Memorias de una vaca (7 page)

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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

—Denos permiso para poner la tienda en uno de los terrenos de ahí dentro, Soeur. Nos sentiremos más seguros en su jardín que en pleno campo —le dijeron a Pauline Bernardette. El grupo estaba formado por tres chicas y tres chicos, y el que llevaba la voz cantante era uno de los chicos, uno rubio.

El couvent, que en realidad parece una ciudadela, es enorme de grande, y dentro de sus muros hay de todo, desde el edificio del propio couvent hasta todo lo que se pueda esperar en una gran explotación agrícola: campos de hierba, campos de maíz, gallineros, establos para las vacas normales, establos para las vacas especiales como yo, filas y más filas de árboles frutales, garajes para las máquinas, cocinas donde las monjas hacen chocolate y mermeladas… Así pues, problemas de espacio no había, y los jóvenes podían aposentarse en cualquier rincón. El problema era —ya lo he apuntado antes— que las leyes de la clausura no permitían la entrada de extraños en el couvent. Y eso fue precisamente lo que Pauline Bernardette les dijo a aquellos jóvenes.

—Pero, Soeur —empezó otra vez el rubio que hacía de cabecilla—, no puede dejarnos fuera. Por aquí alrededor no hay más que monte, y tenemos miedo. Sobre todo las chicas, tienen mucho miedo. ¿No puede meternos por algún portillo?

Pauline Bernardette vaciló. La cabeza le decía que no, que no podía desobedecer las reglas del couvent, y que además no era para tanto, que no había tanto monte por los alrededores, que su mismo pueblo, Altzürükü, no quedaba lejos; pero todos sus corazones, aquellos diez corazones suyos que eran como campanillas de gato, le sonaban a lo contrario, le exigían que diera refugio a aquella gente que venía pidiendo un favor.

—Una soeur hace falta obedecer las reglas del couvent, pero la charité es antes que todas las muchas cosas de este mundo, Pauline Bernardette —se dijo a sí misma.

Poco después, un portillo de la parte trasera del couvent se abría para dar paso a los jóvenes.

—Por favor os lo pido. Restez-vous aquí muy secrètement, y luego mañana marchar vosotros con el primer rayon du soleil. Si Notre Mère Superieure tiene conocimiento de esto que yo he hecho, yo lo pagaré. Tendré un mes de penitence por lo menos —les dijo la pequeña monja después de llevarlos a un bonito prado del jardín.

Los jóvenes hicieron que sí con la cabeza, y empezaron a montar la tienda. Por mi parte, yo tenía mis recelos. No me gustaba mucho la forma que el cabecilla del grupo, aquel rubio, tenía de reírse.

Hasta la noche no pasó nada, porque nada eran, al menos para mí, las carcajadas que surgían de la tienda de vez en cuando. Pero luego, con la oscuridad, los tres chicos y las tres chicas salieron fuera y empezaron a hacer el loco. Fueron hasta una de las filas de árboles y se pusieron a coger cerezas, de muy mala manera, haciendo barbaridades, rompiendo, por ejemplo, una rama entera para coger dos o tres cerezas. Era evidente que estaban un poco bebidos.

—Os lo he dicho, que hoy nos daríamos un atracón de cerezas —gritó en un momento dado el rubio, descubriendo cuáles habían sido sus intenciones al acercarse a Pauline Bernardette—. ¿Y el sitio? ¿Qué os parece el sitio? ¿No es de película? —añadió con fanfarronería.

«Gente desagradecida que devuelve mal por bien, la peor clase de gente que hay en el mundo» —pensé para mí. Había que ser canalla para engañar a una persona como Pauline Bernardette.

Durante la cena bebieron mucho y se rieron aún más, a carcajada limpia, intercalando aquí y allá unos gritos que parecía que tenían que oírse desde Altzürükü. ¿Cuánto tiempo necesitaría la Madre Superiora del couvent para despertarse con aquel jaleo? Cada vez estaba más inquieta y preocupada, me costaba seguir en el establo.

