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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (32 page)

—Mi padre ha muerto. Por culpa mía. Yo tengo la culpa. No puedo devolverle la vida de ninguna manera. Pero en esa estación hay otras personas que aún viven. Aún es posible salvarlas. Así pues, tengo que intentarlo. Se lo debo a él.

—¿Salvarlos? ¿De quién? ¿De qué? —le respondió el viejo con amargura—. La enfermedad es incurable, ya lo has oído.

—De tu amigo. Ese hombre es más temible que una enfermedad. Más mortífero. —La muchacha suspiró—. El enfermo, por lo menos, conserva la esperanza. Siempre se encuentra alguien que ha logrado curarse. Uno entre mil.

Homero la miró con rostro serio.

—¿Y cómo crees que podrás detenerlo?

—Ya lo hice una vez —le replicó, insegura.

¿No sobrevaloraba la muchacha sus capacidades? ¿No se engañaba a sí misma con la idea de que el implacable brigadier también sentía algo por ella? Homero no quería desalentar a Sasha, pero le pareció que sería mejor advertirla de inmediato.

—¿Sabes qué he encontrado en su habitación? —El viejo se sacó del bolsillo la polvera abollada y se la entregó a Sasha—. ¿Has sido tú quien…?

Sasha negó con la cabeza.

—Entonces, ha sido Hunter.

La muchacha levantó la tapa y contempló su propia imagen en una de las esquirlas del espejito. Se acordó de su última conversación con el calvo y de las palabras que éste había dicho, medio dormido, al entrar la joven para regalarle el cuchillo. Recordó el rostro de Hunter cuando, a zancadas, empapado en sangre, se había arrojado contra las garras de la monstruosidad para que dejase marchar a Sasha, y para matarla…

—No lo ha hecho por mí —dijo con resolución—. Sino por el espejo.

Homero enarcó ambas cejas.

—¿Qué tiene que ver el espejo con esto?

—Tú mismo lo dijiste. —Sasha dejó caer la tapa e imitó el tono magistral del viejo—: «A veces merece la pena poder verse. Entonces se comprenden muchas cosas sobre uno mismo.»

Homero resopló con irritación.

—¿Piensas que Hunter no sabe quién es? ¿O que se pasa el día preocupándose por su cara? ¿Que por eso ha roto el espejo?

La muchacha se recostó contra una columna.

—No se trata de su exterior.

—Hunter sabe muy bien quién es. Y está claro que no le gusta que se lo recuerden.

—Tal vez lo haya olvidado. A veces he tenido la sensación de que trata de acordarse de algo. O que está sujeto con una cadena a una vagoneta muy pesada que desciende cuesta abajo, hacia las tinieblas, y no hay nadie que le ayude a detenerla. No sé explicarlo. Lo presiento cada vez que lo veo. —Sasha arrugó la frente—. Nadie más lo ve. Sólo yo. Por eso he dicho que me necesita.

—Claro, y por eso te ha dejado.

—Yo
lo he dejado. Y ahora tengo que darle alcance antes de que sea demasiado tarde. Aún están todos vivos. Aún podríamos salvarlos. Y también salvarlo a él.

Homero irguió la cabeza.

—¿De quién pretendes salvarlo?

Sasha lo miró inquisitivamente. ¿El viejo aún no había comprendido nada, pese a todos sus esfuerzos por explicárselo? Entonces le respondió con inconmensurable seriedad:

—Del hombre del espejo.

***

—¿Este sitio está ocupado?

Sasha se había distraído hurgando con el tenedor en el guiso de carne y setas, y se sobresaltó. Vio a su lado al músico de ojos verdes, bandeja en mano. El viejo se había ido un momento y su taburete estaba vacío. —Sí.

—¡No existe ningún problema sin solución! —Dejó la bandeja sobre la mesa, tomó un taburete vacío de la de al lado y se sentó a la izquierda de Sasha. La muchacha no tuvo tiempo de protestar.

—Si ocurre algo… recuerda que yo no te he invitado —le advirtió la joven.

—¿Tu abuelo te va a reñir? —Le guiñó el ojo con aires de complicidad—. Permíteme que me presente, me llamo Leonid.

Sasha notó que la sangre se le subía a las mejillas.

—Ese hombre no es mi abuelo.

—Ah, vaya —Leonid se llevó un trozo de carne a la boca y enarcó una ceja.

—Tienes mucha cara —le dijo la joven.

El músico levantó el tenedor con ademán instructivo, y dijo:

—Di, más bien, que soy testarudo.

Sasha no pudo reprimir una sonrisa.

—Tu confianza en ti mismo es excesiva para mi gusto.

—Confío en la humanidad entera —murmuró él mientras masticaba—, pero por encima de todo confío en mí mismo, sí.

El viejo regresó, se detuvo tras el fanfarrón e hizo una mueca de descontento. Pero volvió a sentarse en su taburete.

—Sasha, ¿no te parece que aquí hay demasiada gente? —dijo con ganas de pelea, y miró como por casualidad al músico.

