Metro 2034 (20 page)

Read Metro 2034 Online

Authors: Dmitry Glukhovsky

Los visores de la máscara de gas no ocultaban el fulgor enfebrecido que brillaba en sus ojos de color verde claro. La luz de la hoguera se reflejaba en ellos. De vez en cuando, se ponía en pie, con visible esfuerzo, como para tomar aire. Abandonaba la lectura, contemplaba angustiado el círculo de cielo que se divisaba al final del túnel. Pero todo seguía igual: la cabeza rapada había desaparecido de verdad. Y entonces, el bloc de notas absorbía de nuevo toda su atención.

Al fin, la muchacha comprendió por qué Homero había rociado el papel con agua: trataba de separar las páginas que se habían quedado pegadas. Se notaba que no lo conseguía del todo, y hubo un momento en el que gritó como si se hubiera hecho un corte: una de las páginas se había rasgado. Echó pestes, se insultó a sí mismo… y sólo entonces se dio cuenta de que la muchacha lo miraba con suma atención. Avergonzado, volvió a ponerse bien la máscara de gas, pero no le dijo ni una sola palabra a la joven hasta que hubo terminado de leer.

Luego se acercó a la hoguera y arrojó el bloc de notas al fuego. No miró a Sasha, y ella lo entendió: no habría tenido ningún sentido hacerle preguntas. El viejo le habría mentido, o simplemente no le habría contestado. Había otras cosas que preocupaban mucho más a la joven. De acuerdo con sus cálculos, haría una hora que el calvo se había ido. ¿Y si los consideraba un lastre inútil y los había abandonado? Sasha se sentó junto al viejo y le susurró:

—El otro túnel también está cerrado. Y todos los conductos de ventilación que se encuentran en los alrededores están tapiados. La única entrada es ésta.

El hombre la contempló distraídamente. Se notaba que tenía que hacer un esfuerzo para concentrarse en lo que la joven le había dicho.

—Encontrará un camino. Lo descubrirá con su olfato. —Calló durante un minuto, y luego le preguntó, más que nada por cortesía—: ¿Cómo te llamas?

—Alexandra —le respondió ella, muy seria—. ¿Y tú?

—Nikolay… —empezó a decir el viejo, y alargó la mano hacia ella, pero luego la apartó bruscamente sin haber llegado a tocarla. Parecía que se lo hubiera pensado por segunda vez—. Homero. Me llamo Homero.

—Homero. Qué apodo más raro —le respondió Sasha, pensativa.

—Es así como me llamo —insistió Homero.

La muchacha se preguntaba si debía explicarles que, mientras estuvieran con ella, encontrarían todas las puertas cerradas. Si los dos hombres hubieran estado solos, quizás habrían encontrado la puerta abierta.

La Kolomenskaya no permitiría que Sasha se marchara. La castigaba por lo que había hecho su padre. La joven había tratado de huir, pero la cadena se había tensado hasta el límite, y no le sería posible romperla. La estación la había obligado a regresar en una ocasión, y sin duda lo haría por segunda vez.

La joven trataba de sacudirse estos pensamientos e imágenes, como si fueran sanguijuelas. Pero siempre volvían, la acorralaban una y otra vez, se le metían por los oídos y por los ojos.

El viejo le hizo otra pregunta a Sasha, pero ella no le respondió. Un velo de lágrimas le había cubierto los ojos, y una vez más oyó la voz de su padre que le decía: «No hay nada tan valioso como la vida humana».

Sólo en ese momento empezó a comprender lo que había querido decirle.

***

Para Homero, los sucesos de la Tulskaya habían dejado de ser un misterio. La explicación era más sencilla, y más terrible de lo que había pensado el viejo. Y, tras descifrar las anotaciones del bloc de notas, empezaba una historia todavía mucho peor. Homero había descubierto que el diario era una señal del desastre. Lo encaminaba hacia un viaje sin retorno. Por haberlo sostenido entre las manos, no podría librarse ya de él. Daba igual cuántas veces se propusiera quemarlo.

