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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (12 page)

***

—¿Dónde están?

Hubo algo que sacó a Homero del tenebroso lago de la inconsciencia. El viejo se agitó como una perca clavada en el anzuelo, jadeó convulsivamente y miró al brigadier con ojos de loco. Los siniestros y ciclópeos colosos, los guardianes de la Nagornaya, aún se erguían frente a él y trataban de agarrarlo con sus dedos largos y llenos de articulaciones. No tendrían dificultad alguna para arrancarle las piernas, ni para aplastarle las costillas. Rodeaban a Homero cada vez que éste cerraba los ojos, y se alejaban lentamente, de mala gana, cuando los abría.

Trató de ponerse en pie de un salto, pero la mano desconocida que momentos antes le había tocado suavemente el hombro lo agarró de nuevo, igual que el anzuelo de hierro que lo había sacado de su pesadilla. Poco a poco logró respirar con mayor tranquilidad, y se concentró en el rostro arrugado, en aquellos ojos oscuros que brillaban como grasa para máquinas… ¡Hunter! ¿Estaba vivo? Siempre con gran precaución, Homero volvió la cabeza hacia la izquierda, y luego hacia la derecha. ¿Se encontraban todavía en la estación embrujada?

No, estaban en un túnel vacío, y limpio. La niebla que había ocultado los accesos de la Nagornaya apenas si llegaba hasta allí. Hunter debía de haberlo llevado, por lo menos, a medio kilómetro de distancia. El aliviado Homero se dejó caer de nuevo al suelo. Pero, para estar seguro, volvió a preguntar:

—¿Dónde están?

—Aquí no hay nadie. No corres ningún peligro.

—Esas criaturas… ¿me dejaron sin conocimiento? —Homero arrugó la frente y se acarició una hinchazón que le escocía en la nuca.

—He sido yo. He tenido que derribarte porque, si no, no habría habido manera de dominar tu pánico. Habrías podido herirme.

Por fin, Hunter, que hasta entonces lo había sujetado cual tenaza de hierro, lo soltó. Luego se puso en pie con el cuerpo envarado y deslizó la mano sobre su ancho cinturón. Llevaba una Stechkin
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en la pistolera. Al otro lado del cinturón había un estuche de cuero cuya función era difícil de definir. El brigadier desabrochó el botón y sacó una cantimplora plana de hojalata. La agitó, le quitó el tapón y bebió un largo trago, sin ofrecerle a Homero. Cerró los ojos, y entonces el viejo sintió un escalofrío. El ojo izquierdo del brigadier no había llegado a cerrarse del todo.

—¿Dónde está Ahmed? ¿Qué ha sido de él? —Homero pensó en todo lo que había ocurrido y tuvo un nuevo escalofrío.

—Ha muerto —le respondió el brigadier con indiferencia.

—Muerto… —repitió mecánicamente el viejo.

En el momento en que el monstruo le arrebató la mano de su compañero, lo había entendido: no había criatura viviente que pudiera liberarse de esas garras. Homero había tenido suerte, simplemente, de que la Nagornaya no lo eligiese a él. El viejo miró de nuevo alrededor. No acababa de creerse que Ahmed hubiera desaparecido para siempre. Contempló su propia mano: estaba llena de rasguños y ensangrentada. No había logrado retenerlo. Sus fuerzas no le habían bastado.

—Ahmed sabía que iba a morir —dijo en voz baja—. ¿Por qué se lo han llevado a él, y no a mí?

—En su cuerpo aún había mucha vida —le respondió el brigadier—. Se alimentan de vida humana.

Homero negó con la cabeza.

—Es injusto. Tiene niños pequeños. Y muchas otras cosas que lo retienen en este mundo. Que lo retenían… y yo, en cambio, siempre busco…

—¿Preferirías haberte ido al otro barrio tú? —lo interrumpió Hunter, y así puso fin a la conversación. Acto seguido tiró de Homero para ponerlo en pie—. Venga, en marcha. Ya vamos con retraso.

Homero corría detrás de Hunter. Entre tanto, se estrujaba las meninges, preguntándose cómo era posible que ellos dos hubieran regresado a la Nagornaya. La estación, cual orquídea carnívora, les había arrebatado el entendimiento con sus miasmas y los había obligado a volver atrás. Pero no se habían dado la vuelta ni una sola vez. Homero estaba totalmente seguro. Empezó a creer en la contracción del espacio de la que él mismo había hablado a su crédulo compañero. Pero la explicación era mucho más sencilla. Se golpeó la frente. ¡El túnel de enlace! Unos cientos de metros más allá de la Nagornaya, un ramal de una sola vía que en otro tiempo se había empleado para desviar los trenes enlazaba los túneles derecho e izquierdo. Cortaba los túneles en ángulo recto, y por ello, al seguir a ciegas la pared, habían regresado por la vía paralela, y luego, al acabarse súbitamente esa misma pared, habían seguido adelante, por error, hasta llegar de nuevo a la estación. ¡Ése había sido el único hechizo!

Pero quedaba algo por aclarar.

