Metro 2034 (44 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

—¡Eso no tenías que decidirlo tú! ¡Ponte en pie! Tenemos que regresar en seguida. Con tal de que aún no haya llegado a la Tulskaya… —Sasha repiqueteó con los dedos sobre el reloj, murmuró y sollozó—. ¡Sólo nos quedan tres horas!

—¿Y qué? Emplearemos la conexión telefónica. Haré que llamen a la Hansa y se lo expliquen todo. Así no tendremos que hacer el viaje. Aparte de que probablemente no llegaríamos a tiempo…

—¡No! —Sasha negó con la cabeza—. ¡No! No se lo va a creer. No querrá creérselo. Tengo que decírselo yo misma. Tengo que explicárselo…

—¿Y luego qué? —le preguntó Leonid, celoso—. ¿Luego, de pura alegría, te entregarás a él?

—¿Y a ti qué te importa? —le espetó la joven. Pero luego comprendió, por puro instinto, cuál era la mejor manera de dominar a un hombre enamorado, y añadió en tono más amable—: No quiero nada de él. Pero si tú no me acompañas, no podré pasar los puestos fronterizos.

—Lo que está claro es que en muy poco tiempo has aprendido de mí a mentir —le replicó Leonid con una sonrisa amarga. Luego suspiró, derrotado—. Bueno, está bien. Vamos.

Tardaron media hora en llegar a la Sportivnaya: el turno de guardia había cambiado, y Leonid tuvo que explicar una vez más cómo era posible que una muchacha sin pasaporte hubiera pasado la frontera de la Línea Roja. Sasha miraba nerviosa el reloj y Leonid la miraba a ella. Era obvio que dudaba, que luchaba consigo mismo.

Sobre el andén, flacos reclutas amontonaban fardos de mercancías sobre una dresina vieja y hedionda. Unos trabajadores borrachos hacían como si quisieran obturar unos tubos que se habían reventado. Algunos críos con uniforme ensayaban una canción infantil. En tan sólo cinco minutos, Leonid y Sasha habían tenido que detenerse en dos ocasiones ante un control de documentación, y el segundo de estos controles, cuando estaban a punto de entrar en el túnel que llevaba a la Frunzenskaya, se alargaba como un tormento.

Se les acababa el tiempo. Sasha no estaba segura de poder contar con las dos horas de gracia. Nadie sería capaz de detener a Hunter, y era posible que la operación hubiera empezado hacía mucho rato.

Entre tanto, los soldados habían terminado de cargar la dresina. El vehículo empezó a avanzar por las vías en dirección hacia el lugar donde se encontraban los dos jóvenes. Entonces, Leonid tomó una decisión.

—No quiero perderte —dijo—. Pero tampoco te puedo retener. Me las estaba arreglando para que llegáramos demasiado tarde y así tuvieras que abandonar tu misión. Pero he comprendido que así no te voy a conseguir. La sinceridad es el peor de los métodos para seducir a una mujer, pero no quiero mentirte más. No quiero quedar para siempre avergonzado ante ti. Elige tú misma a quién prefieres. —Sin mediar palabra, el músico le arrancó el pasaporte mágico de las manos al quisquilloso guardia y, con inesperada agilidad, le arreó un gancho en el mentón y lo derribó en el suelo. Acto seguido, agarró a Sasha de la mano y la hizo saltar con él a la dresina, que en ese momento pasaba por su lado. Al volverse hacia ellos, el atónito conductor se encontró con un cañón de revólver delante de la cara.

Leonid estalló en carcajadas.

—¡Si papá me viese, estaría orgulloso de mí! ¡Cuántas veces me ha dicho que despilfarro mi tiempo y que no voy a llegar a ninguna parte con esa flauta de afeminado! ¡Y ahora que me comporto como un hombre de verdad, resulta que él no está conmigo para verlo! ¡Pero qué tragedia! —Luego le ordenó al conductor de la dresina—: ¡Salta! —Y el conductor, pese a la velocidad a la que ya se movían, obedeció, se dejó caer sobre las vías, se pegó un buen golpe, gritó y desapareció en la oscuridad.