—¡Sasha! —repitió éste en tono triunfal, y levantó la mirada—. Encantado. Permítame que me presente de nuevo. Me llamo Leonid.

—Y yo, Nikolay Ivanovich —respondió Homero, malhumorado, y lo miró de reojo—. ¿Cuál era esa melodía que tocaba antes? Me resultaba familiar.

—No es de extrañar. La he estado tocando tres días seguidos —le respondió Leonid, con especial énfasis en la última palabra—. La compuse yo.

—¿Es tuya? —Sasha dejó los cubiertos a un lado—. ¿Cómo se llama?

Leonid se encogió de hombros.

—No tiene nombre. No había pensado en ello. Y, por otra parte, ¿cómo iba a expresar con palabras todo lo que se contiene en ella? Y ¿para qué?

—Es muy bella —confesó la joven—. Extraordinariamente bella.

—Podría ponerle tu nombre —le dijo al instante el músico—. Te lo mereces.

—No, gracias. —Sasha negó con la cabeza—. Esa melodía tiene que quedarse sin nombre. Es lo más apropiado.

—También sería apropiado dedicártela. —Leonid se echó a reír, pero entonces se atragantó y se puso a toser.

—¿Has terminado? —Homero tomó la bandeja de Sasha y se puso en pie—. Tenemos que marcharnos. Discúlpenos, joven.

—¡No pasa nada! Ya he terminado. ¿Podría acompañar durante un trecho a la joven dama?

—Dentro de poco saldremos de viaje —le respondió Homero con voz cortante.

—¡Qué maravilla! Yo también. Tengo que ir a la Dobryninskaya. —El músico puso cara de inocente—. ¿No irán por casualidad en esa dirección?

—Sí, por casualidad —le respondió Sasha, sorprendiéndose a sí misma. Sus ojos esquivaban a los de Homero, y, en cambio, se volvían una y otra vez hacia Leonid.

El músico hacía gala de cierta ligereza, de un tono burlón en el que, sin embargo, no había ninguna maldad. Igual que un niño que blande una ramita, asestaba mandobles totalmente inofensivos, por los que nadie habría podido enfadarse, ni siquiera el viejo. Lanzaba sus indirectas como por casualidad, en broma, y por ello Sasha no podía tomárselas en serio. ¿Además qué había de malo en gustarle?

Por otra parte, la muchacha se había enamorado de su música mucho antes de conocerlo a él. Y la tentación de disponer de su hechizo durante el camino era demasiado fuerte.

***

Todo se debía a la música, por supuesto.

El joven calavera, cual flautista de Hamelín, atrapaba almas Cándidas con su vistosa flauta y utilizaba su talento para corromper a todas las jóvenes que se ponían a su alcance. ¡Había llegado al extremo de tratar de seducir a Alexandra, y Homero no sabía qué hacer!

Al principio el viejo se tragaba sus estúpidas gracias, aunque fuera de mala gana. Pero luego sintió que la cólera crecía en su interior. También le irritó la facilidad con la que Leonid consiguió que los centinelas de la Hansa, famosos por su severidad, los dejaran atravesar la Línea de Circunvalación en dirección a la Dobryninskaya. ¡Y sin documentos! El músico entró con el estuche de la flauta repleto de cartuchos en el despacho del jefe de estación, un petimetre viejo y calvo, con unos bigotes que recordaban a las antenas de una cucaracha de cocina, y volvió a salir a paso ligero, con una sonrisa en los labios.

De todas maneras, Homero no podía negar que las habilidades diplomáticas del joven le habían venido muy bien: la dresina con la que habían llegado a la Paveletskaya había desaparecido del depósito al mismo tiempo que Hunter, y dar un rodeo les habría costado una semana entera.

Pero el viejo estaba preocupado por la facilidad con la que el prestidigitador había abandonado una estación donde ganaba tanto, y se había desprendido de todos sus ahorros, tan sólo para acompañar a Sasha por el túnel. En otro caso habría podido atribuirlo al amor, pero Homero estaba convencido: el joven no quería nada serio con ella. Estaba acostumbrado a las victorias fáciles.

El malhumorado Homero tenía la sensación de estar haciendo de carabina. Pero su vigilancia y sus celos tenían un buen motivo: ¡Sólo le habría faltado que su musa, la misma que se le había aparecido de manera tan sorprendente, se le marchara con un músico callejero! Un personaje que, con perdón, era totalmente superfluo.

Homero no tenía previsto darle ningún papel en su novela, pero el muchacho había subido descaradamente a la tribuna y había entrado en el relato.

***

—¿De verdad que no hay nadie más en el mundo?

Los tres se habían puesto en camino hacia la Dobryninskaya, acompañados por tres centinelas. Los sueños más osados se hacían realidad para quien sabía utilizar bien los cartuchos.

Sasha había explicado muy brevemente sus vivencias en la superficie, y luego había callado, y su rostro se había ensombrecido. Homero y el músico se miraron: ¿Quién sería el primero en tratar de confortarla?

El viejo carraspeó.

—¿Hay vida más allá de la MKAD
[20]
? ¿La joven generación también se lo pregunta?

