Rip y yo íbamos un día a Mulholland antes de mi partida y Rip mordisqueaba un ojo de plástico y llevaba una camiseta de Billy Idol. Yo trataba de sonreír y Rip dijo algo sobre ir una noche a Palm Springs antes de que me marchara y yo asentí vencido por el calor. En una de las curvas más traicioneras de Mulholland, Rip bajó la marcha y aparcó en el borde de la carretera y se bajó y me hizo gesto de que hiciera lo mismo. Señaló los muchos coches destrozados que había en el fondo. Algunos estaban oxidados y quemados, otros nuevos y aplastados, y sus brillantes colores, casi obscenos, resplandecían al sol. Traté de contar los coches; por lo menos debía de haber veinte o treinta coches allí abajo. Rip me habló de unos amigos suyos que se habían matado en aquella curva; desconocían la carretera. Cometieron un error en plena noche y volaron hacia la nada. Rip me contó que algunas noches, en el silencio, se podía oír el chirrido de los neumáticos y luego un prolongado silencio. Un rrriiish y luego, casi inaudible, un impacto. Y a veces, si uno escucha con atención, se oyen gritos en la noche que no duran mucho. Rip dijo que dudaba de que llegaran a sacar los coches de allí, y que probablemente esperarían hasta que estuviera lleno de coches y los utilizarían como una advertencia y luego los quemarían. Y allí parado, mirando el Valle cubierto de niebla, y notando los vientos calientes y el polvo que se arremolinaba a mis pies, y el sol, una bola de fuego gigantesca que se elevaba, le creí. Y después, cuando volvimos al coche y cogió una calle que me pareció sin salida, le pregunté:
—¿A dónde vamos?
—No lo sé —me dijo—. Simplemente damos un paseo en coche.
—Pero esta carretera no lleva a ninguna parte —le dije.
—¿Y qué importa?
—¿Y qué es lo que importa, tío? —le pregunté al cabo de un rato.
—Sólo que estamos en ella, tío —dijo.
Antes de irme, una mujer a la que habían degollado fue tirada desde un coche en marcha en Venice; una serie de incendios incontrolados se extendieron por Catsworth, obra de un incendiario; un hombre mató en Encino a su mujer y a sus dos hijos. Cuatro chicos, a ninguno de los cuales conocía, murieron en un accidente de coche en la Pacific Coast Highway. Muriel fue reingresada en el Cedars-Sinai. Un chico, apodado Conan, se suicidó en una fiesta universitaria de la U.C.L.A. Y yo me encontré casualmente con Alana en el Beverly Center.
—No te he visto por ahí —le dije.
—Sí, es que no he salido mucho.
—Me encontré con alguien que te conoce.
—¿Quién era?
—Evan Dickson. ¿Le conoces?
—He salido con él.
—Sí, ya lo sé. Eso fue lo que me dijo.
—Pero ahora anda follándose a un tal Derf, que va a Buckley.
—Oh.
—Sí, oh —dijo ella.
—¿Y qué?
—Es algo tan típico.
—Sí —le dije—. Lo es.
—¿Lo has pasado bien mientras estuviste por aquí?
—No.
—Eso no está bien.
Y veo a Finn en el Mercado Hughes, en Doheny, un martes por la tarde. Hace calor y me he pasado todo el día tumbado junto a la piscina. Cojo el coche y llevo a mis hermanas al mercado. Hoy no han ido al colegio y llevan pantalones cortos y camiseta y gafas de sol, y yo llevo un viejo traje de baño y una camiseta. Finn está con Jared y me ve en la sección de alimentos congelados. Lleva sandalias y una camiseta del Hard Rock Cafe y me mira una vez, baja la vista y luego vuelve a mirar. Le doy la espalda rápidamente y me dirijo hacia las verduras. Me sigue. Cojo un paquete de seis bolsas de té y luego un cartón de cigarrillos. Vuelvo a mirarle y nuestras miradas se encuentran y me doy la vuelta. Me sigue hasta la caja.
—Hola, Clay. —Me guiña un ojo.
—Hola —digo, sonriendo y alejándome.
—Ya te atraparé otro día —dice, apuntándome con los dedos como si fueran una pistola.
La última semana estoy en Parachute con Trent. Trent se prueba ropa. Me apoyo en una pared leyendo un número atrasado de
Interview
. Un chico de pelo rubio y muy guapo, que me parece que es Evan, también se está probando ropa. No va a una cabina a probársela. Se la prueba en medio de la tienda, delante de un gran espejo. Se mira mientras se queda quieto, sólo con el slip puesto y unos calcetines de cuadros escoceses. El chico sale de su trance cuando su novio, también rubio y guapo, aparece detrás de él y le da una palmadita en la nuca. Luego se prueba otra cosa. Trent me dice que vio al chico con Julian en el Porsche negro de Julian en Beverly Hills High, hablando con otro chico que parecía tener unos catorce años. Trent dice que aunque Julian llevaba gafas de sol se podía ver que tenía los ojos morados.
