Metro 2034 (16 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

Se preguntó si las personas que viajaban en la dresina reconocerían su señal en la niebla.

Hasta ese momento sólo había salido de vez en cuando para echar una ojeada. Quería pasar el mínimo tiempo posible en el espacio abierto. Su padre se lo había prohibido, y el hinchado bocio de éste había sido suficiente advertencia. Sasha se sentía mal, como un topo aprisionado, cada vez que se asomaba a la pendiente. Miraba intranquila a su alrededor y sólo en contadas ocasiones se atrevía a llegar hasta los primeros pilares del puente para contemplar desde allí el negro río que avanzaba bajo sus pies.

Pero en ese momento el tiempo le sobraba. Encorvada y temblorosa bajo el viento húmedo y frío, dio unos pasos adelante. Entre los troncos nudosos de los árboles, a media luz, alcanzaba a distinguir los edificios en ruinas. Una gigantesca criatura chapoteaba en las aguas alquitranadas y pegajosas del río. En la lejanía, alguna especie de monstruo se hacía oír con gimoteos casi humanos.

De súbito, un chirrido prolongado y lastimero se mezcló con los otros sonidos.

Sasha se puso en pie y sostuvo en alto el tarro con la vela. Una luz furtiva le respondió desde el puente. Una dresina vieja y estropeada se acercaba, se abría paso esforzadamente por aquella niebla que parecía de algodón. El débil fulgor de su faro hendía la noche cual una cuña. Sasha retrocedió: no era la dresina habitual. Se movía trabajosamente, como si cada uno de los giros que daban sus ruedas les costara un enorme esfuerzo a los hombres que manejaban las palancas.

Al fin, se detuvo a unos diez pasos de Sasha. Un hombre grueso y fornido, cubierto con un tosco traje aislante, saltó del borde de la dresina y aterrizó pesadamente sobre el balasto. En los visores de su máscara de gas se reflejaba la diabólica danza de la llama que aún ardía en la vela de Sasha, y por ello la joven no logró verle los ojos. El hombre llevaba en la mano un Kalashnikov con culata de madera.

—Quiero marcharme de aquí —le explicó Sasha, y levantó enérgicamente la cabeza.

—Ahhh, quieres marcharte de aquí —repitió su grotesco interlocutor, con un «ahhh» que era a la vez de sorpresa y de burla—. ¿Y qué me ofreces a cambio?

—No tengo nada. —La muchacha le sostuvo aquella mirada en la que se reflejaba su llama a pesar de los visores.

—Todo el mundo tiene algo que ofrecer. Especialmente las mujeres. —El hombre de la dresina gruñó, pero luego pareció dudar—. ¿Vas a dejar solo a tu padre?

—No tengo nada —repitió Sasha, y miró al suelo.

—Entonces, ¿ha muerto? —dijo la voz que hablaba bajo la máscara, en un tono mitad de alivio y mitad de decepción—. Mejor así. Esto no le habría gustado.

El cañón del rifle se introdujo en la anilla de la cremallera del mono de Sasha y descendió poco a poco.

—¡Déjame! —le gritó ella con voz ronca, y dio un salto hacia atrás.

El tarro con la vela cayó sobre la vía y se hizo añicos, y en un instante la oscuridad devoró las llamas.

—Desde aquí no se puede regresar. ¿Todavía no lo has entendido? —El grotesco personaje la miraba con indiferencia por sus opacos e inexpresivos visores—. Tu cuerpo no bastará para pagar este viaje. Quizá baste para compensarme por lo que me debe tu padre.

El rifle de asalto giró en sus manos. La culata se volvió hacia adelante.

Sasha sintió un golpe muy fuerte en la sien. Su propia consciencia se apiadó de ella, y la muchacha se desvaneció.

***

Desde que habían pasado por la Nakhimovsky Prospekt, Hunter no había perdido de vista en ningún momento a Homero. Por ello, el viejo no había podido examinar el bloc de notas. De repente, el brigadier se había mostrado respetuoso, sí, e incluso compasivo. No sólo había procurado que el viejo no se quedara atrás, sino que había hecho un gran esfuerzo de contención para ajustar su paso al de éste. De vez en cuando se detenía y miraba a sus espaldas, aparentemente para asegurarse de que nadie los seguía. Pero la intensa luz de su linterna iba a parar siempre al rostro de Homero. En algún momento, el viejo se sintió como si lo estuvieran sometiendo a un interrogatorio. Decía palabrotas, parpadeaba, trataba de no quedarse aturdido, y tenía la sensación de que la penetrante mirada del brigadier le recorría todo el cuerpo, que lo palpaba, en busca del objeto que Homero había encontrado en la Nakhimovsky.

¡Pero eso era absurdo! Hunter no había podido ver nada, porque en aquel momento se encontraba demasiado lejos. Quizá se hubiera dado cuenta de que la actitud de Homero había cambiado y sospechara algo. Sea como fuere, cada vez que sus miradas se encontraban, el viejo quedaba empapado de sudor. Lo poco que había leído le bastaba para dudar de las intenciones del brigadier.

