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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (10 page)

—Pero ¿qué dices? —le susurró Ahmed, enfurecido. Una mano se le contrajo de pura cólera, como si hubiese querido arrearle un sopapo al viejo parlanchín, pero se contuvo—. ¡No hay peligro de que se atragante contigo!

Homero toleró el insulto en silencio. No creía que la Nagornaya los escuchara, ni que pudiera enfurecerse por sus palabras. Por lo menos, a tanta distancia…

¡Superstición, y nada más que superstición! Los ídolos de aquel mundo subterráneo eran incontables. Habría sido imposible no ofender a ninguno. Hacía mucho tiempo que Homero había dejado de preocuparse por ello, pero Ahmed no parecía compartir su opinión.

El muchacho se sacó del bolsillo de la chaqueta una especie de rosario que en vez de cuentas tenía cartuchos de pistola Makarov, y empezó a pasar los pequeños ídolos de plomo con sus dedos mugrientos. Al mismo tiempo, movía los labios: estaba diciendo algo en su lengua. Probablemente le pedía perdón a la Nagornaya por los pecados de Homero.

El sobrenatural olfato de Hunter había detectado algo. Les hizo una señal con la mano, se detuvo, y se agachó con extraordinaria agilidad.

—Más adelante hay niebla —dijo, y aspiró profundamente por la nariz—. ¿De qué se trata?

Homero y Ahmed se miraron. Ambos sabían muy bien lo que significaba: la cacería había empezado. Necesitarían una suerte enorme para llegar vivos a la frontera septentrional de la Nagornaya.

—¿Cómo podría decírtelo? —le respondió Ahmed, reticente —. Es su aliento…

—¿El aliento de quién? —preguntó el brigadier, sin mostrarse impresionado en lo más mínimo, y dejó la mochila en el suelo para buscar el calibre más adecuado en su arsenal.

Ahmed susurró:

—Es el aliento de la Nagornaya.

—Vamos a verlo —le dijo Hunter con una mueca de desprecio. Homero tuvo la impresión de que el desfigurado rostro del brigadier había vuelto a la vida. En realidad seguía inmóvil, como siempre. Lo único que había ocurrido era que la luz había caído sobre él desde una dirección distinta.

Los otros dos lo vieron también, unos cien metros más allá: un vapor espeso, de un color blanco mortecino, se arrastró hacia ellos por el suelo, les envolvió primero las botas, ascendió luego hasta la rodilla, y por fin inundó todo el túnel y los cubrió hasta la cintura… como si se hubieran sumergido en un mar espectral, frío y hostil, como si hubieran avanzado paso a paso por aguas cada vez más profundas y tuviese que llegar el momento en el que esas turbias aguas les sumergieran por completo.

Apenas si veían nada. Los rayos de luz de sus linternas quedaban presos en la extraña niebla cual moscas en una telaraña. Aun cuando lograran llegar unos pasos más allá, quedaban atrapados en el vacío, pálidos y sin fuerza. Los sonidos llegaban amortiguados a los oídos de los dos hombres, como a través de una almohada de plumas, y cada uno de los movimientos que hacían les costaba un esfuerzo indecible, como si no caminaran sobre las traviesas de las vías, sino que chapotearan por un espeso lodazal.

También les resultaba cada vez más difícil respirar. No por la humedad, sino por el desacostumbrado sabor amargo del aire. Tenían que forzarse a sí mismos a respirarlo. No lograban librarse de la sensación de que, en realidad, estaban tragándose el aliento de una criatura gigantesca y extraña, una criatura que había absorbido todo el oxígeno del aire y lo había sustituido por sus propios vapores ponzoñosos.

Homero, por lo que pudiera suceder, se había puesto de nuevo la máscara de gas. Hunter lo miró, metió la mano dentro de su macuto de tela y sacó una máscara nueva, de goma, que se puso sobre la que ya llevaba. Ahmed fue el único que se quedó sin protección.

El brigadier se quedó quieto y volvió su oreja destrozada hacia la Nagornaya, pero el espeso caldo de color blanco le impedía descifrar los retazos de sonidos que llegaban desde la estación y hacerse una idea del conjunto. No muy lejos de ellos, se había oído como un peso que caía al suelo, y a continuación un sollozo prolongado, en un tono demasiado grave para provenir de la garganta de un hombre. Demasiado grave para provenir de la garganta de un ser vivo. Después se oyó el histérico chirrido de un objeto metálico, como si una fuerte mano hubiera agarrado una de las gruesas tuberías de la pared y la hubiese doblado para hacer un nudo.

Hunter movió enérgicamente la cabeza, como si hubiera querido sacudirse alguna especie de broza y, en lugar del subfusil corto, empuñó un Kalashnikov con doble cargador y lanzagranadas montado bajo el cañón.

—Por fin— murmuró.

Tardaron en darse cuenta de que habían llegado a la estación: las brumas de la Nagornaya eran espesas como leche de cerda. Homero miraba por los cristales ahumados de la máscara de gas y se sentía como un buzo entre los pecios de un viejo barco de vapor transoceánico.