Leonid se puso a arrojar la carga. Cada vez que uno de los fardos golpeaba la vía, el motor rugía con más fuerza. El viejo y débil faro delantero de la dresina arrojaba una luz trémula e insegura. Apenas alcanzaba a iluminar dos metros por adelante. Una familia de ratas salió corriendo ante las ruedas, con unos grititos que parecían el chirrido de una lima sobre cristal. Un aterrorizado guardavías saltó a un lado en el último momento. Y, en la lejanía, una sirena de alarma se puso a aullar histéricamente. Las juntas del túnel se sucedían cada vez con mayor rapidez. Leonid arrojó el último fardo de la dresina.

Atravesaron la Frunzenskaya a gran velocidad. Los desprevenidos guardias salieron corriendo, igual que antes las ratas, y tan sólo cuando la dresina hubo salido de la estación se oyó una alarma idéntica a la de la Sportivnaya.

—¡Ahora empieza la fiesta! —gritó Leonid—. ¡Tenemos que llegar hasta la bifurcación que enlaza con la Línea de Circunvalación! Allí la guarnición es fuerte y tratará de detenernos. ¡Si conseguimos pasar, seguiremos por la línea hasta el centro!

Sus miedos tenían un motivo: desde la misma bifurcación por la que habían llegado hasta la Línea Roja los golpeó la luz de los faros de una locomotora diesel. La bifurcación estaba muy cerca: era demasiado tarde para frenar. Leonid pisó el gastado pedal hasta tocar el suelo, y Sasha cerró los ojos… sólo les restaba la esperanza de que el cambio de agujas estuviera en su lugar. Si no, se estrellarían de frente contra el otro vehículo.

Una ametralladora empezó a disparar. Las balas silbaron a pocos centímetros de sus oídos. El olor a quemado y el aire cálido los envolvieron, un motor desconocido se puso en marcha con gran estruendo y luego enmudeció. Como por un milagro, los dos vehículos no chocaron. Tan pronto como hubieron pasado el cambio de agujas, desde la locomotora volvieron a disparar contra ellos. Mientras avanzaban trepidantes hacia la Park Kultury, la otra máquina se alejó en dirección contraria.

Así pues, habían ganado cierta ventaja. Les bastaría para llegar a la estación siguiente, pero luego, ¿qué? La dresina perdía velocidad, porque el túnel, gradualmente, se empinaba hacia arriba.

Leonid se volvió hacia Sasha.

—La próxima estación es la Park Kultury. Está casi pegada a la superficie. La Frunzenskaya, por el contrario, se encuentra cincuenta metros más abajo. ¡Tenemos que subir esta cuesta, y luego volveremos a acelerar!

Y, ciertamente, en el momento de entrar en la Park Kultury habían vuelto a ganar velocidad. Era una estación antigua y orgullosa, de techo alto pero, por el motivo que fuese, inanimada, oscura y apenas habitada. De nuevo, una sirena hizo oír con gran estridencia su ronca voz. Tras una fortificación de ladrillo se asomaban algunas cabezas. Los rifles de asalto ladraron con toda su furia, pero ya era demasiado tarde. No lograron nada.

—¡Si hasta puede ser que sobrevivamos! —dijo Leonid, entre risas—. Con un poquito de suerte…

Entonces, tras la dresina, vieron primero un destello en la penumbra, y luego se encendió una luz cegadora que se les acercó cada vez más. ¡El faro de la locomotora diesel! Blandiendo el rayo de luz como una lanza, como si hubiese querido ensartarlo en la desvencijada dresina, la locomotora devoraba la distancia que aún los separaba. La ametralladora crepitó una vez más, las balas aullaron otra vez junto a ellos.

—¡No hace falta que vayamos más allá! ¡Esto es la Kropotkinskaya!