Se trataba de un diario.

Varias de sus páginas se habían quedado pegadas por culpa de la sangre reseca. Homero no las había tocado. Sus manos fatigadas y entumecidas tan sólo habrían logrado desgarrarlas. Las anotaciones de las primeras páginas eran confusas. El autor no había logrado escribir con orden, y sus pensamientos habían galopado con tal frenesí que a duras penas se podían seguir.

Hemos pasado la Nagornaya sin sufrir bajas
—revelaba el bloc de notas, y luego hacía un salto adelante—:
En la Tulskaya reina el caos. No se puede pasar hacia el interior, la Hansa no deja pasar a nadie. Tampoco podremos regresar.

Homero pasó más páginas. Con el rabillo del ojo, vio que el brigadier bajaba del kurgan y se le acercaba. Antes de guardarse el bloc en la mochila, llegó a leer:
Tienen la situación bajo control. Han sellado la estación y la han puesto bajo la autoridad de un comandante.
—Y seguidamente—:
¿Quién será el próximo en irse al otro barrio?

Ydespués, junto a la pregunta retórica, habí a incluso una fecha rodeada con un círculo. Las páginas amarillentas del bloc hacían pensar que los acontecimientos se habían producido una década antes, pero no cabía duda de que las anotaciones tenían tan sólo unos días.

El esclerotizado cerebro del viejo encajó las piezas del mosaico con una facilidad que él mismo creía haber perdido ya. El enigmático viajero que el desdichado indigente de la Nagatinskaya creía haber visto. La voz del centinela que le había parecido conocida. La frase:
«Tampoco podremos regresar»
. Mentalmente, emprendió la reconstrucción de lo ocurrido. ¿Acaso los garabatos escritos en aquellas páginas pegadas entre sí le permitirían adivinar el sentido de aquella serie de extraños acontecimientos?

Estaba totalmente seguro, por lo menos, de que nadie había ocupado la Tulskaya. Allí había ocurrido algo mucho más complejo y enigmático. Y Hunter, que había interrogado durante un cuarto de hora a los centinelas a la entrada de la estación, lo sabía igual de bien que Homero.

Por ello, no podía enseñarle el bloc al brigadier.

Ytambién por ello se había atrevido a contradecirlo abiertamente en el despacho de Istomin.

***

—No podemos tomarla por asalto —repitió.

Hunter volvió la cabeza hacia él, lentamente, como un buque de guerra que alinea su cañón principal para disparar. Al otro lado de la mesa, Istomin echó para atrás el sillón y rodeó su mesa. El fatigado Coronel hizo una mueca.

—No podremos volar la puerta —siguió diciendo Homero—, porque encima de ella hay aguas subterráneas e inundaríamos la línea entera. La Tulskaya ha padecido desde siempre ese problema. Se despiertan cada día con la esperanza de que las aguas no irrumpan en la estación. Vosotros mismos sabéis que hace ya diez años que el túnel paralelo. ..

—¿Qué quieres, que llamemos a la puerta y esperemos a que nos abran? —lo interrumpió Denis Mikhailovich.

—Sería posible dar un rodeo hasta allí —observó Istomin.

De pura sorpresa, el Coronel padeció un ataque de tos. Luego, enfurecido, inició una diatriba contra el jefe de estación. Lo culpó de haber dejado tullidos a sus mejores hombres y de querer llevarlos a la tumba. Pero entonces intervino el brigadier:

—Hay que limpiar la Tulskaya. Esta situación exige la aniquilación de todos los que se encuentren en ella. Ninguno de los vuestros ha sobrevivido. Todos han muerto. Si queréis evitar que haya más bajas, no tenéis alternativa. Sé muy bien de qué hablo. Dispongo de toda la información necesaria.

Las últimas palabras se dirigían de manera inequívoca a Homero.

El viejo se sintió como un perrillo insolente cuando lo agarran por la nuca y lo sacuden para que aprenda a comportarse.

Istomin se ajustó la chaqueta del uniforme.

—Si el túnel está bloqueado por ahí, sólo tenemos otra manera de llegar a la Tulskaya. Por el otro lado, a través de la Hansa. Aunque eso significa que no podremos ir con hombres armados. Esa posibilidad queda totalmente excluida.

Hunter lo negó con un gesto.

—Yo los conseguiré.

El Coronel se sobresaltó.

—Pero si queremos dar la vuelta por la Hansa, habrá que pasar por dos estaciones de la Línea Kakhovskaya, hasta la Kashirskaya —dijo el jefe de estación, y se encerró luego en un expresivo silencio.

El brigadier se cruzó de brazos.

—¿Y?

—La radiactividad es muy elevada en los túneles cercanos a la Kashirskaya —explicó el Coronel—. Un fragmento de una cabeza explosiva cayó no muy lejos de allí. No se produjo ninguna detonación, pero los niveles de radiactividad son peligrosos. La mitad de los que se irradian en esa zona mueren antes de que haya pasado un mes. Es lo que ocurre siempre.