Cuando las carcajadas y los gritos habían llegado al colmo, una sombra armada con un bastón atravesó el jardín. Era Pauline Bernardette. Venía muy enfadada, y con un buen susto encima.

—¡Cochonnerie! ¡Esto es una cochonnerie! ¡Fuera filisteos! ¡Fuera del couvent très vite!

Los del grupo siguieron con el mismo jaleo que antes, sólo que ahora miraban a Pauline Bernardette.

—¡Vaya con la monja enanita ésta! ¿Habíais visto alguna vez una monja tan enana? —chilló el rubio. Aquella ocurrencia les hizo una gracia tremenda a los demás chicos y chicas de la pandilla.

—¡Filisteos! —repitió Pauline Bernardette, y, blandiendo el bastón, hizo añicos dos o tres botellas de cerveza que había junto a la tienda.

Así como los demás eran cretinos y nada más que cretinos, el rubio era sucio, pura basura. Torciendo el gesto, se levantó de delante de la tienda y dio un empujón a la pequeña monja. Luego soltó contra ella una retahila de palabrotas indecentes.

Las campanillas de Pauline Bernardette enmudecieron de golpe. Estaba sin aliento. Y el rubio venga con sus burlas ofensivas, venga con sus risotadas. Con el acompañamiento de los otros cretinos, además.

—La hora de romper otro par de huesos ha llegado, Mo —me dije a mí misma. No podía permitir que trataran así a Pauline Bernardette. No podía fallarle a ella como una vez había fallado a La Vache.

Enseguida se acabaron los insultos del chico rubio y sus alardes. Cuando me vio salir del establo, cogió una de las botellas que la pequeña monja había roto y se esforzó en parecer un hombrecito delante de los de su pandilla. Pero le temblaban las piernas.

«¡Imbécil! —pensé—. ¿Tú qué te has creído? ¿Que soy de ayer? ¿Te crees que no me doy cuenta de que te estás cagando en los pantalones? ¡Vas a ver qué pronto dejas de amenazarme con ese cristal!»

Agaché la cabeza, adelanté los cuernos al tiempo que ponía en movimiento mis quinientos kilos, y le rompí un brazo por dos sitios. Luego pasaron muchas cosas, hubo en aquel jardín más chillidos y más golpes de los que había habido nunca, pero no merece la pena contar lo que cualquiera puede imaginarse.

—¡Pero, Mo! ¿Por qué has tomado tú de la vengeance? ¡No es bien que alguien tome la vengeance por su mano! —me dijo Pauline Bernardette cuando los jóvenes se esfumaron del jardín. Pero, a pesar de sus palabras, me daba cuenta de que sus campanillas sonaban con alegría.

Hay que defender a los amigos, siempre. Contra los cretinos, contra los compañeros de establo, contra quien sea; siempre hay que defender a los amigos. Sin embargo, no es ésta una verdad que se aprenda pronto. Yo, por ejemplo, no la conocía en los primeros tiempos de Balanzategui, cuando no tenía más cabeza que una mosca, y de ahí que no le pidiera cuentas a Bidani por lo que había dicho de La Vache; ni a Bidani ni al Encorvado, que también la insultó por su retraso en acudir al banquete.

—¿Dónde está la que falta, esa vaca negra mal hecha y cabezona? —exclamó El Encorvado después de contarnos a las que estábamos frente al establo.

—Estará por donde el molino viejo, siempre anda por allí. Pero, no sé, creo que podemos dejarla fuera —dijo Genoveva con su seriedad habitual.

—¿Y si se mezcla con las rojizas? Ya sé que no es normal, pero puede pasar. Mejor si entra ella también al establo.

—Silbaré —dijo Genoveva. Era muy hábil en aquello, y también aquel día acertó a emitir un silbido muy largo y agudo. Era, además, capaz de silbar artísticamente: a veces repetía punto por punto las piezas que oía en los discos.

