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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (30 page)

***

La monstruosidad medía casi el doble que Sasha. Su cabeza llegaba hasta el techo. Sus zarpas colgaban hasta rozar el suelo.

Sasha sabía que aquellas bestias eran veloces como el rayo. Sabía que atacaban con inimaginable celeridad. Si la criatura hubiese querido capturarla, si hubiera querido matarla en el acto, le habría bastado con emplear una sola de sus extremidades. Pero, por motivos desconocidos, el animal vacilaba.

No habría servido de nada dispararle, y de todos modos Sasha no habría tenido tiempo para apuntar. Dio un paso titubeante hacia atrás, en dirección al corredor. La monstruosidad emitió una especie de gemido, avanzó torpemente hacia la muchacha… pero no sucedió nada más. El monstruo se detuvo una vez más y la contempló con su ciega mirada.

Sasha se atrevió a dar un paso más. Y otro. Sin perder de vista al animal, sin mostrarle su miedo, se acercó poco a poco a la salida. La criatura la seguía, como hechizada, a pocos metros de distancia, como si hubiese querido acompañarla hasta la puerta.

Cuando se hallaba tan sólo a diez metros del insoportable resplandor de la entrada, Sasha no pudo contenerse más y echó a correr. El animal bramó y se lanzó a perseguirla.

Sasha corrió a toda velocidad, con los ojos cerrados, hasta que tropezó, dio un brinco y resbaló por el suelo áspero y duro.

Estaba convencida de que la monstruosidad le daría alcance en cualquier momento y la haría pedazos pero, por el motivo que fuera, su perseguidor la dejó marchar. Pasó un larguísimo minuto, y luego otro… alrededor de la muchacha no había nada más que silencio.

Sasha seguía sin abrir los párpados, y buscaba dentro de su bolsa los anteojos de fabricación casera que le había comprado al centinela. Estaban hechos con dos culos de botella, de un cristal verde oscuro, unas anillas de hojalata que servían de montura y una correa de goma. Los anteojos se podían colocar sobre la máscara de gas. Sus cristales redondos encajaban a la perfección sobre los visores de la máscara de goma.

Entonces pudo abrir los ojos. Poco a poco, levantó los párpados. Al principio con precaución, sin levantar la cabeza, pero luego cobró ánimos y contempló el extraño lugar donde se encontraba.

En lo alto estaba el cielo. El cielo de verdad, radiante, inconmensurable. Allí había más luz de la que ningún reflector pudiera producir. Lo veía de un uniforme color verde. Había nubes bajas, pero entre éstas se divisaba un verdadero abismo.

¡El sol! Había alcanzado a verlo tras una capa de nubes especialmente fina: un círculo del tamaño de un pistón, impoluto en su blancura, tan brillante como para perforar los anteojos de Sasha. La muchacha se volvió, asustada, aguardó unos instantes y le dirigió otra mirada fugaz. Sintió cierto desengaño: al fin y al cabo, no era nada más que un agujero resplandeciente en el cielo. ¿Para qué tanta divinización? Pero, no. Tenía un hechizo, un poder de atracción, algo que emocionaba. La puerta por la que Sasha había abandonado la tenebrosa cueva donde moraban las bestias resplandecía con una luz casi tan intensa como aquélla. La muchacha pensó, de pronto: ¿Y si el sol fuera también una salida por la que se pudiera llegar a un sitio donde jamás oscurece? ¿Y si era posible salir de la Tierra, igual que había sido posible salir del subsuelo? Se dio cuenta de que el sol desprendía un calor débil, apenas perceptible. Como si se hubiera tratado de un ser vivo.

Sasha se hallaba en un pétreo erial. A su alrededor había casas viejas en ruinas. Sus negras ventanas sumaban hasta diez pisos. Eran edificios muy altos y los había en número incalculable. Se interponían unos delante de otros, se agolpaban como para ver mejor a Sasha. Detrás de los elevados edificios había otros aún más altos, y detrás de estos últimos se divisaban los contornos de verdaderos gigantes.

