Metro 2034 (14 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

Y entonces, por fin, logró escapar de sus recuerdos.

Sasha aún dormía. Su padre tomó aliento por última vez, por última vez trató de verla, pero no le quedaban fuerzas para abrir los párpados… y, sin embargo, en vez de la eterna e impenetrable oscuridad, vio ante sí un cielo increíblemente azul… claro y brillante como los ojos de su niña.

***

—¡Alto!

De pura sorpresa, Homero estuvo a punto de pegar un salto y levantar las manos, pero logró contenerse. La voz gangosa, indudablemente amplificada por un megáfono desde las profundidades del túnel, lo había sobresaltado. El brigadier ni se inmutó. Tenso como una cobra antes del ataque, con movimientos a duras penas perceptibles, empuñó el rifle automático que llevaba al hombro.

Hunter no se había contentado con no responder a la última pregunta del viejo, sino que desde entonces no había vuelto a hablarle. El kilómetro y medio entre la Nagatinskaya y la Tulskaya se le había hecho a Homero tan inacabable como el camino del Gólgota. Tenía miedo de que la muerte le aguardase al final del túnel, y seguirle el paso a Hunter le resultaba cada vez más difícil.

Por lo menos había tenido tiempo para prepararse, y por ello se había puesto a pensar en tiempos pasados. Pensó en Helena, se reprochó a sí mismo su egoísmo, le pidió perdón. Contempló de nuevo, bajo una luz suave y triste, un mágico día de verano, algo lluvioso, que había vivido hacía mucho tiempo en la Tverskaya. Se dio cuenta, con gran desolación, de que antes de ponerse en marcha no se había preocupado por lo que pudiera suceder con sus periódicos.

Estaba preparado para morir: destrozado por monstruos, devorado por ratas gigantescas, envenenado por algún gas… ¿Qué otra explicación podía encontrarse a que la Tulskaya se hubiera transformado en un agujero negro que tragaba todo lo que tenía alrededor y sin dejar que volviera a salir?

Pero llegó a la estación envuelta en el misterio y oyó aquella voz humana tan normal, y entonces no supo ya qué pensar. ¿Podía ser que la Tulskaya hubiera sufrido una simple invasión? Pero ¿quién podía haber eliminado a un par de destacamentos armados de la Sevastopolskaya? ¿Quién podía haber exterminado sistemáticamente a todos los vagabundos que se habían dirigido hacia ella, sin perdonar a mujeres ni ancianos?

—¡Treinta pasos al frente! —les dijo la voz desde la lejanía.

A Homero le resultaba sorprendentemente familiar, y, si hubiera tenido tiempo para pensarlo, habría adivinado a quién pertenecía. ¿No era de alguien de la Sevastopolskaya?

Hunter sostuvo el Kalashnikov con un brazo y contó obedientemente los pasos. Homero tuvo que dar unos cincuenta para seguir las zancadas del brigadier. Alcanzaron a distinguir, en la oscuridad, los contornos de una barricada, que parecía que se hubiera hecho con trastos amontonados sin orden ni concierto. ¡Qué extraño! Sus defensores no tenían ningún medio de iluminación…

—¡Apagad las linternas! —les ordenó alguien desde detrás de los cachivaches—. Que uno de los dos se acerque veinte pasos más.

Hunter quitó el seguro del arma y siguió adelante. Una vez más, Homero se quedó solo. No se atrevió a desobedecer la orden. Aun envuelto en negras tinieblas, se atrevió a sentarse, con grandes precauciones, sobre una traviesa de la vía. Cuando hubo tanteado la pared con ambas manos, se recostó en ella.

En cuanto el brigadier se halló a la distancia ordenada, sus pasos dejaron de oírse. Alguien le hizo una pregunta que Homero no oyó bien, y Hunter masculló una respuesta. Entonces la situación se complicó: en lugar de las voces algo tímidas, pero tensas, se oyeron maldiciones y amenazas. Era obvio que Hunter les exigía algo a los invisibles centinelas, y que éstos se lo negaban.

Llegó un momento en el que prácticamente gritaban, y Homero creyó distinguir algunas palabras aisladas… pero sólo entendió bien la última:

—¡Castigo!

Al instante, una ráfaga de Kalashnikov puso fin a la conversación, y la pesada descarga de una ametralladora Pecheneg
[13]
le respondió. Homero se arrojó al suelo y quitó el seguro de su arma, sin saber si tenía que disparar o no, ni a quién. Pero, antes de que pudiera hacer nada, todo terminó.

Durante los breves intervalos entre las entrecortadas señales morse de las armas, se oyó un chirrido prolongado en las entrañas del túnel. Homero habría sido incapaz de confundir ese sonido con ningún otro.

¡La puerta hermética se estaba cerrando! Toneladas de acero encajaron violentamente en una ranura. Los gritos y el fuego de ametralladora enmudecieron.

La única vía de acceso a las estaciones centrales se había cerrado.

Ya no le quedaba ninguna esperanza a la Sevastopolskaya.