No hizo falta una segunda llamada. La Vache apareció abajo en el riachuelo y, con la fuerza que nadie tenía en Balanzategui, subió la cuesta hacia la casa en un abrir y cerrar de ojos. Estaría mal hecha y sería cabezona, pero su poderío físico era muy superior al de cualquier otra vaca. Además, era valiente y tenía cerebro. El mismo Encorvado lo reconoció nada más llegar ella al grupo. Se había Puesto justo en la puerta del establo, como queriendo entrar.

—Entra, entra —le dijo El Encorvado al tiempo que abría la puerta—. No eres tonta. ¡Hay que ver como has adivinado que el banquete de hoy será para las negras!

Efectivamente, el banquete era para las de nuestro grupo. Cuando una de las rojizas, Bidani o cualquier otra, intentaba entrar, El Encorvado la disuadía con un bastonazo.

—Estate atenta, hija mía, que aquí empiezan a suceder cosas —escuché entonces en mi interior—. Acuérdate de lo que hablamos un día, de lo raros que me parecían a mí estos banquetes —añadió.

Ya recordaba algo. Hablamos de la mala gente que había en el molino, de la guerra, de los banquetes…

Todo aquel jaleo del banquete me hacía bien. Empezaba a despabilarme, a salir del atontamiento en que me había sumido la buena vida, y mi cabeza de mosca se mostraba capaz de recordar algunas cosas. Con ese ánimo, comencé a entrar en el establo.

—No tanta prisa, hija mía —me interrumpió El Pesado—. ¿Por qué andar presurosa y arrebatada a la hora de entrar en el banquete? ¿Por qué no quedarse un momento tomando la brisa del otoño para, de paso, saber qué ordenan a las vacas rojizas? En mi opinión, una recogida de datos es completamente necesaria. De lo contrario, nunca sabremos a qué vienen las rarezas de esta casa.

Obedecí al Pesado y, quitándome de la puerta del establo, corrí hacia las vacas rojizas.

—Nada de eso, tú adentro —me dijo Genoveva nada más verme. Ella y El Encorvado empujaban al grupo de las rojizas hacia un pequeño terreno circular cercado por un muro de piedra. También aquello era excepcional. Normalmente no nos dejaban pasar allí, ni siquiera cuando la hierba estaba muy crecida.

—¡Adentro he dicho! ¡Tú, al establo! —me gritó Genoveva. Sin más dilaciones, me encaminé hacia donde mis iguales. Ya tenía el dato que me pedía El Pesado, sabía dónde metían a las rojizas cuando nosotras íbamos a tener el banquete. O dónde nos meterían a nosotras el día en que el banquete fuera para las rojizas.

—¿Por qué nos diferencian? ¿Por qué nos separan en dos grupos cada vez que hay banquete? —me pregunté. Me sentía cada vez más despabilada, lejos ya del espíritu de una mosca.

Desgraciadamente, no podía hablar de aquel tema con nadie. La Vache no daba muestras de querer reconciliarse conmigo. Seguía sin dirigirme la palabra, y cuando nos miraba, sus ojos expresaban su convicción de siempre:

—¡No hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta!

En aquella situación era imposible intentar una conversación con ella, así que puse toda mi atención en la comida que nos habían puesto en el pesebre.

Viéndolo desde ahora, con la experiencia que da la vida, no consideraría un banquete la comida que hicimos aquel día en Balanzategui. Al fin y al cabo, no era otra cosa que pienso, un pienso de color blancuzco que una camioneta Chevrolet traía en sacos de vez en cuando. Pero, claro, en aquellos tiempos nosotras las vacas apenas conocíamos comida de fuera, y el pienso nos parecía una novedad tremenda. Una novedad, dicho sea de paso, tan grande como aquella camioneta Chevrolet que andaba sobre cuatro ruedas. Y es que eran otros tiempos. El único artilugio mecánico que hasta entonces se había visto en el valle era el avión caído que había mencionado La Vache.