Contribuían a ello los relieves de las paredes que, ocasionalmente, quedaban a la vista y volvían a desaparecer cuando nuevos jirones de niebla los cubrían: gaviotas impresas sobre metal con toscos moldes soviéticos. Se asemejaban a las impresiones de fósiles que quedan al descubierto al quebrarse las rocas. «La petrificación —pensó de repente Homero— es el destino del hombre y de sus creaciones. Pero ¿quién nos desenterrará a nosotros?»

Los vapores que los envolvían estaban vivos, fluían en direcciones diversas, se agitaban. A la vez, emergían de las brumas unos oscuros coágulos: primero, un vagón abollado con su cabina de conducción herrumbrosa, después un cuerpo cubierto de escamas, o la cabeza de un monstruo mítico. Homero se preguntó quién habría vivido en el habitáculo de la tripulación e inspeccionado los camarotes de primera durante las décadas que habían pasado desde la catástrofe. Y sintió pavor. Había oído hablar varias veces de lo que ocurría en la Nagornaya, pero nunca se había visto cara a cara con…

—¡Está allí! ¡A la derecha! —bramó Ahmed, y le dio un tirón en la manga al viejo. El silenciador que él mismo se había construido amortiguó el sonido de un disparo.

Homero se volvió con una ligereza que nadie habría creído posible en su cuerpo reumático, pero la escasa potencia de su linterna alumbró tan sólo parte de una columna estriada y revestida de metal.

—¡Detrás! ¡Allí! ¡Detrás!

Ahmed disparó otra ráfaga. Pero las balas no hicieron más que destrozar los restos de las planchas de mármol que en otro tiempo habían adornado la estación. Lo que fuera que había visto bajo la luz difusa y crepuscular de la linterna había desaparecido bajo esa misma luz y, obviamente, no había sufrido ningún daño.

«Lleva demasiado tiempo respirando esto», pensó Homero. Pero entonces alcanzó a ver algo con el rabillo del ojo… una criatura gigantesca que avanzaba encorvada —los cuatro metros de altura a los que se hallaba el techo no le bastaban—, y que, a pesar de su tamaño descomunal, se movía con sorprendente agilidad. Sólo emergió de la niebla por unos instantes, en los límites de su área de visión, y luego desapareció de nuevo entre las brumas, antes de que el viejo hubiera tenido tiempo de empuñar su rifle de asalto.

Homero, en su desesperación, buscó con los ojos al brigadier.

Había desaparecido.

***

—To… todo va bien. No te preocupes. —El padre de la muchacha tenía que detenerse una y otra vez para tomar aliento, al tiempo, trataba de tranquilizarla—. Sabes… hay personas en el metro que están mucho peor… —Trató de sonreír, pero sólo le salió una terrible mueca, como si la mandíbula inferior se le hubiera desprendido del cráneo.

Sasha le devolvió la sonrisa, pero una salada gota de rocío le bajaba por la mejilla demacrada y sucia de hollín. Al menos, su padre volvía en sí tras sus largas horas de inconsciencia. Suficientes horas para que la muchacha hubiera podido meditar sobre todas las cosas.

—Esta vez no he encontrado nada —farfulló el hombre—. ¡Perdóname! Al final he ido a los garajes. Estaban más lejos de lo que pensaba. Pero he descubierto uno que seguía intacto. El cerrojo era de acero inoxidable y aún estaba engrasado. No he logrado entrar, y por eso le he puesto una cápsula explosiva, la última. He pensado que dentro habría un coche, piezas de recambio, y todo eso. He hecho estallar la carga y he entrado: estaba vacío. No había nada. Entonces ¿por qué lo habían cerrado esos hijos de puta? Tanto estruendo… he rezado por que nadie lo hubiera oído. Pero, al salir del garaje, había por todas partes una especie de perros. He pensado que había llegado… que había llegado mi… —Cerró los párpados y enmudeció.

Sasha, inquieta, lo tomó de la mano, pero él negó con la cabeza, con un movimiento casi imperceptible, sin abrir los ojos: «No tengas miedo, todo irá bien». No le quedaban fuerzas para hablar, pero quería contárselo todo. Tenía que explicarle sin falta por qué había vuelto con las manos vacías, por qué tendrían que pasar hambre durante una semana hasta que él pudiera ponerse de nuevo en pie. Pero, sin haber logrado decirle nada, cayó en un sueño profundo.

Sasha examinó la venda que le cubría la herida de la pierna. Como estaba empapada en sangre, se la quitó y le puso una nueva. Luego se levantó, fue hasta la jaula de la rata y abrió la portezuela. El animal miró afuera con desconfianza. Al principio pareció que quisiera esconderse, pero al fin obedeció a Sasha y saltó al andén para estirar las patas. El olfato de las ratas era digno de confianza: en el túnel no acechaba ningún peligro. La joven, más tranquila, se volvió hacia el camastro.