Por otra parte, nuevos indicios, indicios de mucho peso, innegables, habían avivado su desconfianza respecto a Hunter, aun cuando Homero no tuviese la más mínima idea de cómo descifrarlos. Lo que había leído en el diario se contradecía de plano con las afirmaciones del brigadier. Hunter había mentido, y con total deliberación. Homero tenía que descubrir qué pretendía con esas mentiras, si es que de verdad tenían algún sentido. De ello dependía que siguiera con Hunter, y que su aventura terminara en epopeya, o en un baño de sangre del que no podría sobrevivir ningún testigo.

***

Las primeras anotaciones del diario databan del día en el que la caravana había pasado sin incidentes por la Nagornaya y se había acercado a la Tulskaya sin hallar oposición alguna.

Pronto llegaremos a la Tulskaya. Los túneles están tranquilos y vacíos
—había escrito el operador de comunicaciones—.
Vamos rápidos. Es una buena señal. El comandante calcula que como muy tarde habremos regresado mañana.
Unas horas más tarde había escrito, con evidente preocupación:
La Tulskaya no está vigilada. Hemos mandado a un explorador. Ha desaparecido. El comandante ha decidido que vayamos en bloque a la estación. Hemos hecho preparativos para un asalto.
Luego, más tarde:
Cuesta entender lo que ocurre ahí… hemos hablado con gentes del lugar. Esto está muy mal. Parece que por culpa de una enfermedad.
Más adelante, una explicación más clara:
Algunos miembros de la estación se han muerto no se sabe por qué… una enfermedad desconocida..
. Quedaba claro que, por lo menos al principio, los viajeros que iban con la caravana habían tratado de ayudar a los enfermos:
El ayudante médico no sabe cómo tratarlo. Dice que es una enfermedad parecida a la rabia… dolores tremendos, las personas enloquecen y atacan a los demás.
Y, a continuación:
Tan pronto como la enfermedad los debilita, se vuelven más o menos inofensivos. Pero lo terrible es que…
Las páginas siguientes estaban pegadas y Homero tuvo que humedecerlas para poder separarlas.
Miedo a la luz. Náuseas. Sangre en la boca. Tos. Luego se hinchan y se transforman en…
La palabra estaba cuidadosamente tachada.
No está nada claro cómo se contagia. ¿Por el aire? ¿Por contacto?
Esta anotación era del día siguiente. El retorno del grupo se había demorado.

«¿Por qué no informaron?», se preguntaba Homero. De repente se le ocurrió que había leído la respuesta en otra parte. Pasó algunas páginas hacia atrás…
Ningún contacto. El teléfono está mudo. Probablemente sabotaje. ¿Alguno de los desterrados, por venganza? Habían descubierto la plaga antes de nuestra llegada. Al principio obligaron a los enfermos a marcharse por los túneles. ¿Puede ser que uno de ellos nos haya cortado el cable?

Al llegar a aquel renglón, Homero apartó los ojos de las anotaciones y miró al vacío y las tinieblas, sin ver nada. «Supongamos que alguien les había cortado el cable. Entonces, ¿por qué no regresaron a la Sevastopolskaya?»

Aún peor. Tarda una semana en declararse. ¿Y si pudiera tardar aún más…? Pueden pasar una o dos semanas más hasta que llega la muerte. Nadie sabe quién está enfermo y quién sano. No existe ningún medicamento. Esta enfermedad es la muerte sin remedio.
Al día siguiente, el operador de comunicaciones había hecho una nueva anotación, que Homero ya conocía:
En la Tulskaya reina el caos. No se puede pasar hacia el interior, la Hansa no deja pasar a nadie. Tampoco podremos regresar.
Dos páginas más adelante proseguía:
«Los sanos matan a tiros a los enfermos, sobre todo a los agresivos. Están encerrando a todos los infectados… ellos se resisten, quieren salir.
Y luego lo más espantoso:
Se descuartizan entre sí…

El operador de comunicaciones también había tenido miedo, pero la estricta disciplina de grupo había impedido que se dejara llevar por el pánico. Aun en medio de una mortífera epidemia, la brigada de la Sevastopolskaya se mantenía firme.

