volvió a llamarnos con uno de sus característicos silbidos. El plan para enviar el último cargamento se había puesto en marcha con la celeridad exigida por las circunstancias. Había que hacer el trabajo cuanto antes, mientras Gafas Verdes y los demás sicarios estuvieran en la celebración de Burgos.

Una vez más, las vacas negras volvíamos a estar recogidas en el establo. Pero en esta ocasión, ni siquiera las tontas parecían prestar demasiada atención al pienso que nos habían puesto en el pesebre. Algo especial flotaba en el ambiente. Particularmente, yo tenía los ojos y las orejas completamente alerta: veía la espesa niebla que había al otro lado del ventanuco; oía el disco de piano que Genoveva había puesto en la sala y el sonido que hacía el pequeño chorro de agua que caía desde nuestro tejado.

Según avanzaba la tarde, los sonidos del disco y del chorro se fueron mezclando hasta que al final parecieron convertirse en las dos caras de un mismo rumor. Al otro lado del ventanuco, la niebla cogía tintes oscuros. Un par de horas más, y la noche caería sobre el valle de Balanzategui.

Pero en cuanto la primera de aquellas dos horas que faltaban para la noche comenzó a rodar, unos pasos rápidos que subían por la escalera irrumpieron en el ambiente mortecino de la casa. El disco que giraba en la sala se detuvo en seco. Genoveva y El Encorvado, el tal Usandizaga, hablaron unos instantes sofocadamente y luego bajaron corriendo al establo.

—¡Fuera de aquí, negras! ¡Fuera! —nos gritó Usandizaga mientras Genoveva abría la puerta. Ambos se movían con agilidad, sobre todo Usandizaga. Miré a aquel hombre de arriba abajo: iba de una vaca a otra completamente erguido, y movía la vara con rapidez. Bien mirado, ni siquiera era muy viejo. Estaba claro que hasta entonces había estado fingiendo su encorvamiento y los achaques de viejo.

Mientras Usandizaga nos empujaba a las negras hasta el cercado de piedra, Genoveva traía a las rojizas hacia el establo. Poco después, el cambio estaba hecho: las rojizas dentro del establo y nosotras fuera. Aún era de día, y Usandizaga se felicitó de ello:

—Todavía hay luz. Creo que podemos estar tranquilos —dijo a Genoveva. Los dos jadeaban por el esfuerzo que acababan de hacer.

—Seguro que enseguida aparece Gafas Verdes —le susurré a La Vache.

Apareció cuando ya había oscurecido del todo, bien envuelto en su gabardina y blandiendo su bastón forrado de cuero. Al igual que la anterior vez, ordenó a sus treinta guardias que se apostaran en torno a la casa y vigilaran el camino del monte. Minutos después, todo estaba en su sitio.

—Karral, karral —dijo Gafas Verdes al guardia gordo que se puso a su lado. Creí percibir un cierto humor en la forma en que pronunció aquellas palabras. Por lo visto, se las prometía muy felices.

El guardia gordo se limitó a asentir con la cabeza, y el valle volvió a quedar en silencio: sólo el pequeño chorro que caía desde el tejado de Balanzategui parecía seguir con vida. Caía y seguía cayendo. Caía y la noche avanzaba. Caía el agua y caía el tiempo. El tiempo caía y seguía cayendo, la noche se hacía más noche. Una noche brumosa de primavera, que empapaba los tejados y llenaba de gotas los canalones. Gotas que iban a parar al canalón principal, gotas que terminaban cayendo en forma de un pequeño chorro, produciendo el único sonido que podía escucharse en todo el valle.

Gafas Verdes no se movía de su puesto, parecía haberse dormido de pie. Pero no, estaba alerta, de vez en cuando levantaba el bastón de cuero y golpeaba suavemente una piedra de la cerca. Pero por el camino del monte no bajaba nadie. Ni la menor señal de pasos. Sólo la señal del pequeño chorro que caía del tejado, que caía y seguía cayendo como el mismo tiempo, sin tomarse un descanso. Al final, Gafas Verdes perdió la paciencia:

—¡Karral! ¡Karral, karral! —gritó al tiempo que su bastón daba un tremendo golpe en la piedra. Como estaba un poco adormilada, su reacción me sobresaltó.

—¿Qué ha dicho? —le pregunté a La Vache mientras mis ojos seguían la sombra de Gafas Verdes. El sicario se dirigía hacia la casa.

—Que a la fuerza han de tener una radio —me explicó La Vache haciendo un gesto. Ella no encontraba ningún sentido a las palabras de Gafas Verdes.

—Gafas Verdes ha querido tender una trampa a Usandizaga —le expliqué yo a mi vez. Llevaba un buen rato pensando con lógica, y estaba empezando a entender cosas—. Difundió en el pueblo la noticia de que iba a Burgos y demás, y al principio Usandizaga se lo creyó. Pero en el último momento se ha dado cuenta del engaño y ha pasado a los del monte el aviso de que no vengan. Lo que no entiende Gafas Verdes es cómo lo hace, de qué sistema se valen los de Balanzategui para comunicarse. Por eso creen que tienen una radio.

—¿La tendrán? —preguntó La Vache.

—Creo que no.

Acerté. Los guardias encendieron todas las luces de Balanzategui para registrar hasta el último rincón de la casa, y luego se valieron de linternas para hacer lo mismo en el bosque. Fue inútil: en los rincones de la casa sólo encontraron polvo, y en los rincones del bosque, sólo hormigas y arañas. Gafas Verdes estaba cada vez más furioso.

—¡Karral! —gritaba a Genoveva y Usandizaga, sentados ahora en su banco del porche de la casa. Usandizaga había recobrado su aspecto anterior: a la luz de la bombilla que coronaba la puerta de entrada, parecía muy viejo, un auténtico encorvado. Genoveva, por su parte, permanecía ajena, sin hacer un gesto y mirando a la oscuridad del valle. ¿Qué estaría sintiendo en aquel corazón suyo que era como uno de nuestros cencerros? No lo sé a ciencia cierta, pero hubo un momento en que resonó gravemente: cuando los guardias fueron hasta el pequeño cementerio y se pusieron a registrar entre las cruces.

Horas después de que clareara el día, los treinta guardias estaban reunidos delante de la casa. Parecían cansados y hambrientos, a la espera de la orden de retirada. Pero Gafas Verdes, don Otto, no desistía. Más pálido que nunca, subía y bajaba por el camino del monte. Estaba pensando con la mayor lógica posible. Igual que yo, que también estaba pensando con la mayor lógica posible.

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