Mi deseo era morirme allí mismo, pero los jóvenes borrachos del pueblo no estaban dispuestos a permitírmelo. Cada vez que me tiraba al suelo, me levantaban y me obligaban a seguirlos. En una de las ocasiones, vi a La Vache calle arriba, rodeada de gente por todos lados y a punto de asfixiarse: ella también estaba ensangrentada, ella también había probado el estoque de Gafas Verdes.
Casi no recuerdo lo que sucedió a continuación. No era capaz de sostenerme sobre mis cuatro patas. Gracias a que, al final, para burlarse aún más de nosotras, aquella gentuza nos echó a la fuente. Y no sólo porque el frescor del agua nos reanimó, sino también porque vimos una escapatoria. Se trataba de unos troncos de árbol que, apilados en forma de escalera, subían hasta el borde del muro de la plaza. Nos bastaba con subir por aquella rústica escalera para saltar al otro lado y quedar libres.
—¿Lo estás viendo? —le dije a La Vache.
—Sí. Es la única solución —me respondió.
Todavía estábamos metidas en la fuente cuando aparecieron los jóvenes que nos habían traído al pueblo. Nos sacaron de allí y, tras ponernos una cuerda al cuello, nos llevaron al cubil.
—¡No las metáis todavía! —les gritó uno de los borrachos.
—Tranquilo, ya volverán a salir por la noche —le respondieron.
La Vache y yo nos pasamos horas tumbadas y lamiéndonos las heridas. Al fin, cuando a la hora de cenar la marmita quedó algo más silenciosa, hablamos sobre la fuga.
—Tenemos que usar las fuerzas que nos quedan para llegar a esos troncos. Tenemos que escapar cuanto antes. De lo contrario, estamos perdidas.
—¿Y cuándo le rompemos la cabeza a Cuchillos? ¿Cuándo? —me contestó ella. Pero no era exactamente una respuesta, sino un lamento.
—Algún día, quizá —le dije. No quedaba otro remedio. Si queríamos salvar la vida, teníamos que olvidarnos de Gafas Verdes.
Volvimos a quedarnos calladas, cada una con sus pensamientos.
—¿Y cuándo le rompemos la cabeza a Cuchillos? —repetía de vez en cuando La Vache, en voz muy baja.
Hacia la medianoche, volvió el zumbido de la gente, y La Vache y yo nos preparamos. No teníamos miedo, pensábamos sólo en nuestro objetivo.
Cogimos a todos por sorpresa. Ni respondimos a ningún ataque ni aceptamos ningún desafío. Fuimos derechas hacia los troncos, y saltando el muro, salimos de la marmita. Instantes después, las dos huíamos corriendo.
La Vache y yo comenzamos a vivir en pleno monte, y vemos a los jabalíes.
Los problemas que surgen entre nosotras, o cómo nos separamos.
Mantengo una seria conversación con El Pesado acerca de la India, Pakistán y otros lugares del planeta.
DESPUÉS de escaparnos del pueblo corrimos sin saber hacia dónde, pues no teníamos otro objetivo que el de distanciarnos de la gentuza de la fiesta. Pero, una vez que nos alejamos y se perdieron por completo sus gritos, nos quedamos sin saber adonde tirar. No queríamos volver a Balanzategui, ni por nada del mundo; pero no se nos ocurría otra posibilidad.
—¡Vamos al monte! —me dijo La Vache después de varias horas de marcha. Las dos estábamos rendidas.
—¡De acuerdo! Y vayamos rápido. Ya descansaremos cuando nos pongamos a salvo —acepté.
Nos pusimos de nuevo a correr, con muchas ganas, pero sin los resultados que esperábamos. Nos costaba coger un buen camino. Casi todos, subían un poco y, en el momento menos esperado, cambiaban de sentido y comenzaban a descender hacia el valle. Era un gran contratiempo: gastábamos inútilmente nuestras pocas fuerzas, y perdíamos además un tiempo —el de las horas de la noche— que era precioso para dos fugitivas como nosotras.