Tienen la situación bajo control. Han sellado la estación y la han puesto bajo la autoridad de un comandante
—leyó Homero—.
Por ahora estamos todos bien, pero aún ha pasado muy poco tiempo.»

El destacamento de exploración enviado por la Sevastopolskaya había llegado a la Tulskaya, pero, por supuesto, no habían podido salir de allí.

Se nos ha ordenado que permanezcamos aquí hasta que termine el período de incubación, para que no haya ningún peligro de… o para siempre.
—Ésta era la siniestra anotación del operador de comunicaciones—.
La situación es desesperada. No tenemos posibilidades de recibir ayuda. Si se la pedimos a la Sevastopolskaya, condenaremos a nuestra propia gente. Tan sólo podemos aguantar aquí… ¿durante cuánto tiempo?

Así pues, la misteriosa guarnición que defendía la puerta hermética de la Tulskaya estaba constituida por soldados de la propia Sevastopolskaya. No era extraño que las voces le hubieran resultado familiares a Homero. ¡Eran de personas con las que unas semanas antes había estado exterminando monstruos en el túnel de la Chertanovskaya! Habían renunciado voluntariamente a regresar para que la peste no llegara a su estación…

Sobre todo se transmite de una persona a otra, pero está claro que también por el aire. Parece que algunos sean inmunes. Empezó hará unas semanas, y sin embargo hay muchos que no han enfermado… pero de todos modos son cada vez más. Estamos vivos en medio de un cementerio. ¿Quién será el próximo en irse al otro barrio?
En aquel punto, la apresurada caligrafía se transformaba en un chillido histérico. Pero, con todo, el operador de comunicaciones había logrado tranquilizarse y había seguido escribiendo con letra legible:
Tenemos que hacer algo. Advertir a los demás. Me voy a presentar voluntario. No iré hasta la Sevastopolskaya, sino que buscaré el lugar donde el cable ha quedado dañado. Tenemos que hablar con ellos como sea.

Pasó otro día, en el que, aparentemente, el autor se había peleado con el comandante de la caravana y había discutido con sus compañeros. Un día en el que su desesperación se había vuelto aún más aguda. Después de tranquilizarse, el operador de comunicaciones había escrito en su diario lo mismo que había tratado de hacer comprender a sus compañeros:
¡No lo entienden! El bloqueo ha durado ya una semana entera. La Sevastopolskaya enviará una nueva troika
[17]
,
y ésta tampoco podrá regresar. Entonces se movilizarán y lanzarán un gran asalto. Pero todos los que entren en la Tulskaya se encontrarán al instante en una zona de riesgo. Seguro que alguien se contagiará y volverá a casa. Y eso será el final. ¡Tenemos que impedir que tomen por asalto esta estación! ¿Por qué no lo comprenden…?

Un nuevo intento de convencer a los dirigentes de la estación tuvo el mismo resultado que todos los anteriores:

No me dejan marchar. Se han vuelto locos. ¿Quién lo hará, si no yo? Tengo que huir.

He fingido que estoy de acuerdo en seguir esperando aquí
—escribía un día más tarde—.
Y luego he conseguido que me pusieran de centinela en la puerta. En un determinado momento he dicho que quería buscar el sitio donde el cable se había estropeado, y he echado a correr. Me han disparado en la espalda. Todavía llevo la bala.
—Homero pasó página—.
No lo hago por mí. Lo hago por Natasha y por Seryoshka. Había llegado a pensar que no podría escapar de allí. Pero ellos tienen que vivir. Para que Seryoshka...
En ese punto, la pluma se escurría de la mano debilitada de su autor. Podía ser que hubiera añadido estas últimas palabras más tarde, porque no le quedaba otro sitio, o porque no le importaba ya dónde escribiera. Luego volvía a la sucesión cronológica:
¡En la Nagornaya me han dejado pasar, muchas gracias! Ya no tengo fuerzas. Camino y camino. No me quedan fuerzas. ¿Cuánto rato he dormido? No lo sé. ¿Sangre en los pulmones? ¿Por la bala? ¿O es que estoy enfermo? Yo
La última letra se prolongaba en una línea recta, como el encefalograma plano de un moribundo. Pero luego había logrado recobrarse y había terminado la frase:
…no encuentro la avería.