—Claro que te vas a curar. Caminarás de nuevo —le susurró a su padre—. Y encontrarás un garaje en el que habrá un coche en buen estado. Y nos meteremos dentro y nos marcharemos muy lejos de aquí. Diez, o quince estaciones más allá. A un lugar donde nadie sabrá quiénes somos. Seremos unos perfectos desconocidos. Nadie nos odiará. Si es que existe un lugar así…

En ese momento era la joven quien le contaba a su padre los mismos cuentos de hadas que éste le relataba con tanta frecuencia. Le repetía palabra por palabra su vieja cantinela, y al repetirla se la creía cien veces más. Ella lo cuidaría, ella lo curaría. En alguna parte del mundo tendría que haber un lugar donde fueran iguales que los demás.

Un lugar donde pudieran ser felices.

***

—¡Allí está! ¡Me mira a mí!

Ahmed chilló como si la bestia ya lo hubiese capturado. Nunca había gritado de ese modo. Disparó una nueva ráfaga con el rifle de asalto, pero entonces se le encasquilló. Ahmed perdió la sangre fría que aún le quedaba: tembloroso, trató de introducir un nuevo cargador.

—Me ha mirado a mí… a mí…

De repente, se oyeron muy cerca de ellos las ráfagas de una segunda arma automática. Enmudecieron por unos instantes, y acto seguido empezaron de nuevo, esta vez de manera casi inaudible, con ráfagas breves, de tres disparos cada una. Así pues, Hunter aún vivía, aún había esperanza. Los disparos se alejaron y luego se acercaron otra vez, pero no se sabía si las balas habían alcanzado su objetivo. Homero esperaba el bramido de rabia de un monstruo herido. Pero un lúgubre silencio envolvió la estación. Sus enigmáticos habitantes no debían de tener cuerpo, o, si lo tenían, eran invulnerables.

El brigadier continuaba enfrascado en su extraño combate al otro extremo del andén. La estela de los proyectiles incandescentes llameaba una y otra vez y al momento, se extinguía. Embriagado por la lucha contra los espectros, había abandonado a los mismos hombres a quienes tenía que proteger.

Homero respiró hondo y echó la cabeza para atrás. Hacía largos instantes que sentía una inquietud, había adivinado la presencia de una mirada fría y opresiva. La sentía en la piel, en la coronilla, en los pelillos de la nuca. Ya no podía negar esa realidad.

Bajo el techo, muy por encima de ellos, se mecía entre las densas brumas una cabeza. Y era tan descomunal que Homero, al principio, no supo muy bien lo que veía. El tronco del gigante quedaba oculto en la penumbra, y su monstruoso rostro se cernía sobre los diminutos hombrecillos que trataban de defenderse con sus inútiles armas. No tenía prisa por cargar contra ellos. Abrigaba la intención de concederles un breve período de gracia.

Homero cayó de rodillas, enmudecido por el horror. El rifle se le escapó de las manos y rebotó estrepitosamente sobre las vías. Ahmed aulló como un condenado. La criatura empezó a avanzar, sin prisas y, así, su oscuro cuerpo, gigantesco como una montaña, se apoderó de todo el espacio visual que les quedaba. Homero cerró los ojos y se preparó. Se despidió. Tenía una sola cosa en la cabeza, un pensamiento dolorido y amargo le perforaba la conciencia: «No lo he conseguido…»

Pero entonces el lanzagranadas de Hunter vomitó fuego. La onda de choque los ensordeció, y dejó tras de sí un silbido débil y prolongado. Los jirones de carne requemada volaron en todas las direcciones. Ahmed fue el primero que recuperó el sentido. Agarró a Homero por el cuello de la camisa, lo obligó a ponerse en pie y lo arrastró tras de sí.

Corrieron, tropezaron con las traviesas, lograron mantenerse en equilibrio, sin enterarse del dolor que sentían. Se mantenían agarrados el uno al otro, porque en aquella sopa blancuzca no se veía absolutamente nada. Corrieron, como si no los amenazara tan sólo la muerte, sino algo mucho más terrible: la desintegración final e irreversible, la aniquilación absoluta, tanto física como espiritual.

Invisibles, casi inaudibles, pero siempre tras sus espaldas, los demonios los perseguían, les seguían el paso, pero sin atacarlos. Parecía que jugaran con ellos, y que les permitieran creer que podrían salvarse.

Entonces, de repente, en vez de las paredes agrietadas de mármol, los dos hombres se encontraron con la boca de un túnel. ¡Habían logrado escapar de la Nagornaya! Homero y Ahmed retrocedieron, como si los sujetaran unas cadenas que por fin se habían estirado al máximo. Pero aún no era momento para detenerse. Ahmed corría el primero, con una mano pegada a las tuberías de la pared, y tiraba del viejo, que una y otra vez se caía y pugnaba por levantarse.

—¿Qué ha pasado con el brigadier? —gritó Homero, que se había arrancado la sofocante máscara de gas.

—Cuando hayamos salido de la niebla, pararemos y la esperaremos. Seguro que ya falta poco, como máximo doscientos metros… Antes que nada tenemos que salir de la niebla —repetía Ahmed, como un conjuro—. Voy a contar las zancadas…

Pero al cabo de doscientos pasos seguían envueltos en vapores, y también al cabo de trescientos. ¿Qué pasaría, se preguntó Homero, si la niebla se había extendido hasta la Nagatinskaya? ¿Y si había engullido también la Tulskaya y la Nakhimovsky?

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