—¡Espera! —le gritó a Hunter. Pero éste seguía adelante, como sordo, y el viejo tuvo que perseguirlo entre resoplidos. Cuando le hubo dado alcance, trató de mirarlo a los ojos y exclamó:

—¿Por qué nos dejaste solos?

—¿Yo? ¿A vosotros?

La voz inexpresiva y metálica de Hunter tenía cierto deje burlón. Homero se mordió la lengua. Era verdad. Habían sido Ahmed y él quienes habían huido de la estación y habían dejado sólo al brigadier con los demonios…

Cuanto más pensaba en la locura y en la desesperación con que Hunter había peleado en la Nagornaya, mejor comprendía Homero que las criaturas que la habitaban hubiesen rehuido el combate con el brigadier. ¿Por miedo? ¿O porque habían reconocido un alma afín?

Homero hizo acopio de valor. Le quedaba tan sólo una pregunta, la más difícil.

—Allá, en la Nagornaya… ¿cómo es que a ti no te han hecho nada?

Pasaron varios minutos. Homero no se atrevió a repetir la pregunta. Entonces, con voz apenas audible, Hunter le dio una respuesta breve y malhumorada:

—¿Tú comerías carne podrida?

***

Su padre le había dicho siempre, en broma, que la belleza redimiría al mundo.

Y siempre que lo decía, Sasha se ruborizaba, y se apresuraba a esconder en un bolsillo del peto de su mono de trabajo un paquetito de té decorado con una ilustración. Era una bolsita rectangular de plástico, que había conservado un ligero aroma a té verde, y que era su mayor tesoro. Y también un testimonio de que el Universo no terminaba en la estación y en sus cuatro muñones de túnel, a veinte metros bajo el cementerio llamado Moscú. El paquetito era una especie de portal mágico que tenía el poder de transportar a Sasha varias décadas y millares de kilómetros más allá. Y también algo más, de incomparable importancia.

La humedad del subsuelo estropeaba enseguida el papel. Pero la podredumbre y el moho no devoraban tan sólo libros y revistas, sino que, con ellos, aniquilaban todo el pasado. Sin imágenes ni crónicas, la memoria humana, ya coja, se derrumbaría y quedaría indefensa como un hombre sin muletas.

Pero la bolsa de té estaba hecha de una sustancia artificial contra la que nada podían los hongos ni el tiempo. Su padre le había dicho en cierta ocasión que pasarían varios milenios hasta que empezase a deteriorarse. La muchacha pensaba que sus hijos podrían legar aquel tesoro a sus propios hijos.

Representaba —aunque fuese en miniatura— una imagen de otra realidad. Un contorno brillante, tan brillante como el día en que el paquetito había salido de la cadena de producción, enmarcaba una estampa que dejaba a Sasha sin aliento: paredes rocosas muy empinadas que desaparecían entre brumas de ensueño; pinos que se sostenían sobre escarpados casi verticales; tumultuosos saltos de agua que se precipitaban al abismo desde lo más alto; un fulgor purpúreo que anunciaba la salida del sol… Sasha no había visto nada tan hermoso en su vida.

Podía pasarse ratos muy largos sentada con la bolsita en la mano, contemplándola. La neblina del alba que envolvía las montañas lejanas le había hechizado los ojos con su mágico poder. Aun cuando devorase todos los libros que su padre traía de las expediciones antes de venderlos, las palabras que leía no lograban describir los sentimientos que le inspiraban esas montañas de un centímetro de altura, y el aroma de los pinares dibujados. La increíble atracción que ejercía ese mundo nacía de su misma irrealidad… el dulce anhelo y la eterna espera de la salida del sol… la continua pregunta por lo que pudiera haber tras las letras de la marca de té: ¿Un árbol poco común? ¿Un nido de águilas? ¿Una casita construida junto al barranco en la que iría a vivir con su padre?

Era él quien le había regalado la bolsita a su hija cuando aún no tenía cinco años. Por aquel entonces aún conservaba su contenido: algo muy raro. Había querido sorprenderla con té de verdad, y la muchacha hizo acopio de valor y se lo bebió como una medicina. Pero la bolsita de plástico le había producido, desde el principio, una extraña fascinación. Su padre había tenido que explicarle qué pretendía representar la mediocre ilustración que la adornaba: un paisaje de montaña totalmente convencional, situado en una provincia china, tolerable como adorno para un paquetito de té. Pero diez años más tarde Sasha aún lo contemplaba con la misma fascinación del día en el que se lo habían regalado.

Su padre, en cambio, pensaba que Sasha había tomado el paquetito como un pobre sucedáneo de todo un mundo. Y cada vez que la muchacha recaía en el mismo éxtasis y se sumía en la contemplación de aquella fantasía mal dibujada, se lo tomaba como un mudo reproche por la vida amputada y gris que la joven había tenido que vivir. Siempre trataba de despertarla de sus ensoñaciones, pero no lo conseguía. Con ira mal disimulada, le preguntaba por enésima vez qué podía parecerle tan magnífico en un paquetito estropeado que en otro tiempo había contenido un gramo de migajas de té.