—Pues claro que la hay —respondió Leonid con una voz que le brotaba del pecho, una voz convencida—. No puede ser que no haya sobrevivido nadie. El problema es que no podemos comunicarnos con ellos.

—Yo, por ejemplo —dijo Homero—, he oído que en algún lugar, más allá de la Taganskaya, tiene que haber un pasadizo secreto que conduce a un túnel muy interesante. Parece un túnel normal, de seis metros de diámetro, pero no tiene vías. Es muy profundo. Se encuentra quizás a cuarenta o cincuenta metros de la superficie. Y lleva hacia el este…

—¿Se refiere al túnel que termina en los búnkeres de los Urales? —lo interrumpió Leonid—. Se contaba la historia de un hombre que lo encontraba por casualidad, tomaba una mochila repleta de provisiones y se ponía en marcha por el túnel…

—.. .y caminaba durante una semana sin detenerse —prosiguió Homero—, haciendo tan sólo pausas breves, hasta que no le quedaba comida y tenía que volver. No llegaba a divisar el final del túnel. Sí, los rumores cuentan que ese túnel llega hasta los búnkeres de los Urales. Y puede ser que allí quede alguien con vida.

—No parece muy probable —dijo el músico, bostezando.

Homero hizo como que no lo oía y se volvió hacia Sasha.

—Un conocido que vive en la Polis me contó que uno de sus operadores de comunicaciones había logrado contactar con los ocupantes de un tanque. Parece que lograron ocultarse a tiempo. Llevaron su vehículo a un paraje desierto donde nadie tuvo la idea de bombardearlos…

Leonid asintió.

—Esa historia también es conocida. Cuando se les acabó el combustible, apostaron el tanque en una colina y construyeron a su lado un pequeño asentamiento. Y durante algunos años se comunicaron todas las noches por radio con la Polis…

—.. .hasta que el receptor se les averió —concluyó Homero, visiblemente irritado.

—¿Y qué me dice del submarino? —Su rival se desperezó—. Uno de nuestros submarinos atómicos se hallaba en un viaje de largo recorrido, y al empezar el intercambio de proyectiles aún no había alcanzado su posición de combate. Cuando por fin emergió, todo había terminado. El submarino atracó no muy lejos de Vladivostok…

—.. .y, hasta el día de hoy, la tripulación se provee con la energía de su reactor '—añadió Homero—. Hace medio año conocí a un hombre que contaba que había viajado en ese submarino como oficial primero. Decía que había atravesado el país entero en bicicleta y que por fin había llegado a Moscú. El viaje había durado tres años.

—¿Y habló usted personalmente con él? —le preguntó el cortés, pero atónito Leonid.

—Por supuesto —replicó Homero.

Las leyendas habían sido siempre su violín de Ingres y no podía permitir que un pisaverde como aquél le ganara a contarlas. Aún guardaba en reserva una historia que para él tenía un especial valor. Por supuesto que habría preferido contarla en otro momento y no tener que malgastarla en aquella estúpida competición. Pero se había dado cuenta de que Sasha se reía de todas las ocurrencias del truhán, y por ello contraatacó.

—¿Y conoce usted la de Polyarniye Zori?

—¿La de Polyarniye qué? —le preguntó el músico, y se volvió hacia él.

—Ahora verá. —Homero esbozó una leve sonrisa—. En el lejano norte, en la península de Kola, existe una ciudad llamada Polyarniye Zori. Un lugar abandonado de la mano de Dios. A mil quinientos kilómetros de Moscú, y por lo menos a mil de San Petersburgo. Lo que tiene más cerca es Murmansk y sus bases navales, pero el camino hasta allí también es largo.

—En una palabra: un pueblo de mala muerte —le respondió Leonid con una sonrisa burlona.

—En todo caso se encuentra a mucha distancia de todas las ciudades grandes, fábricas secretas y bases militares. De todos los objetivos importantes. Todas las ciudades que nuestro escudo antimisiles no logró proteger quedaron reducidas a escombros y cenizas. Y las otras que sí estaban escudadas, y donde los antimisiles funcionaron… —Homero miró hacia lo alto—. En fin, todo el mundo sabe lo que ocurrió con ellas. Pero también existen lugares contra los que nadie disparó. Porque no representaban ningún peligro para nadie. Como Polyarniye Zori.

—Ahora tampoco nos interesan a nosotros —dijo el músico.

—Pues deberían interesarnos —le replicó ásperamente Homero—. Porque no muy lejos de Polyarniye Zori se encuentra la central nuclear de Kola. Una de las más potentes del país. En su tiempo proveía de electricidad a prácticamente todo el norte de Rusia. Millones de seres humanos. Yo soy de Arkhangelsk, y sé muy bien de qué hablo. Cuando estudiaba en la escuela fuimos de excursión allí. Se trata de una verdadera fortaleza, de un estado dentro del Estado. Tenían allí un pequeño ejército, territorios cultivables y plantas procesadoras. Vivían en la más absoluta autarquía. ¿Por qué tendría que haber cambiado su vida después de una guerra atómica? —Y sonrió tristemente.

—Quiere usted decir…

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