Metro 2034 (6 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

—¡Que vaya en persona el tuerto aquel! —gritó la mujer con voz colérica, ahogada por las lágrimas, y apartó la mano—. ¡O el diablo ese de la boina! Pero sólo saben dar órdenes y más órdenes… ¿Qué le cuesta a él? ¡Si prácticamente está casado con su fusil! ¿Qué va a saber él?

Cuando un hombre hace llorar a una mujer y luego quiere consolarla, tiene que empezar por controlar sus propias emociones. Homero se avergonzó de sí mismo, y por eso Helena pudo hacerle daño. Pero habría sido muy fácil ceder y prometerle que se negaría a cumplir la orden, todo con tal de tranquilizarla, de secarle las lágrimas. Durante lo que le quedaba de vida, tendría que lamentarse por la oportunidad perdida. Tal vez fuera la última oportunidad que se le ofrecería durante su vida, una vida que había durado mucho.

Por ello, permaneció en silencio.

Había llegado el momento de convocar a los oficiales y darles instrucciones. Pero el Coronel aún estaba sentado en el despacho de Istomin. Apenas si notaba el humo de tabaco que tanto le había molestado en el pasado y que, al mismo tiempo, le provocaba tentaciones.

El jefe de estación trazaba rutas con el dedo sobre el viejo plano y murmuraba para sí, meditabundo. Entre tanto, Denis Mikhailovich se esforzaba por entender todo aquello: ¿Cuál era el secreto que se ocultaba tras la enigmática aparición de Hunter en la Sevastopolskaya? ¿Por qué había aparecido justamente allí, y por qué se cubría casi siempre con el casco durante sus apariciones en público? Eso sólo podía significar que Istomin estaba en lo cierto: Hunter huía de alguien y empleaba los puestos exteriores del sur como escondrijo. Pero valía por una brigada completa y se había vuelto insustituible. No importaba ya quién pudiera exigir su deportación, ni cuál fuese el precio que se hubiera puesto a su cabeza. Ni Istomin ni el Coronel se habrían prestado a entregarlo.

El escondrijo era ideal. En la Sevastopolskaya no había forasteros, y los mercaderes locales que emprendían el camino hacia las estaciones centrales mantenían la boca cerrada, a diferencia de sus locuaces colegas en otros lugares. En aquella pequeña Esparta, que resistía sobre un minúsculo trocito de territorio en los confines del mundo, se apreciaba por encima de todo a los hombres dignos de confianza, e implacables en el campo de batalla. Allí se respetaban todavía los secretos.

Pero ¿cómo era posible, entonces, que Hunter hubiera renunciado a su escondite? ¿Por qué se presentaba voluntario para ir a la Hansa y se arriesgaba con ello a que alguien lo reconociera? Era él quien había decidido lo de la expedición. Istomin no se habría atrevido a ordenárselo. Sin duda alguna, no era el paradero de los exploradores desaparecidos lo que inquietaba al brigadier. Tampoco era el amor por la estación lo que le inducía a luchar por la Sevastopolskaya. Debía tener otros motivos que sólo él conocía.

¿Podía ser que estuviera cumpliendo una misión? Eso habría explicado muchas cosas: su aparición repentina, su secretismo, la perseverancia con que montaba guardia en el túnel y, finalmente, su resolución de emprender sin más tardanza el viaje hacia la Serpukhovskaya. Pero, entonces, ¿por qué no había querido informar a
los demás
? ¿Quién podía haberle enviado, si no ellos? ¿Quién?

No, era imposible. ¿Hunter, uno de los puntales de la
Orden
? ¿Un hombre a quien le debían la vida docenas, tal vez centenares de personas, y entre ellas el propio Denis Mikhailovich? No, ese hombre no podía haber cometido traición…

Pero ¿el Hunter que había regresado de la nada era el mismo? Y si actuaba por orden de otros, ¿podía ser que hubiera recibido algún tipo de señal? ¿Acaso la desaparición de la caravana y la del destacamento de exploración no era ninguna casualidad, sino una operación meticulosamente planeada? ¿Y qué papel representaba en ella el propio brigadier?