¡Era increíble, pero Sasha alcanzaba a verlos todos! Estaban todos ellos coloreados de aquel estúpido color verde, igual que el suelo bajo sus pies y el aire, y el cielo sin fondo, resplandeciente, demencial. Pero, con todo, la muchacha alcanzaba a columbrar inimaginables lejanías.

Aun cuando sus ojos se hubieran acostumbrado desde hacía mucho tiempo a la oscuridad, estaban hechos para la luz. En las horas nocturnas que había pasado frente al barranco donde empezaba el puente, había divisado tan sólo los feos edificios que se hallaban a un máximo de cien metros de la puerta hermética. Detrás de éstos, la oscuridad era impenetrable, y la propia Sasha, nacida bajo tierra, no había logrado ver más allá.

Nunca jamás se había preguntado en serio cuán grande sería el mundo en aquel que vivía. Para ella sólo había existido, desde siempre, el pequeño y oscuro receptáculo donde vivía. Unos centenares de metros en cualquier dirección. Más allá empezaba el abismo final, el límite del universo, la absoluta oscuridad. Y aunque supiera que la Tierra, en realidad, era mucho más grande, no había sido nunca capaz de hacerse una imagen de ella.

En ese momento comprendía cuán desesperado habría sido el intento.

Por extraño que parezca, no sentía ningún miedo, aunque estuviera sola en el desierto inconmensurable. En otro tiempo, cuando se arrastraba por el túnel hasta el barranco, se había sentido siempre como si alguien la hubiera sacado por la fuerza de un caparazón. Pero en aquel momento se sentía como si hubiera podido liberarse de él. A la luz del día, los peligros se veían venir desde lejos, y Sasha tendría tiempo de sobra para esconderse y defenderse. Y despertaba dentro de ella, tímidamente, un sentimiento desconocido hasta entonces: el de haber llegado a su hogar.

El viento agitaba en lo alto una maraña de ramas cubiertas de pinchos, aullaba con monotonía entre las hileras de edificios agrietados, le acariciaba la espalda a Sasha, le insuflaba valor, le daba ánimos para explorar aquel mundo nuevo.

De todas maneras, no podía hacer otra cosa: para volver a la red de metro habría tenido que entrar de nuevo en el edificio en el que se hallaban las horrendas criaturas. Y seguramente habrían despertado. Sus pálidos cuerpos aparecían de vez en cuando por las puertas y desaparecían de nuevo, al instante. Estaba claro que la luz del día las molestaba. Pero ¿qué sucedería cuando se hiciese de noche? Sasha quería ver, antes de que le llegase la muerte, algunos de los lugares que le había descrito el viejo. Por lo tanto, tendría que alejarse de allí lo antes posible.

Echó a correr.

Nunca en su vida se había sentido tan diminuta. Le parecía increíble que los gigantescos edificios fuesen obra de hombres no más grandes que ella. ¿Para qué los habrían utilizado? ¿Acaso los hombres
de antes
eran ya una estirpe degenerada y atrofiada? ¿La naturaleza los había preparado para la difícil vida que llevarían en la estrechez de los túneles y las estaciones? Aquellos edificios debían de haber sido erigidos por los orgullosos antepasados de los pequeños hombres de su tiempo. Criaturas vigorosas, corpulentas, imponentes, como las casas en las que habían vivido.

Más allá los edificios quedaban como separados, y la tierra estaba cubierta de una corteza semejante a la piedra, de color grisáceo, que en algunos puntos se había agrietado. De repente, el mundo se había vuelto más grande todavía: desde allí se le abrió una panorámica en la lejanía que le detuvo el corazón. La cabeza empezó a darle vueltas.