Voy al cine con Trent. El cine al que vamos, de Westwood, está casi vacío si se exceptúan unas cuantas personas dispersas por la sala, la mayoría de ellas solas. Veo a un viejo amigo del instituto sentado con una rubia muy guapa en las primeras filas, cerca del pasillo, pero no digo nada y cuando se apagan las luces siento cierto alivio de que Trent no le haya reconocido. Más tarde, en el salón de los videojuegos, Trent juega con uno que se llama Cometiempo y hay perritos calientes y huevos de ésos de los vídeos que persiguen a un cocinero, bajo y con barba, y Trent quiere enseñarme a jugar, pero yo no quiero. Me quedo mirando los perritos calientes que se mueven enloquecidos y por algún motivo cuesta mucho agarrarlos y me aparto, buscando algún otro juego. Pero todos los juegos parece que sólo tienen escarabajos y avispas y polillas y serpientes y mosquitos y ranas y arañas enloquecidas que comen enormes moscas púrpura y la música que sale de los juegos me aturde y me produce dolor de cabeza y las imágenes se mueven demasiado. Incluso lo siguen haciendo después de salir yo del salón.
Camino de casa, Trent me dice:
—Bueno, hoy te has comportado como uno de la pasma.
En Beverly Glen voy detrás de un Jaguar rojo con una matrícula que dice RUINA y tengo que frenar.
—¿Qué te pasa, Clay? —me pregunta Trent.
—Nada —consigo decir.
—¿Qué hostias te pasa?
Le digo que me duele la cabeza y le llevo a su casa y le digo que le llamaré desde New Hampshire.
Por algún motivo me recuerdo en una cabina telefónica de una estación de servicio de Palm Desert a las nueve y media de la noche de un domingo, a fines de agosto, esperando que me llame Blair, que a la mañana siguiente se marchaba para pasar tres semanas en Nueva York con su padre, que estaba rodando allí. Yo llevaba vaqueros y una camiseta y un viejo jersey de cuadros escoceses y playeros sin calcetines y estaba despeinado y fumaba un pitillo. Y desde donde estaba veía una parada de autobús con cuatro o cinco personas que esperaban sentadas o de pie bajo las luces fluorescentes de la calle. Había un chico, de quince o dieciséis años, que yo creía que estaba haciendo auto-stop y me encontraba nervioso y hubiera querido decirle algo al chico, pero vino el autobús y el chico subió a él. Estaba esperando en una cabina telefónica sin puerta y la luz fluorescente era insistente y me causaba dolor de cabeza. Una fila de hormigas se metía en un envase de yogur y aplasté mi pitillo dentro. Era una noche extraña. Había tres cabinas telefónicas en esta estación de servicio concreta aquel domingo por la noche de finales de agosto y todas las cabinas estaban ocupadas. Había un surfista bastante joven en la cabina de al lado de la mía con pantalones cortos a cuadros y una camiseta amarilla y yo estaba seguro de que esperaba el autobús. No me parecía que el surfista estuviera hablando con nadie; hacía como que hablaba con alguien y no había nadie al otro lado de la línea, y todo lo que yo pensaba de eso era que es mejor hacer como si se habla con alguien que no hablar en absoluto, mientras recordaba una noche en Disneylandia con Blair. Se detuvo un coche con una matrícula que decía «GABSJUEGO», y una chica con un corte de pelo a lo Joan Jett, probablemente Gabs, y su novio, que llevaba una camiseta negra de Clash, bajaron del coche. El motor seguía en marcha y pude distinguir fragmentos de una vieja canción de Squeeze. Terminé otro cigarrillo y encendí uno más. Algunas de las hormigas se ahogaban en el yogur. Llegó el autobús. Subió gente. No se bajó nadie. Y seguí pensando en aquella noche en Disneylandia y pensando en New Hampshire y en Blair y en mí, que habíamos roto.
Un viento caliente soplaba en la estación de servicio vacía y el surfista, al que creí un chulo, colgó el teléfono y oí que no caía ninguna moneda e hice como que no lo oía. Se subió a un autobús que pasaba. GABSJUEGO se fue. El teléfono sonó. Era Blair. Y le dije que no se fuera. Ella me preguntó dónde estaba. Le dije que estaba en una cabina telefónica de Palm Desert. Ella preguntó:
—¿Por qué?
Y yo pregunté:
—¿Y por qué no?
Le dije que no fuera a Nueva York. Ella me dijo que ya era un poco tarde. Le dije que viniera a Palm Springs conmigo. Me dijo que le estaba haciendo daño; que le había prometido que me quedaría en Los Angeles; que le había prometido que nunca volvería al Este. Le dije que lo sentía y que las cosas se arreglarían y ella dijo que ya me había oído decir eso y que si nos gustábamos mutuamente, qué podían importar cuatro meses. Le pregunté si se acordaba de aquella noche en Disneylandia y ella preguntó:
—¿Qué noche en Disneylandia?
Y colgué.
Conque volví a Los Angeles y fui al cine y luego anduve en coche hasta la una y me senté en un restaurante de Sunset y tomé café y terminé los pitillos y me quedé hasta que cerraron. Y volví a casa y Blair me llamó. Y yo le dije que la echaba de menos y que a lo mejor cuando volviera las cosas funcionarían. Ella dijo que tal vez y luego que se acordaba de aquella noche en Disneylandia. Me marché a New Hampshire a la semana siguiente y no hablé con ella durante cuatro meses.