Cuando ya estábamos irritadas y cansadas de tanto probar caminos, escuché la voz del Pesado:
—Escucha, hija mía, estáis en un error. Buscáis siempre un camino amplio y bueno, y así jamás llegaréis al monte. Para ir al monte hay que escoger los caminos malos.
El Pesado se dirigía a mí amablemente, quizá porque seguía impresionada con lo que nos había sucedido en las fiestas del pueblo. Y ya que he dicho eso, me gustaría mencionar también otra cosa. Y la mencionaré. Pues eso, que cuando hablo del Pesado tengo costumbre de hacerlo con aspereza, sobre todo porque me da mucho la lata y no me deja en paz. Y es cierto, mi Voz, Ángel de la Guarda o lo que sea, habla demasiado y siempre como un sabihondo; pero tengo que reconocer que ha sido para mí un amigo bueno e inteligente. Muy inteligente y astuto. Y fiel. Y se acabó. Ya está dicho. Era imposible dejar estas memorias sin una mención en honor suyo, y está claro que ya no las dejaré. Ahora, sigamos con lo que me enseñó aquella noche.
—No comprendo bien. ¿Cómo los caminos malos? ¿Qué caminos malos? —le pregunté.
El Pesado respiró profundamente, o al menos eso me pareció. Luego dijo lo siguiente:
—Mira, hija. Los caminos, que en las cercanías del pueblo son anchos y firmes, se estrechan al llegar a las afueras, y no sólo se estrechan, sino que incluso llegan a morir después de tocar la puerta de la última casa del barrio. Pero ¿acaso mueren todos? No, hija, no todos los caminos mueren. Algunos siguen y se prolongan hacia arriba, hacia alguna casa solitaria de la montaña, y siempre estrechándose, estrechándose cada vez más. Y tanto se estrechan que la mayoría mueren al llegar a la casa solitaria. La mayoría, digo, porque siempre hay algún camino que continúa subiendo, hacia una cima o hacia un bosque elevado, interrumpiéndose aquí y allá, convirtiéndose a veces en una débil senda. Al final, ese último camino se borra por completo, se hace parte del bosque o se confunde con la roca de la cumbre. Y ahí tienes el monte verdadero, hija. Es la porción del mundo que carece de caminos, ni más ni menos que eso.
Supe que El Pesado tenía razón antes de que terminara de hablar. Se lo conté a La Vache, y también estuvo de acuerdo.
—¡Naturalmente! ¡Qué tontas hemos sido! Desde luego, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta. ¡Vamos enseguida a buscar el rastro de un camino malo!
El primero que encontramos nos llevó a un pequeño barrio rural, y el segundo, a una casa asentada en una ladera llena de árboles frutales. Con el tercero, ya bastante estrecho y pedregoso, alcanzamos un pequeño bosque que nos sirvió de refugio durante un par de horas de descanso. Después, por medio de una senda, llegamos hasta una pequeña meseta rocosa. Para entonces estaba clareando, y vimos que a nuestro alrededor no había sino montañas: cuatro cumbres a un lado, dos al otro, siete frente a nosotras, cinco a nuestras espaldas. En total, dieciocho cumbres, dieciocho montañas. Ni una casa, ni un barrio, ni un pueblo. Estábamos en pleno monte.
—¡Ahora somos libres! —exclamó La Vache con entusiasmo, olvidando su cansancio y sus heridas—. No hay caminos a nuestro alrededor, lo cual significa que todos los caminos posibles son nuestros. ¿Por qué no vamos mañana a esa cumbre de ahí? Podemos explorar un poco su maleza.
—¿Mañana? ¿Por qué no pasado mañana? —le dije. Quería descansar.
Antes de que yo acabara de expresar mi proposición, La Vache ya estaba de pie y con la cabeza levantada. Un temblor le sacudía todo el cuerpo, y su mirada, angustiada, estaba fija en la cumbre que acababa de mencionar. Seguí su mirada, y los vi: eran cinco jabalíes que corrían entre la maleza. Iban en formación, todos en línea, como cinco hermanos.