La Kropotkinskaya… con su suelo cuadriculado, repleta de tiendas, decadente, descuidada. Retratos apenas visibles sobre las paredes, pintados hacía muchos años, y medio borrados. Banderas y más banderas. Tantas, que parecían encadenarse en una única cinta de fuego, como un rastro de sangre seca surgido de una vena de piedra.

Esta vez dispararon un lanzagranadas contra ellos. Una lluvia de esquirlas de mármol se derramó sobre la dresina. Una de las esquirlas alcanzó a Sasha en la pierna, pero la herida no fue profunda. Los soldados habían bajado una barrera ante ellos, pero la dresina se la llevó por delante. Faltó poco para que descarrilara.

La locomotora diesel se les acercaba inexorablemente: su motor tenía mucha más potencia e impulsaba sin fatigarse al monstruo revestido de acero. Sasha y Leonid se tendieron en la plataforma, para que su bajo parapeto de metal los protegiera de la incesante lluvia de balas.

En unos instantes la locomotora los embestiría, y sus enemigos abordarían la dresina… Sasha miró a Leonid, desesperada. Le pareció que éste había perdido el juicio: el muchacho empezó a desnudarse.

Apareció frente a ellos una línea defensiva, montones de sacos de arena, dientes de dragón hechos con acero: la meta de su huida. Habían quedado atrapados entre dos faros y entre dos ametralladoras. Como entre yunque y martillo.

En un minuto, todo terminó.

18
REDENCIÓN

El destacamento ocupaba docenas de metros de un extremo a otro. Constaba de los mejores soldados de la Sevastopolskaya. Denis Mikhailovich los había escogido uno por uno. Las pequeñas linternas que llevaban en el casco brillaban en la penumbra del túnel. De repente, el Coronel pensó que la formación entera se asemejaba a un enjambre de luciérnagas que volaran en la noche. Una noche de verano cálida y perfumada en las orillas de Crimea, entre los cipreses y el suave murmullo del mar. El sitio donde el Coronel habría querido reposar después de la muerte…

Un delicioso estremecimiento recorrió su cuerpo, pero lo reprimió al instante, recobró la seriedad y se reprendió a sí mismo por su ligereza. Sí, él también empezaba a flaquear. ¡La edad! Esperó a que hubiera pasado el último soldado, abrió la pitillera de metal, sacó el último cigarrillo que se había liado, lo olió y encendió el mechero.

Era un buen día. La suerte favorecía al Coronel. Todo se desarrollaba tal y como éste había planeado. Habían pasado por la Nagornaya sin sufrir ninguna baja. Solamente un soldado había desaparecido durante un breve lapso de tiempo, pero luego había vuelto a la columna. Todos estaban de un humor óptimo: les resultaba más fácil partir hacia el campo de batalla que consumirse en la eterna espera y la incertidumbre. Además, Denis Mikhailovich les había permitido dormir a gusto antes de ponerse en marcha. El único que no había pegado ojo era el propio Coronel.

Denis Mikhailovich había interpretado siempre el destino como un encadenamiento de azares. Por ello, el viejo espadón no alcanzaba a entender cómo era posible que alguien se confiara a él. No habían sabido nada más de la pequeña expedición que había salido en dirección a la

Kakhovskaya. Podían imaginarse cualquier cosa. Ni siquiera Hunter era inmortal. ¿Qué podía haber arrastrado al Coronel a confiar en un brigadier destrozado por la guerra y medio loco, y en un viejo aficionado a contar cuentos?

No podía esperar más.

El plan consistía en llevar el grueso de su fuerza militar por las estaciones Nakhimovsky Prospekt, Nagornaya y Nagatinskaya hasta la puerta hermética meridional de la Tulskaya, y, al mismo tiempo, enviar un destacamento avanzado por la superficie hasta la misma estación. Su misión sería entrar en el túnel por varios conductos de ventilación, asesinar a los guardias —si es que quedaba alguno— y abrir la puerta desde dentro al resto de la expedición. Todo lo demás sería cuestión de técnica militar. No importaba quién controlara la estación.