Antes de irme me veo con Blair para almorzar. Está sentada en la terraza de The Old World, en Sunset, esperándome. Lleva gafas de sol y bebe un vaso de vino blanco que probablemente consiguió gracias a su carnet de identidad falso. A lo mejor el camarero ni se lo pidió, pienso al entrar por la puerta delantera. Le digo a la encargada que estoy con la chica sentada en la terraza. Blair está sentada sola y vuelve la cara hacia la brisa y en ese momento algo suyo me sugiere una especie de confianza, una especie de valor, y siento envidia. Me acerco por detrás y la beso en la mejilla. Ella sonríe y se vuelve y se levanta las gafas y huele como a vino y pintura de labios y perfume y me siento y hojeo el menú. Dejo el menú en la mesa y miro pasar los coches, empezando a pensar que tal vez esto sea un error.
—Me sorprende que hayas venido —dice.
—¿Por qué? Te dije que vendría.
—Sí, lo dijiste —murmura—. ¿Dónde has estado?
—He desayunado a primera hora con mi padre.
—Debió de resultar agradable. —Me pregunto si está siendo sarcástica.
—Sí —digo, inseguro. Enciendo un pitillo.
—¿Y qué más cosas has hecho?
—¿Por qué?
—Oye, no te pongas a la defensiva. Sólo quiero hablar.
—Sí, hablar. —Guiño los ojos cuando el humo del pitillo me entra en ellos.
—Oye. —Bebe un trago de vino—. Háblame de tu fin de semana.
Suspiro, sorprendido de no recordar casi nada de lo que pasó.
—No lo recuerdo.
—Oh.
Cojo el menú otra vez, y luego lo dejo sin abrirlo.
—De modo que vuelves al Este —dice.
—Eso parece. Aquí no hay nada.
—¿Esperabas encontrar algo?
—No lo sé. Llevo aquí mucho tiempo.
Parece como si hubiera estado siempre.
Doy golpecitos con el pie en el suelo de la terraza y la ignoro. Es un error. De repente me mira y se quita sus Wayfares.
—Clay, ¿me quisiste alguna vez?
Miro el cartel y le digo que no he oído lo que me ha dicho.
—Te he preguntado que si me quisiste alguna vez.
En la terraza el sol hace que me lloren los ojos y durante un momento de ceguera me veo con claridad. Recuerdo la primera vez que hicimos el amor en la casa de Palm Springs, su cuerpo moreno y mojado entre las frescas sábanas tan blancas.
—No me preguntes esas cosas, Blair —le digo.
—Contéstame.
No digo nada.
—¿Es una pregunta tan difícil de contestar?
La miro a los ojos.
—¿Sí o no?
—¿Por qué?
—Maldita sea, Clay —solloza ella.
—Sí, claro. Supongo.
—No me mientas.
—¿Qué coño quieres oír?
—Quiero que me contestes —dice alzando la voz.
—No —casi grito—. Nunca te quise. —Casi me echo a reír.
Ella respira a fondo y dice:
—Gracias. Es todo lo que quería oír. —Toma un trago de vino.
—¿Y tú, me quisiste alguna vez? —le pregunto a mi vez, aunque ya no me importa.
Ella hace una pausa.
—He pensado en eso y sí, te quise una vez. Quiero decir que te quise de verdad. Durante un tiempo todo estuvo bien. Eras cariñoso. —Baja la vista y luego sigue—. Pero era como si no estuvieras allí. Oh, mierda, esto no tiene sentido —se interrumpe.
La miro, esperando que siga, mirando el cartel. Desaparezca aquí.
—No sé si alguna de las demás personas con las que estuve estaba allí de verdad… pero al menos lo intentaron.
Cojo el menú; dejo el pitillo.
—Tú nunca lo intentaste. Las otras personas hicieron un esfuerzo y tú únicamente… —Toma otro trago de vino—. Nunca estabas allí. Sentí pena por ti algún tiempo, pero luego lo encontré muy difícil. Eres un chico guapo, Clay, pero sólo eso.
Miro los coches que pasan por Sunset.
—Es difícil sentir pena por una persona a quien no le importas.
—¿Sí? —pregunto.
—¿Qué es lo que te importa? ¿Qué es lo que te hace feliz?
—Nada. No hay nada que me haga feliz. No hay nada que me guste —le digo.
—¿Nunca te he importado yo, Clay?
No digo nada, vuelvo a mirar el menú.
—¿Nunca te he importado? —vuelve a preguntar.
—No quiero que me importe nada. Si me importan las cosas es peor. Se convierten en una cosa más de las que me molestan. Es menos doloroso si no te importa nada.
—Tú me importaste durante algún tiempo.
Yo no digo nada.
Se quita las gafas de sol y por fin dice:
—Ya nos volveremos a ver, Clay. —Se levanta.
—¿A dónde vas? —De repente no quiero dejar a Blair aquí. Casi quiero llevármela conmigo.