—¡Jabalíes! —gritó La Vache resoplando. Casi podía sentir los latidos de su corazón.
La Vache permaneció callada y sin cambiar de postura durante un buen rato. A pesar de que los jabalíes habían seguido adelante hasta desaparecer en una quebrada, y a pesar también de que el sol picaba cada vez más fuerte y nos hacía daño en las heridas, ella siguió con los ojos clavados en la maleza. Cuando volvió en sí, me habló con rudeza:
—¡Nada de pasado mañana! ¡Iremos mañana!
Estaba demasiado cansada para ponerme a discutir, y tampoco quería reñir desde el primer día. Así es que me callé. Sin embargo, ya en aquel primer momento tuve la sospecha de que las dos acabaríamos por enfadarnos. A mí nunca me han gustado las rudezas.
Cuando se vive en pleno monte, no hay mucho que hacer. Como diría una vaca de establo, allí no hay nada y es imposible divertirse, la vida allí es una empresa como la de hacer fuego con una sola y triste astilla. Y, quién sabe, quizá lo que las vacas de establo dicen acerca del monte sea lógico y razonable, porque, al fin y al cabo, ellas tienen mil cosas que hacer: un día, las vacas viajan en un camión; otro, deben recibir la visita del veterinario; al siguiente, el dueño de la casa les pide que prueben un pienso especial. Y luego están las visitas, la música, el trabajo… En pocas palabras, para las vacas de establo lo de la pobre astilla es algo del pasado, ellas tienen troncos enteros para encender el fuego de la vida. Pero la pregunta es: ¿El gran fuego de los troncos es siempre mejor que el pequeño fuego de la astilla? No lo creo. Recuerdo muy bien, y viene a cuento para aclarar esta cuestión, lo que me contó una vez Pauline Bernardette:
—Pues, bon, el invierno vino muy largo —me dijo la pequeña monja— y se terminó en el couvent la leña para encender el hogar que tenemos en réfectoire. Alors, yo salí a las cercanías del couvent y me dediqué a chercher ramas y astillas en los bordes del chemin, a ver si nos arreglábamos con aquellos trozos de leña hasta la fin del invierno. Así, uno de los últimos días de frío, vi en el suelo una astilla negra y miserable, que parecía ya quemada, y estuve un rato pensando «lo cojo, no lo cojo». Al final, la eché a la cesta y la llevé al réfectoire. ¿Y qué vas a decir tú lo que se pasó, Mo? Pues que puse en el fuego aquella astilla fea y miserable, y todo de seguido salieron de ella llamas de colorines. Una llama era, por ejemplo, azul claro, del color que tiene el manto de la virgen de nuestra chapelle; luego otra, como una lengua de oro; una tercera, de color verde nacarado. Y había también otras llamas que se mezclaban muy bonitas. La verdad te digo, Mo, yo no he visto en mi vida un fuego como aquél. Viéndolo, se me olvidó de comer. Ya ves, Mo, las cosas más feas y miserables pueden esconder maravillas.
Lo que Pauline Bernardette me explicó aquel día es una gran verdad. Yo misma lo comprobé en la temporada que pasé en el monte. Al principio, el tiempo se me hacía largo, y procuraba pasar la mayor parte durmiendo en algún rincón agradable. Por supuesto que no me arrepentía de haber ido allí, porque no se me borraba de la cabeza lo que habíamos sufrido en Balanzategui; pero, puestos a comparar, mi nueva patria me parecía pobre: ni un riachuelo, ni un campo de maíz, ni una sola huerta. De no haber sido por La Vache, a saber qué me habría pasado en los primeros meses de estancia. Quizá habría caído enferma de aburrimiento, igual que cuando me separé de las vacas tontas del establo. Pero, ya digo, allí estaba La Vache. Como dijo el poeta:
J'avais une copine
Yo tenía una compañera.