Se agachó junto a la pared de un palacio, cubierta de musgo y moho. La chata torre del reloj parecía sostener las nubes. La joven trató de imaginarse cómo habría sido la ciudad cuando aún estaba viva…

Por la calle —sin duda alguna, aquel sitio debía de ser una calle— caminaban hombres y mujeres altos y bellos, envueltos en vestidos de magníficos colores, a cuyo lado las vestimentas más lujosas de la Paveletskaya parecerían pobres y ridículas.

Mezclados con la abigarrada multitud, circulaban los automóviles, que se parecían a los vagones de metro, pero eran tan pequeños que sólo cabían cuatro viajeros en cada uno de ellos.

Las casas se veían menos lúgubres. Las ventanas no eran agujeros negros, sino que sus cristales limpios relucían cual relámpago. Sasha se imaginó puentes pequeños y ligeros que aquí y allá, a diferentes alturas, unían los edificios.

El cielo tampoco estaba vacío: aviones de indescriptible tamaño lo surcaban, y sus panzas casi rozaban los tejados. Su padre le había contado una vez que volaban sin mover las alas, pero Sasha se los imaginaba como gigantescas e indolentes libélulas, cuyas alas vibraban con movimiento casi imperceptible y reflejaban débilmente los rayos verdosos del sol.

Y se puso a llover.

Lo que caía del cielo era únicamente agua, pero la sensación fue abrumadora. El agua del cielo no se llevó consigo tan sólo la mugre y la fatiga. Eso lo habían hecho ya los chorros de agua caliente que brotaban de la ducha. No, esa agua la purificaba por dentro, le otorgaba el perdón por todos sus errores. Era una ablución mágica que la libraba de toda la amargura que había albergado en su corazón, la renovaba y rejuvenecía, y le insuflaba el deseo de vivir y las fuerzas necesarias para ello. Exactamente como le había dicho el viejo…

Sasha creía tanto en ese mundo, lo deseaba con tanta fuerza, que finalmente empezó a verlo. Oía el leve murmullo de alas transparentes en las alturas, el alegre gorjeo de la multitud, el rítmico avance de las ruedas de metal y el susurro de la cálida lluvia. Y, de repente, llegó nuevamente a sus oídos la melodía que había oído el día anterior y que se entremezcló con el resto del concierto…

Un doloroso aguijón le atravesó el pecho. Se puso en pie y corrió por la calle al encuentro de la muchedumbre, esquivó los diminutos vagones que se ocultaban entre el gentío y ofreció en todo momento su rostro a las gruesas gotas de lluvia. El viejo había tenido razón: era magnífico, hermoso como un cuento de hadas. Bastaba con apartar el moho y la pátina del tiempo para que el pasado reluciera de nuevo, igual que los mosaicos de colores y los relieves de bronce de las estaciones abandonadas.

Se detuvo a la orilla de un río verde. El puente que antaño había permitido cruzarlo había quedado cortado por el extremo más cercano a la muchacha. Era imposible pasar a la otra orilla…

La magia se desvaneció.

La imagen que hacía tan sólo unos instantes le había parecido tan verdadera, tan llena de color, palideció y desapareció. Las casas vacías y abrasadas, la piel arrancada de las calles, la hierba esteparia de dos metros de altura que las flanqueaba, la floresta salvaje e impenetrable que había engullido los restos del paseo fluvial… eso era todo lo que quedaba de su maravilloso mundo de fantasmas.

Sasha se sintió herida en lo más profundo de su ser. Nunca jamás podría ver aquel mundo con sus propios ojos. No le quedaba más que elegir entre la muerte y el regreso a la red de metro. En todo el mundo no había seres humanos tan altos, ataviados con vestidos de colores como aquéllos. Aparte de ella, no había ni un alma viviente en esa calle tan ancha, esa calle que terminaba en un punto muy lejano, allí, donde el cielo y la ciudad abandonada se unían.

Hacía un tiempo soberbio. Ni una gota de lluvia.

Sasha no podía ya llorar. Sólo quería morirse.