El Coronel meneó la cabeza, vigorosamente, como para sacudirse todas sus especulaciones. Se le aferraban como sanguijuelas y, al modo de éstas, se hinchaban cada vez más. ¿Cómo podía pensar así sobre un hombre que le había salvado la vida? Por otra parte, los servicios de Hunter a la Sevastopolskaya eran indiscutibles, y no había dado pie en ningún momento a que se dudara de él. Denis Mikhailovich se prohibió a sí mismo toda suposición de que el brigadier fuera un espía o un agente subversivo, y tomó una decisión:

—Me beberé otra taza de té y luego iré con los muchachos —dijo con fingido tono enérgico, y chasqueó los dedos.

Istomin dejó el plano y sonrió, fatigado. Se disponía a activar el disco de su viejo teléfono para llamar al ordenanza cuando, de pronto, fue el propio aparato el que sonó con fuerza. Los dos hombres se llevaron un sobresalto y se miraron. Hacía una semana que no oían aquel sonido. El encargado de comunicaciones solía llamar directamente a la puerta de su despacho cuando tenía que informar de algo, y, aparte de éste, no había nadie en la estación que tuviese conexión directa con el aparato.

—Istomin al habla —dijo con prudencia el jefe de estación.

—¡Vladimir Ivanovich! Lo llaman desde la Tulskaya —dijo atropelladamente la voz nasal del encargado de comunicaciones—. Pero se oye fatal… probablemente los nuestros… pero la conexión…

—¡Pásamelos de una vez! —bramó el jefe de estación, y aporreó la mesa con tal fuerza que el traqueteo del teléfono sonó como un quejido.

El encargado de comunicaciones enmudeció. En el auricular se oyó un clic, luego un ruido de fondo y finalmente una voz perdida en la infinita lejanía, desfigurada hasta el punto de hacerse irreconocible.

***

Helena había vuelto el rostro hacia la pared para esconder las lágrimas. ¿Qué podía hacer para retenerlo? ¿Cómo era posible que su hombre se agarrara siempre a la primera posibilidad de marcharse que se le presentaba? Su penoso discurso sobre las «órdenes de arriba» y la «deserción»… lo había oído un centenar de veces. ¡Qué no habría dado ella, qué no habría hecho durante los últimos quince años, con tal de poner fin a sus bobadas! Pero, una vez más, su hombre se adentraría en el túnel, como si allí pudiera encontrar algo, aparte de tinieblas, vacío y muerte. ¿Qué era lo que buscaba?

Homero sabía muy bien qué era lo que tenía en la cabeza su mujer. Igual que si se lo hubiese dicho a la cara. Se sentía mal, pero era demasiado tarde para echarse atrás. Abrió la boca para decir unas palabras conciliadoras, cálidas, pero se calló, porque sabía muy bien que sólo habrían servido para avivar aún más la llama.

Sobre la cabeza de Helena lloraba Moscú. Una fotografía a color de la Tverskaya Ulitsa
[4]
tras una cortina de límpida lluvia estival, recortada de un antiguo almanaque de papel brillante, cuidadosamente enmarcada, colgaba de la pared. Hacía mucho tiempo, cuando aún merodeaba por la red de metro, Homero no había tenido otras propiedades que sus ropas y aquel hallazgo. Otros hombres llevaban en el bolsillo páginas arrugadas con fotos de bellezas desnudas que habían arrancado de revistas masculinas. Pero a Homero no le servían como sucedáneo. Sin embargo, su foto de Moscú le recordaba algo de inconmensurable importancia, de inexpresable belleza… algo que había perdido para siempre.