Se hizo el silencio. Homero aprovechó la pausa para emprender una retirada —táctica, por supuesto— desde el despacho de Istomin. Al final, Vladimir Ivanovich tomó la palabra. Sin duda, temía que el incontrolable brigadier intentara de todos modos hacer explotar la puerta hermética de la Tulskaya, y por ello añadió:

—Disponemos de trajes aislantes. Dos en total. Puedes llevarte a uno de nuestros mejores soldados. Os esperaremos. —Se volvió hacia Denis Mikhailovich—. ¿Quién podría ir?

El Coronel suspiró.

—Vamos a ver a los muchachos. Hablaremos de esto, y luego Hunter elegirá a su compañero.

—No hará falta. —dijo Hunter mientras negaba con la cabeza—. Quiero que me acompañe Homero.

7
FRONTERAS

La dresina atravesó un tramo pintado, de color amarillo muy vivo. El conductor no pudo seguir fingiendo que no oía el tictac cada vez más acelerado del contador Géiger. Agarró la empuñadura del freno y murmuró, a modo de disculpa:

—Mi Coronel… no podremos seguir adelante sin protección…

—Sólo cien metros más —le ordenó Denis Mikhailovich—. Por esta misión tan difícil vas a tener una semana libre. Esos dos, con sus trajes aislantes, tardarían media hora en recorrer este trecho a pie. Con la dresina lo cubriremos en dos minutos.

—Ese tramo amarillo que hemos atravesado era la última frontera, mi Coronel —murmuró el conductor, pero no se atrevió a aminorar la marcha.

—Frena —le ordenó Hunter—. Seguiremos a pie. Los niveles de radiactividad son demasiado altos.

Los frenos chirriaron, el faro que colgaba del chasis se balanceó de un lado para otro y la dresina se detuvo. El brigadier y Homero estaban sentados en el borde, con los pies colgando por fuera. Saltaron a las vías. Sus pesados trajes aislantes, revestidos de plomo, les daban un aspecto como de astronautas.

Los trajes como ésos eran extraordinariamente escasos y caros. En toda la red de metro debía de haber, a lo sumo, unas pocas docenas. En la Sevastopolskaya no se empleaban prácticamente nunca. Los guardaban para situaciones excepcionales. Soportaban las radiaciones más intensas, pero moverse con ellos exigía penosos esfuerzos. Ése era, por lo menos, el caso de Homero.

Denis Mikhailovich bajó también de la dresina y los acompañó durante unos minutos. Intercambió unas palabras con Hunter: frases deliberadamente fragmentarias y difíciles, para que Homero no las entendiese.

—¿De dónde los sacarás? —preguntaba el malhumorado Coronel.

—Ellos me darán. Es lo único que les sobra —respondió el otro con voz sorda, sin dejar de mirar al frente.

—Nadie te espera. Te creen muerto. Muerto, ¿me entiendes?

Hunter se detuvo un instante y habló en voz baja, no tanto para el oficial como para sí mismo.

—Ese es el menor de nuestros problemas…

—Desertar de la Orden es aún más terrible que la muerte —masculló Denis Mikhailovich.

El brigadier levantó bruscamente la mano, en apariencia para saludar militarmente al Coronel pero, también, para soltar una amarra invisible. Denis Mikhailovich comprendió el gesto y se quedó en el muelle, mientras los otros dos se alejaban de la orilla, poco a poco, como contra la corriente, y emprendían su gran periplo por los mares de las tinieblas.

El Coronel bajó la mano que había levantado hasta la sien y le hizo una señal al conductor de la dresina para que encendiese el motor. Se sentía vacío por dentro: no había nadie a quien pudiera enviarle un ultimátum, nadie contra quien luchar. Comandaba los ejércitos de una isla aislada en medio del océano, y su única esperanza era que ese minúsculo cuerpo expedicionario no naufragase, sino que regresara algún día por el otro lado, y que con ello demostrara, en cierto modo, que la Tierra era redonda.

***

El último puesto de vigilancia que habían dejado atrás se encontraba antes de llegar a la Kakhovskaya, y estaba casi vacío. Homero no recordaba que los habitantes de la Sevastopolskaya hubieran sufrido nunca un ataque desde el este.

El tramo pintado de amarillo no le parecía una mera división arbitraria entre dos trechos de un mismo túnel de hormigón, por el contrario, le había dado la sensación de que conectaba, cual ascensor sideral, dos planetas separados por centenares de años luz. Más allá de ese tramo, la Tierra habitada se transformaba, casi sin solución de continuidad, en un árido paisaje lunar. La semejanza entre ambos territorios era engañosa. Al tiempo que se concentraba en no dar un traspié con sus botas de varios kilos y respiraba con esfuerzo a través del complejo sistema de tubos y filtros, Homero gustaba de imaginarse a sí mismo como un astronauta que hubiera llegado a uno de los satélites de una estrella lejana. Se perdonó su fantasía infantil, porque con ella le resultaba más fácil moverse dentro del pesado traje. La fuerza gravitatoria del satélite donde se encontraban era muy poderosa. El viejo se entretenía, además, con la idea de que ellos dos eran los únicos seres vivos en varios kilómetros a la redonda.

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