Y, por enésima vez, la muchacha escondía su pequeña obra maestra en el bolsillo delantero de su peto y le respondía avergonzada:

—¡Papá… es que lo encuentro tan bonito…!

***

De no haber sido por Hunter, que no se detuvo ni un instante hasta llegar a la Nagatinskaya, Homero habría tardado el triple en recorrer el camino. No le habría sido posible caminar por el túnel con tanta decisión y confianza en sí mismo.

Habían tenido que pagar un elevado precio por atravesar la Nagornaya pero, de todas maneras, dos de los tres seguían con vida. Y habrían podido sobrevivir los tres si no se hubieran perdido en la niebla. El tributo no era más elevado de lo habitual: no habían encontrado nada en la Nakhimovsky Prospekt ni en la Nagornaya que no hubiese aparecido allí en otras ocasiones.

¿No iban a encontrar nada más hasta llegar a la Tulskaya? En esos momentos reinaba la calma, pero el silencio era desagradable, tenso.

Sin duda alguna, Hunter percibía los peligros a cientos de metros de distancia. Incluso en una estación desconocida presentía lo que se iba a encontrar. Pero ¿no podía ocurrir que, allí, su intuición lo abandonara? Eso les había ocurrido a, por lo menos, una docena de luchadores bien bregados.

Tal vez la solución del enigma se encontrara en la Nagatinskaya, la estación a la que se dirigían… Homero tenía que hacer muchos esfuerzos para seguir el hilo de sus propios pensamientos. Iban demasiado rápido. Pero trató de imaginarse lo que podría esperarlo en esa estación que tanto había amado antaño. El viejo recopilador de mitos se imaginaba que la legendaria «Embajada de Satán» habría aparecido en la Nagatinskaya, o que sus habitantes habrían muerto devorados por las ratas que recorrían la red de metro en busca de comida por túneles inaccesibles para los humanos.

Aunque se hubiese quedado solo, Homero no habría vuelto por nada del mundo sobre sus pasos. Durante los años que llevaba en la Sevastopolskaya había olvidado el temor a la muerte. Y se había incorporado a esta expedición con la clara consciencia de que tal vez fuera su última aventura. Estaba dispuesto a sacrificar el tiempo de vida que aún le pudiera quedar.

Media hora después del encuentro con los monstruos en la Nagornaya, los terrores empezaron a desvanecerse de su memoria. Es más: al escuchar dentro de sí, advirtió, en lo más hondo de su alma, una vaga y tímida agitación. En lo más profundo tomaba cuerpo, o despertaba, lo que tanto había esperado, lo que había anhelado. Lo que había buscado en el curso de sus peligrosas expediciones, lo que jamás había hallado en su hogar…

Por fin había encontrado un motivo importante para emplear todas sus fuerzas en retrasar la muerte. Sólo podría permitírsela cuando hubiera acabado su labor.

***

La última guerra había sido más violenta que todas las anteriores, y por ello había durado sólo unos días. Habían pasado tres generaciones desde la segunda guerra mundial, los últimos veteranos de ésta habían muerto, y los vivos no conocían el temor a los conflictos bélicos. La locura colectiva que en otro tiempo había robado a millones de seres humanos su misma humanidad se transformó de nuevo en herramienta política de uso habitual.

El fatídico juego había ganado cada vez mayor aceptación y, cuando llegó la hora decisiva, era demasiado tarde para enderezar el rumbo. El ardor guerrero enterró la prohibición de emplear armas nucleares. Durante el primer acto del drama habían colgado el arma en la pared, y durante el penúltimo la habían empleado. Y ya no importaba quién hubiera sido el primero en apretar el gatillo.

Todas las grandes ciudades de la Tierra se transformaron simultáneamente en escombros y cenizas. Incluso las pocas que contaban con un escudo antimisiles se vinieron abajo. Aunque pudiera parecer que habían quedado intactas, la radiación, los agentes químicos y las armas biológicas exterminaron en unos instantes a la mayoría de su población. La frágil comunicación por radio que mantenían los escasos supervivientes cesó al cabo de pocos años. Desde entonces, el mundo en el que vivían los habitantes de la red de metro tuvo como frontera las últimas estaciones transitables.

En otro tiempo, los seres humanos habían explorado y colonizado la Tierra hasta su último rincón. Pero el mundo se transformó de nuevo en el inacabable océano de caos y olvido que habían conocido los hombres de la Antigüedad. Y las diminutas islas de civilización se hundían una tras otra en sus profundidades, porque la humanidad, privada de petróleo y de electricidad, regresaba aceleradamente a la barbarie.

Había empezado un tiempo de desdichas.

A lo largo de los siglos, los sabios habían tratado de tejer la urdimbre de la Historia con jirones de antiquísimos papiros y rollos de pergamino, códices y tomos en folio destrozados. Con la invención de la tipografía y la publicación de los primeros periódicos, las imprentas habían espesado la trama. Apenas si quedaba ningún hueco en las crónicas de los últimos dos siglos: prácticamente todos los gestos, todas las exclamaciones de los hombres y mujeres que regían los destinos del mundo habían quedado meticulosamente consignados.

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