Además de algo nuevo, el pienso era un poco picante, tenía un sabor más fuerte que la hierba de todos los días, y lo comíamos con gusto. Al final, después de un par de horas de dedicación, nos tumbábamos a hacer la digestión. En el mismo sitio, se entiende, pues Genoveva y El Encorvado esperaban hasta la mañana siguiente para abrir las puertas del establo.

Aquel día de mi primer banquete, yo me sentí muy bien. No solamente por el asunto de la comida, también por los discos que ponía Genoveva en la sala. No obstante, a pesar de la tranquilidad que reinaba en Balanzategui, El Pesado andaba preocupado. No comprendía lo del banquete de pienso.

—Escucha, hija mía. ¿Por qué el pienso? Con la hierba fina, sabrosa y nutritiva que hay en Balanzategui, ¿a cuento de qué ese alimento que hay que traer en camioneta? ¿Cuánto costará un saco de pienso? La verdad, me parece un derroche. Y además, no es forma saludable de comer. Siempre que sea posible, hay que comer lo natural, pues de lo contrario puede dañarse alguno de vuestros estómagos. Y créeme, la vaca que daña uno de sus estómagos, daña también un pedazo de su vida. Lo natural, hija mía. Siempre que sea posible, hay que comer lo natural. Sinceramente, no sé en qué está pensando la señora de Balanzategui.

A saber en qué estaría pensando aquella señora de nuestra casa que iba y venía por la sala y a veces ponía música. Desde luego que no en cuestiones de hierba, y todavía menos en la alimentación que nos convenía a las vacas. De todas formas, era evidente que —por otras razones— estaba tan inquieta como El Pesado, porque los silencios entre disco y disco se rompían con pequeños ruidos inusuales: el golpe de una puerta cerrada demasiado fuerte, o el tintineo de un cacillo que rodaba por el suelo. Además, El Encorvado seguía en casa —veíamos su bicicleta en un rincón del establo—, y trabajaba en el desván. ¿Por qué tanto movimiento?, me preguntaba a mí misma. Pero había que esperar hasta que cayera la tarde y vinieran las primeras sombras. La noche me diría la verdad. La noche no sólo ponía al descubierto la luna y las estrellas, también sacaba a relucir otros secretos.

La oscuridad de la noche era completa cuando oí los pasos. A pesar de que por el ventanuco que tenía enfrente no había modo de ver nada, mis oídos enseguida me hicieron saber su origen: eran pasos ligeros y a la vez enérgicos, y además elegantes, muy elegantes, pasos realmente muy hermosos, de los que yo había deseado para mí en el momento de mi nacimiento. Sí, efectivamente, eran pasos de caballo. El Pesado dirá lo que quiera, que no duermen bien y demás, pero en lo que toca a los pasos, no tienen igual. No hay en el mundo quien ande como ellos.

Los caballos, cinco o seis, puede que siete, se pararon delante del establo, y ya no se oyó el sonido de sus pasos, sino el de una cuadrilla de hombres. Hombres ligeros y jóvenes, que al andar apenas se apoyaban en el talón.

—Todo va bien. ¡Adelante! —oí con claridad. Era la voz del Encorvado. La cuadrilla de hombres saludó al viejo criado.

—¿Qué tal en el monte? ¿Estaban bien los caminos? —preguntó Genoveva.

—Los caminos están bien. Es un otoño muy seco —contestó uno de los hombres.

—Cuanto antes terminemos el trabajo, más tiempo tendremos para cenar. ¡Vamos a trabajar un poco, chicos!

—Eso es lo malo en este mundo. Que para comer, antes hay que trabajar. Pero mejor que empecemos, sí —bromeó el hombre que había hablado antes, y los demás se rieron un poco. Serían unos seis o siete, pero imposible saber quiénes y cómo eran. Por el ventanuco del establo no se veía sino la noche y alguna que otra estrella. Por su parte, La Vache lo intentaba a través de una rendija de la puerta del establo, pero sin mayor resultado. Estando donde estábamos, la única posible vía de información era el oído.

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