6
DESDE EL OTRO LADO

Al cabo de tan sólo un instante, Homero llegó a pensar que se lo había imaginado todo: los contornos imprecisos de la barricada al final del túnel, la voz familiar distorsionada por el megáfono… cuando desapareció la luz, los sonidos se extinguieron también, y el viejo se sintió como un condenado a muerte con el saco en la cabeza, camino de la ejecución. En la absoluta oscuridad y el súbito silencio, parecía que el mundo entero se hubiese desvanecido. Homero se palpó el rostro para convencerse de que él mismo no se había disuelto en la cósmica negrura.

Pero a continuación puso orden en sus pensamientos, encendió la linterna y enfocó el rayo de luz hacia delante, hacia el lugar donde unos momentos antes se había producido la invisible confrontación. El túnel terminaba de repente, a unos treinta metros del lugar donde el viejo se había resguardado mientras los otros luchaban. Una puerta de acero, cual hoja de guillotina, lo había dividido en dos mitades.

Sí, no había oído mal: alguien había activado el cierre de la puerta hermética. Homero sabía de la existencia de dicha puerta, pero hasta entonces no había creído que aún pudiera funcionar. Por lo visto, se hallaba en perfecto estado.

Sus ojos, deteriorados por las muchas horas de lectura, tardaron en descubrir a la figura humana pegada a la plancha de acero. El viejo apuntó con el rifle y dio un paso hacia atrás. Primero pensó que uno de los hombres del otro lado se había quedado en éste al cerrarse la puerta. Pero entonces lo vio bien: era Hunter.

El brigadier no se movía. La piel de Homero quedó perlada de sudor. El viejo, aunque dubitativo, se acercó a Hunter. Pensaba que hallaría un rastro de sangre sobre el metal herrumbroso… pero no. Aunque lo hubieran acribillado con una ametralladora en un túnel vacío, estaba completamente ileso. El brigadier apoyaba su oreja destrozada contra el metal y escuchaba sonidos que, indudablemente, sólo él era capaz de oír.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó tímidamente Homero mientras se acercaba.

El brigadier no le prestó atención. Susurraba algo, pero para sí mismo. Daba la impresión de repetir unas palabras que alguien decía al otro lado de la puerta. Tuvieron que pasar unos minutos para que se apartara de ésta y se volviese hacia Homero.

—Vamos a regresar.

—¿Qué ha sucedido?

—Eran bandidos. Necesitamos refuerzos.

—¿Bandidos? —preguntó el viejo, presa de la confusión—. A mí me había parecido que esa voz era…

—La Tulskaya ha caído en manos enemigas. Tendremos que tomarla por asalto. Necesitaremos soldados de refuerzo con lanzallamas.

—¿Y por qué? —Homero estaba atónito.

—Por seguridad. Vamos a regresar. —Hunter dio media vuelta y se puso en marcha.

Antes de correr tras él, Homero observó con detenimiento la puerta, e incluso acercó el oído al frío metal, con la esperanza de oír algún retazo de conversación. Pero no oyó nada, salvo el silencio.

Y de pronto, Homero se encontró con que no se creía lo que le había dicho el brigadier. En cualquier caso, el presunto enemigo que se había apoderado de la estación actuaba de una manera totalmente incomprensible. ¿Por qué habían cerrado la puerta hermética? ¿Para protegerse de dos hombres? ¿Qué clase de bandidos podían ser esos que se enfrascaban en negociaciones con dos hombres armados, en vez de matarlos antes de que se les acercaran demasiado?

Y, finalmente: ¿Qué significaba la siniestra palabra «castigo» que habían empleado los misteriosos centinelas?

***

El padre de Sasha había dicho siempre que no existía nada tan valioso como la vida humana.

En su caso, no se trataba de palabras hueras, ni de una perogrullada. En otro tiempo había pensado de manera totalmente distinta. No en vano se trataba del jefe de estación más joven de su línea.

A los veinte años no se suele dedicar mucho tiempo a reflexionar sobre matar y morir. La vida entera parece un juego que, en el peor de los casos, se puede empezar de nuevo. No era casualidad que los ejércitos de todo el mundo reclutasen a jóvenes que en algunos casos ni siquiera habían llegado a la universidad. Y una sola persona decidía sobre esos muchachos que jugaban a la guerra, una sola persona para quien los millares que luchaban y morían eran tan sólo flechas azules y rojas sobre un mapa. Una persona que sacrificaba compañías, y regimientos, sin pararse a pensar en piernas amputadas, intestinos al aire y cráneos reventados.

En otro tiempo, su padre había despreciado al enemigo tanto como a sí mismo. Había aceptado con insólita ligereza misiones en las que tenía que arriesgar su propia piel. No se lanzaba a ellas sin pensar, sino que procedía siempre de acuerdo con una rigurosa planificación. Inteligente, esforzado e indiferente ante la muerte: no percibía la realidad de ésta, no malgastaba pensamientos en las consecuencias de sus actos, no sentía remordimientos de conciencia. No, no había disparado nunca contra mujeres y niños, pero sí que había ejecutado a desertores con sus propias manos, y era siempre el primero en marchar contra las posiciones de tiro del enemigo. El dolor apenas le importaba. En general, todo le daba lo mismo.