Murmuró torpemente: «Perdóname», salió al pasillo, cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas y, sintiendo que le faltaban las fuerzas, se acurrucó en el suelo. La puerta de los vecinos estaba abierta y en el umbral jugaban dos niños que, de puro pálidos, parecían enfermos. Un niño y una niña. Cuando vieron a Homero dejaron de jugar. El osito de peluche remendado y relleno de trapos por el que habían estado discutiendo cayó al suelo. Los niños se arrojaron sobre Homero y le gritaron:

—¡Tío Kolya! ¡Tío Kolya! ¡Cuéntanos una historia! ¡Nos habías prometido que nos contarías una historia cuando regresaras!

Homero no pudo reprimir una sonrisa. Por un instante se olvidó de la pelea con Helena, acarició el escaso cabello rubio de la niña, y, con una mirada seria, estrechó la manita del niño.

—¿Qué queréis que os cuente?

—¡Háblanos de los mutantes sin cabeza! —gritó alegremente el chiquillo.

—¡No! ¡Yo no quiero oír hablar de mutantes! —dijo la niña, aterrorizada—. ¡Son horribles, me dan miedo!

Homero suspiró.

—¿Pues tú qué quieres que te cuente, Tanyusha?

Pero el niño se adelantó a su respuesta:

—¡Entonces háblanos de los fascistas! ¡O de los partisanos!

—No. Yo quiero que nos cuente la historia de la Ciudad Esmeralda —dijo Tanya, y sonrió con sus pocos dientes.

—¡Pero si ya os la conté ayer! ¿No preferís que os hable de la guerra de la Hansa contra los rojos?

—¡De la Ciudad Esmeralda, de la Ciudad Esmeralda! —gritaron los dos.

—Bueno, está bien —les respondió Homero—. En un lugar que está muy lejos, muy lejos de aquí, al final de la Línea Sokolnicheskaya
[5]
, después de siete estaciones abandonadas, tres puentes que se derrumbaron, y millares y millares de traviesas, se encuentra una misteriosa ciudad subterránea. Está embrujada, y los seres humanos ordinarios no pueden entrar en ella. En su interior viven magos y sólo ellos pueden salir por las puertas de la ciudad, y también volver a entrar. Arriba, en la superficie, hay un gigantesco castillo con torres, en el que vivieron en otro tiempo esos magos tan sabios. Ese castillo se llama…

—¡Virsidad! —gritó el niño, y miró triunfante a su hermana.

—Universidad —dijo Homero, y asintió—. Cuando empezó la gran guerra y los misiles atómicos cayeron sobre la tierra, los magos se retiraron a su ciudad y embrujaron la entrada para que los hombres malos que habían empezado a combatir no pudiesen encontrarlos. Y viven… —entonces carraspeó, y enmudeció.

Helena estaba allí, apoyada en el marco de la puerta. Lo estaba escuchando. Homero no se había dado cuenta de que había salido.

—Te voy a preparar tus cosas —le dijo la mujer con voz ronca. Homero fue tras ella y la agarró de la mano. Helena lo abrazó torpemente —le avergonzaba hacerlo a la vista de los niños—, y le preguntó en voz baja:

—¿Regresarás pronto? ¿No te va a pasar nada?

Por enésima vez en su vida, Homero se maravilló de la importancia que las mujeres atribuyen a las promesas. Poco les importa que se puedan cumplir o no.

—Todo irá bien.

—Mira lo viejos que sois y todavía os besáis, como si acabarais de casaros —dijo la niña, e hizo una mueca.

Y el niño gritó con descaro:

—Papá dice que todo eso es mentira. Que la Ciudad Esmeralda no existe.

—Podría ser. —Homero se encogió de hombros—. Es un cuento. Pero ¿qué sería de nosotros si no pudiéramos contar cuentos?

***

La conexión era mala. Una voz pugnaba por hacerse oír entre los atroces crujidos y murmullos de fondo. Istomin alcanzó a reconocerla: se trataba, indudablemente, de uno de los exploradores que habían enviado a la Serpukhovskaya.

—En la Tulskaya… podemos… Tulskaya… —decía el hombre en un intento por hacerse oír.

—¡Comprendido! ¡Estáis en la Tulskaya! —gritó Istomin al auricular—. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no regresáis?