Como en respuesta a sus deseos, una gigantesca sombra negra desplegó sus alas sobre ella.

***

¿Qué podía hacer Homero? ¿Dejar que se marchara el brigadier, abandonar su libro y quedarse en la estación hasta que hubiera encontrado a la muchacha? ¿O borrarla para siempre de su novela, seguir a Hunter y acechar, cual araña, hasta que una nueva heroína cayera en sus redes?

La razón le prohibía a Homero separarse del brigadier. Si no, ¿para qué había emprendido aquel viaje? ¿Para qué se había puesto a sí mismo y al metro entero en peligro de muerte? No tenía ningún derecho a arriesgar su obra: lo único que justificaba las muertes que se habían producido y las que aún se iban a producir.

Pero, al recoger del suelo el espejito roto, lo tuvo muy claro: si se marchaba de la Paveletskaya sin haber averiguado el destino de la muchacha, sería culpable de traición. Tarde o temprano, él y su libro tendrían que sufrir el castigo. No podría expulsar jamás a Sasha de sus recuerdos.

No importaba lo que dijera Hunter: Homero tendría que hacer todo lo que estuviera en su mano para encontrar a la joven, o, por lo menos, para convencerse de que ya no vivía. Por ello, el viejo emprendió la búsqueda con fuerzas renovadas.

¿La Línea de Circunvalación? En absoluto. La muchacha no tenía documentos y no había podido entrar en la Hansa. ¿Las habitaciones que se encontraban bajo el pasillo? Homero las inspeccionó desde la primera hasta la última. Preguntó a todo el mundo si se habían fijado en una joven. Por fin, alguien le contó que le parecía haberla visto, y que llevaba un traje aislante. Homero no daba crédito a sus oídos. Al fin, el rastro de Sasha lo llevó hasta el puesto de vigilancia que se encontraba al pie de la escalera mecánica.

—¿Y a mí qué me importa? —le respondió, indolente, el guardia que se hallaba en la cabina—. Que se marche, si quiere. Si hasta le he pasado unas gafas que estaban muy bien… pero tú no subes, hoy ya me he ganado una bronca… Nuestros visitantes nocturnos tienen arriba su guarida. Ahí no va nadie. Cuando me ha pedido que la dejara salir, casi me entra un ataque de risa. —Tenía las pupilas grandes como cañones de pistola, clavadas en la lejanía. No miraba a Homero—. Da media vuelta, abuelo. Pronto oscurecerá.

¡Hunter lo sabía! Pero ¿por qué había dicho que él no lograría hacer volver a la muchacha? ¿Era posible que Sasha aún viviera?

Regresó precipitadamente al hospital. Iba tropezando de puro nerviosismo. Llegó al pasillo inferior, descendió por las estrechas escaleras, abrió violentamente la puerta sin llamar…

La habitación estaba vacía: ni Hunter ni sus armas se encontraban allí. Tan sólo las vendas manchadas de sangre seca tiradas por el suelo. Y, junto a éstas, la cantimplora vacía. El traje aislante a medio descontaminar había desaparecido de la habitación contigua.

El brigadier había abandonado a Homero. Como a un chucho que se ha vuelto pesado.

***

El ser humano recibe señales. Ésa había sido desde siempre la convicción de su padre. Había que prestarles atención y saber descifrarlas.

Sasha miró hacia lo alto y se quedó helada. Si alguien hubiera querido enviarle un mensaje, difícilmente habría podido pensar en uno más evidente.

No muy lejos del puente destruido sobresalía de la negra espesura una torre antigua, de forma cilíndrica, rematada por una cúpula adornada de manera extraña. Era el edificio más alto de la zona. Se reconocían sus años: profundas grietas atravesaban las paredes, y la torre entera se inclinaba peligrosamente. Se habría caído mucho antes, de no ser por una maravilla que la sostenía… ¿cómo había podido pasarle por alto hasta entonces?

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