Hasta que conoció a la madre de Sasha.

A él, que estaba acostumbrado a la victoria, lo fascinó con su indiferencia. Su única debilidad, la que lo había empujado a enfrentarse a las ametralladoras, era el amor propio. Y ese amor propio lo indujo a un nuevo y desesperado asalto que, inesperadamente, se transformó en prolongado asedio.

Durante mucho tiempo no había tenido que esforzarse en sus amoríos: las mujeres le habían rendido siempre los estandartes a sus pies. Corrompido por tanta facilidad, satisfacía siempre sus deseos con nuevas amigas, sin llegar a enamorarse. Perdía todo interés por la seducida después de la primera noche. Su impetuoso carácter y su reputación cegaban a las muchachas, y apenas se encontraba con ninguna que emplease la vieja estrategia de hacer esperar al hombre para conocerlo mejor.

Pero la madre de Sasha, en un primer momento, no había demostrado ningún interés por él. No se había dejado impresionar ni por sus condecoraciones, ni por su rango, ni por sus triunfos en el campo de batalla y en el del amor. Cuando lo veía, no reaccionaba de ningún modo, y meneaba la cabeza como única respuesta a sus ocurrencias. El militar se planteó la conquista de la joven como un verdadero reto. Un reto más serio que la captura de las estaciones vecinas.

Al principio no había tenido otro propósito que ganar una nueva muesca en la culata de su rifle. Pero no tardó en darse cuenta de la verdad: cuanto más difícil se le ponía la muchacha, más importante se volvía para él. La joven se comportaba de tal manera, que pasar aunque sólo fuera una hora al día con ella le parecía un triunfo. Y, cuando accedía, parecía que lo hiciese únicamente para torturarlo durante un rato. Ponía en duda sus méritos, se burlaba de sus principios. Lo insultaba por su dureza de corazón, hacía que se conmovieran sus certezas, y llegó al punto de hacerle dudar de sus fuerzas y de sus objetivos.

El hombre lo soportaba con paciencia. En realidad, le gustaba. Al lado de la muchacha empezó a reflexionar. A titubear. Y, por fin, a sentir. Sintió impotencia, porque no sabía cómo acercarse a ella. Tristeza, por todos los minutos que no podía pasar con ella. E incluso, miedo de perderla, antes de haberla conseguido. Amor. Y por ello la muchacha lo recompensó con un anillo de plata.

No cedió hasta que el hombre se vio incapaz de vivir sin ella.

Un año más tarde, Sasha vino al mundo.

No podía dejarlas en la estacada, y por eso mismo ya no podía morir.

Un hombre que a los veinticinco años comanda el ejército más poderoso de la única porción de tierra que conoce no se librará fácilmente de la idea de que el planeta dejaría de girar a una orden suya. Pero, en realidad, no se necesita un gran poder para matar. Resucitar a los muertos, en cambio, no está al alcance de nadie.

Tuvo que aprenderlo por experiencia propia: la tuberculosis se llevó a su mujer y no pudo hacer nada para salvarla. Ése fue el momento en el que se le rompió algo por dentro.

En aquellos días, Sasha no pasaba de los cuatro años. Pero la muchacha recordaba bien a su madre. Conservaba también un preciso recuerdo del terrorífico vacío que se hizo en el túnel después de que muriera. La cercanía de la muerte irrumpió en su pequeño mundo como un abismo sin fondo, y la muchacha lo contemplaba con frecuencia. Los márgenes de ese abismo tardaron mucho tiempo en juntarse. Tuvieron que pasar dos o tres años para que Sasha dejara de llamar a su madre en sueños.

Su padre no dejaría de hacerlo jamás.

***

¿Podía ser que Homero no siguiese el camino adecuado? Si el héroe de su epopeya no quería aparecer, ¿por qué no empezar con su futura amada? ¿Y si la joven, con su belleza y juventud, lograba que el héroe apareciera?

Si Homero empezaba a trazar, con precaución, el perfil de la muchacha… ¿tal vez su héroe emergería de la nada? Para que su amor fuera perfecto, las dos figuras tenían que complementarse de manera ideal. Así, el héroe del poema de Homero aparecería como un personaje acabado y completo.

Los pensamientos y complejidades de ambos encajarían como dos esquirlas de las destrozadas vidrieras de la Novoslobodskaya. Porque en otro tiempo habían constituido una sola entidad y estaban predestinados a unirse de nuevo… Homero no vio nada malo en robarles a los viejos clásicos un argumento tan logrado.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Homero no se veía capaz de dar forma a una muchacha con tinta y papel. Tampoco estaba seguro de saber describir sentimientos de manera convincente.

El afecto y la ternura lo unían a Helena, pero se habían conocido cuando ya eran demasiado mayores para amarse sin reservas. A su edad, no les quedaban pasiones por apaciguar. Se habían decidido a compartir su vida para dejar atrás las sombras del pasado y atenuar la soledad que los embargaba a ambos.

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