Las palabras siguientes, entremezcladas con coágulos de sangre pegados al papel, perdían progresivamente coherencia.

La Nakhimovsky. Estoy aquí. Sé dónde está el teléfono. Voy a avisarlos. ¡De ningún modo! Salvarlos… estoy sin… he contactado. ¿Lo habrán oído? Esto se acaba pronto. Qué raro. Estoy cansado. No me quedan cartuchos. Quiero dormirme antes de que estos… están allí esperando. Aún estoy vivo… ¡largaos!

Al final del bloc, con escritura solemne y firme, repetía la advertencia de no lanzar un asalto contra la Tulskaya y había añadido su nombre, el soldado que había sacrificado su propia vida en un intento de impedir ese asalto.

Pero Homero lo tenía claro: lo último que el operador de comunicaciones había escrito antes de que su señal quedara muda para siempre era esta frase:
Aún estoy vivo… ¡largaos!

***

Un pesado silencio envolvía a las dos personas acurrucadas junto a la hoguera. Homero había dejado de esforzarse por hacer hablar a la muchacha. Sin decir palabra, revolvía con un palo las cenizas donde el húmedo bloc de notas se abrasaba como un hereje, y aguardaba a que la tormenta que arreciaba en su pecho amainara.

El destino se burlaba de él. ¡Cuánto había deseado resolver el misterio de la Tulskaya! ¡Qué orgullo había sentido al descubrir el diario, cuán grandes habían sido sus esperanzas de desenmarañar por sí mismo las hebras que se entrelazaban en aquella historia! ¿Y? Cuando por fin conocía todas las respuestas, se maldijo a sí mismo por su curiosidad.

Sí, desde luego, en el momento de coger el diario en la Nakhimovsky llevaba la máscara puesta, y hasta el momento no se había quitado el traje protector. ¡Pero nadie sabía cuál era el medio por el que se difundía la enfermedad!

¡Qué idiota había tenido que ser para convencerse de que no le quedaba mucho tiempo! Sí, ciertamente, ésa era la idea que le había dado ímpetu, la que le había ayudado a sobreponerse a la desidia y al miedo. Pero quien decidía de verdad era la muerte, y ésta no aceptaba de buen grado que se jugara con ella. Y el diario le había revelado un plazo concreto: desde la infección hasta la muerte pasaban sólo unas semanas. ¡Aunque llegara a sobrevivir un mes entero: cuántas cosas tendría que resolver en treinta miserables días!

¿Qué haría? ¿Confesarles a sus compañeros que estaba enfermo y regresar a la Kolomenskaya para morir allí? De ese modo, si la plaga no lo mataba antes, el hambre y la radiación acabarían con él. Por otra parte, si de verdad se había contagiado de la terrible enfermedad, Hunter y la muchacha se habrían infectado también, porque habían respirado el mismo aire que él. Sobre todo el brigadier. Este, al fin y al cabo, había hablado con los centinelas de la Tulskaya, y para hacerlo había tenido que acercarse mucho.

Other books

The Shadow of Venus by Judith Van Gieson
Red Sparrow by Jason Matthews
All Is Silence by Manuel Rivas
Only Everything by Kieran Scott
Crawlers by Sam Enthoven
The Wolf by Lorenzo Carcaterra
Outrage by John Sandford
Labyrinth Lost by Zoraida Cordova