Sin embargo, para cuando pasó el verano y llegó el sol suave de septiembre, ya había empezado a ver las llamas de colorines del nuevo modo de vida. Y, al igual que le había ocurrido a Pauline Bernardette, la pequeña hoguera me atrapó. Los días pasaban sin que yo me diera cuenta: era como si, libre de estorbos, la Rueda del Tiempo se hubiera puesto a girar placenteramente. Y al otoño le siguió el invierno, y al invierno la primavera, y a la primavera, de nuevo, el verano.
«Hace un año que llegamos aquí» —pensé un día, al notar que el sol volvía a picar con fuerza. Me sorprendió reparar en ello. ¿Un año? ¿Y en qué se me había ido aquel año? Ni lo supe entonces, ni lo sé ahora. Como dice el refrán:
Vaca dichosa no tiene historia.
Eso es lo que me pasa con la temporada que viví en pleno monte, que fui feliz y me ha quedado en la memoria como una nube. Me acuerdo, eso sí, de que la mayor parte del tiempo la pasábamos andando, yendo de un lado para otro.
—¿Por qué no atravesamos ese gran bosque? —decía una de nosotras, y al momento siguiente ya nos habíamos puesto de camino, ya trotábamos. Claro que no trotábamos con la elegancia de los caballos, pero sí mejor que cualquier otra vaca del mundo. Y en ese trotar, en ese vivir como vagabundas, residía el secreto de nuestra felicidad.
Pero ¡cuidado!, detengámonos, digamos toda la verdad, no vaya a convertirme en una especie de segundo Pesado que todo lo dice limando asperezas y redondeando los bordes desagradables. Voy a corregir lo que he escrito en los últimos párrafos. He dado a entender que La Vache y yo fuimos felices, y tengo que matizar esa afirmación; matizarla, que no cambiarla.
Efectivamente, no todas las llamas de nuestra vida en el monte fueron de colorines: entre medias, también tuvimos algunas llamas negras. Y siempre, sin excepción, a causa de los jabalíes. Cada vez que aquellos cinco hermanos pasaban corriendo a nuestro lado, La Vache repetía la escena del día de nuestra llegada: primero se quedaba como hipnotizada y se ponía a temblar, y a continuación comenzaba a comportarse con rudeza y malas formas.
Conocía bien lo que le pasaba a La Vache. En su interior se libraba una gran lucha entre dos voces: una que le decía que siguiera siendo lo que era, y otra —aquella voz interior suya tan agresiva— que le decía lo contrario, que dejara de ser vaca y se pasara al bando de los jabalíes.
Desde luego, debía de ser una lucha para volverse loca, y La Vache hacía lo que podía y más con seguir a mi lado. Yo eso lo comprendía muy bien. De haber tenido yo su malestar, a saber cuál habría sido mi comportamiento, seguro que peor que el de ella. Pero, lo comprendiera o no, las llamas negras seguían allí, y además empeoraban de día en día, eran cada vez más negras. Para cuando entramos en nuestro segundo año de vagabundeo, su rudeza y malas formas eran cosa de todos los días. En cualquier momento, fuera por la mañana, fuera por la tarde o por la noche, se enfurruñaba y se ponía arisca conmigo.
Como éramos copines, lo pasaba por alto, me callaba. No obstante, aquello no podía durar. Al fin y al cabo, no estaba bien, no era justo, porque yo tenía que pagar por nuestra amistad un precio que ella no pagaba. Yo no le pedía nada a cambio de ser amigas, sólo eso mismo, que fuera mi amiga; ella, en cambio, además de ser amiga, me pedía una humildad excesiva. Y es que, para aguantar sus desplantes sin rechistar, había que ser muy humilde.
La Vache y yo nos separamos en dos tiempos, o dicho de otra forma, la relación necesitó de dos tirones para romperse. El primero lo recibió en Balanzategui; el segundo y último, durante una nevada, cuando ambas buscábamos una cueva. Después de tanto tiempo de andar juntas, nos separaríamos para siempre.