—…Tulskaya… aquí… no podéis… bajo ningún concepto…

Una vez más, las interferencias impedían oír las frases enteras.

—¿Qué es lo que no podemos? ¡Repite! ¿Qué es lo que no podemos?

—¡No podéis lanzar un ataque! ¡Bajo ninguna circunstancia! —se oyó entonces con nitidez en el auricular.

—¿Por qué? —respondió el jefe de estación—. ¿Qué diablos os ha ocurrido?

Pero dejó de oír la voz. El murmullo de fondo se había intensificado y, al fin, se perdió la conexión. En un primer momento, Istomin no quiso creérselo y tardó en soltar el auricular.

—¿Qué es lo que está ocurriendo? —murmuró.

3
DESPUÉS DE LA VIDA

Homero no iba a olvidar jamás la mirada del centinela que se despedía de ellos en el puesto de vigilancia meridional. Era una mirada teñida de admiración y melancolía, como por un héroe caído en cuyo honor resuenan las salvas del pelotón de honor. Como una despedida para siempre.

No era la mirada con la que se contempla a un hombre vivo. Homero se sentía como si hubiera estado subiendo por una inestable escalerilla hasta la cabina de uno de esos aviones pequeños, incapaces de aterrizar, que los ingenieros japoneses habían transformado antaño en máquinas del Infierno. La bandera imperial, con su sol naciente de rayos rojos, ondeaba al viento salobre. Los mecánicos se afanaban silenciosamente en el aeródromo, en pleno verano. Los motores empezaban a aullar. Y un rollizo General, en cuyos ojos humedecidos relampagueaba la envidia del samurái, alzaba la mano para el saludo militar…

—¿Cómo es que tienes tan buena cara? —le preguntó Ahmed, furioso, al viejo inmerso en sus sueños.

A diferencia de Homero, no ardía en deseos por averiguar lo que había ocurrido en la Serpukhovskaya. En silencio, sobre el andén, se encontraba su mujer, que llevaba de la mano izquierda a su hijo mayor, y con el otro brazo sujetaba delicadamente contra el pecho un hatillo que lloriqueaba sin cesar.

—Esto va a ser como un ataque por sorpresa, al estilo Banzái: nos alzaremos y correremos a cuerpo descubierto hacia las ametralladoras —trató de explicarle Homero—. Con el valor que brinda la desesperación. Nos aguarda el mortífero fuego enemigo…

—No me extraña que lo llamen «ataque suicida» —masculló Ahmed, y se volvió hacia la pequeña mancha de luz que brillaba al final del túnel—. Es lo más adecuado para unos locos como nosotros. Un hombre normal no se arroja contra una ametralladora. Los gestos heroicos de ese tipo no sirven de nada a nadie.

F

El viejo tardó un rato en responderle.

—Mira, te voy a explicar lo que ocurre. El hombre que se da cuenta de que le ha llegado su hora se pone a pensar: «¿Qué quedará de mí? ¿He logrado algo en toda mi vida?»

—Humm. Por lo que a ti respecta, no estoy seguro. Pero yo tengo a mis niños. Estoy seguro de que no me olvidarán. —Después de una pausa, Ahmed añadió—: Por lo menos el mayor.

Homero había estado buscando una respuesta insultante, pero esta última frase de Ahmed lo dejó sin palabras. Era evidente que a un hombre como él, viejo y sin hijos, le resultaba fácil poner en peligro su pellejo apolillado. Pero aquel muchacho tenía demasiada vida por delante para empezar a preguntarse por la inmortalidad.

Llegaron a la última lámpara: una bombilla dentro de un recipiente de cristal, protegido a su vez por una rejilla metálica repleta de moscas y cucarachas voladoras abrasadas. Esa masa quitinosa se agitaba ligeramente: había insectos que aún vivían y trataban de escapar, como algunas víctimas de ejecuciones masivas que, sólo malheridas y con la bala en el cuerpo tratan de escapar de la fosa común.

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