Habían tardado tres días en encontrar y despejar los conductos de acceso. Varios Stalkers acompañaban a los miembros del destacamento para facilitarles la entrada. No tardarían más de unas pocas horas.

Unas pocas horas y todo se decidiría, y los pensamientos de Denis Mikhailovich quedarían de nuevo en libertad, y podría dormir y comer.

El plan era sencillo, lo habían trazado cuidadosamente, no tenía lagunas. Pero, con todo, el Coronel sentía un extraño hormigueo en el vientre, y su corazón se aceleraba como cuando, a los dieciocho años, había entrado en combate por primera vez en aquel pueblo de montaña… el cálido fulgor del cigarrillo sin filtro mitigaba su inquietud. Al fin, tiró la colilla, volvió a ponerse la máscara
y,
con sus veloces zancadas, espoleó a la columna.

Poco después se hallaron ante la puerta de acero. Podían detenerse para tomar aliento. Denis Mikhailovich emplearía el tiempo que les quedaba hasta el asalto para discutir una vez más la estrategia con sus oficiales.

«Homero tenía razón en algo», pensó el Coronel, y sonrió para sí: ¿De qué les servía arrojarse contra la fortificación, si era posible abrirla desde dentro? Lo mismo sucedía en la historia del caballo de Troya… por cierto, ¿de dónde había salido ese relato?

Denis Mikhailovich echó una ojeada a su contador Géiger. La radiactividad era escasa. Se quitó la máscara de gas. Los oficiales lo imitaron al instante, y luego el resto de los soldados.

¡Por fin podrían respirar sin preocuparse!

***

Desde siempre había habido mirones en la Polis. Normalmente eran pobres diablos que a duras penas habían logrado llegar hasta allí desde sus oscuras estaciones de la periferia, y merodeaban por las salas y las galerías, boquiabiertos y con los ojos desorbitados. Y, por ello, casi nadie prestó atención a Homero mientras deambulaba por la Borovitskaya, acariciaba suavemente las esbeltas columnas de la Alexandrovsky Sad y contemplaba con arrebato, e incluso con amor, las arañas de la Arbatskaya.

Un presentimiento se había adueñado de su corazón y no lo soltaba: aquélla era su última visita a la Polis. La experiencia que le aguardaba al cabo de pocas horas en la Tulskaya borraría toda la vida que había vivido hasta entonces. Quizá tuviese que morir. Pero estaba decidido: haría lo que tenía que hacer. Permitiría que Hunter masacrara y fumigase la estación entera… pero luego trataría de matarlo a él. Sabía muy bien que si el brigadier llegaba a sospechar de sus intenciones le retorcería el cuello. Pero también podía darse el caso de que el viejo muriera durante el asalto a la Tulskaya, y entonces todo habría terminado igualmente. Sin embargo, si todo sucedía de acuerdo con el plan, Homero se escondería después en algún nido solitario para llenar las últimas hojas blancas de su cuaderno: desde la intriga, ya anudada, hasta el clímax final. Este último quedaba en sus manos: sería el tiro en la nuca que pensaba dispararle a Hunter…

Pero ¿podría hacerlo? ¿Sería capaz de reunir el valor suficiente? Solo con pensarlo, le temblaban las manos. Calma, calma. Todo se decidiría por sí mismo, no era el momento más adecuado para pensar en ello… sólo conseguía ponerse aún más nervioso.

¡Qué suerte que la muchacha hubiera desaparecido! En retrospectiva, su aparición en la aventura le resultaba incomprensible a Homero. ¿Cómo se le había ocurrido meterla en las fauces del lobo? La culpa la tenían sus desmesuradas ambiciones literarias. Evidentemente, había querido olvidar que la joven no era una criatura de su fantasía.

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