Metro 2034 (33 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

—San Petersburgo ha dejado de existir. Murmansk y Arkhangelsk, también. Millones de seres humanos perecieron, las fábricas y las ciudades quedaron reducidas a cenizas. Pero Polyarniye Zori sobrevivió. Y la central nuclear también está intacta. A varios kilómetros a la redonda no hay nada más que nieve. Nieve y hielo, lobos y osos polares. No tiene ninguna conexión con el centro. Y disponen de combustible suficiente para mantener con vida durante algún tiempo a una gran ciudad. Quiero decir que tenían suficiente para proveerse de energía a sí mismos, y quizá también a su entorno inmediato durante unos cien años. Les resultará fácil pasar el invierno.

—Un arca —susurró Leonid—. «Y en cuanto hubo terminado el diluvio y las aguas descendieron, se posó sobre el monte Ararat…»

—Exacto. —El viejo asintió con la cabeza.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —En la voz del músico se reflejaban a un tiempo la ironía y el tedio.

—Trabajé en otro tiempo como operador de comunicaciones —le replicó Homero en tono esquivo—. Y estaba dispuesto a encontrar supervivientes en mi región de origen.

—¿De verdad que han podido sobrevivir tan al norte?

—De eso estoy seguro. Han pasado dos años desde la última vez que contacté con ellos. Pero piense usted lo que eso significa: electricidad y calor para un siglo entero. Disponen de tecnología médica, ordenadores, bibliotecas electrónicas. ¿Cómo lo iba a saber usted? En toda la red de metro entera se han conservado sólo dos, y son prácticamente de juguete. Y eso que estamos en la capital. —Homero sonrió con amargura—. Pero si en alguna otra parte han sobrevivido seres humanos, no aisladamente, sino en grandes asentamientos, habrán regresado al siglo xvii o a la Edad de Piedra. Teas, rebaños, chamanes. Un tercio de sus niños morirán al nacer. Ábacos y escritos sobre corteza de abedul. No habrá nada, salvo la granja de uno mismo, y uno o dos caseríos vecinos. Un desierto sin seres humanos. Lobos, osos, mutantes. Porque la civilización moderna tiene su fundamento en la energía eléctrica. —Carraspeó y miró en derredor—. Si aquí nos quedáramos sin electricidad, las estaciones dejarían de funcionar, y sería nuestro fin. Después de que miríadas de seres humanos hayan trabajado a lo largo de los siglos para edificar nuestra civilización, todo llegaría repentinamente a su fin. El Homo Sapiens debería empezar de nuevo. Pero ¿quién sabe cómo lo haría esta vez? Y ahora imagínese usted: ¡En una situación como ésta, un puñado de seres humanos goza de un período de gracia de un siglo entero! Tenía usted razón: es un arca de Noé. Una provisión casi ilimitada de energía. El petróleo hay que extraerlo y luego refinado. Para obtener gas, hay que hacer perforaciones y luego transportarlo por medio de tuberías a millares de kilómetros de distancia. ¿Habría que regresar a la máquina de vapor? ¿O a algo más primitivo todavía? —Tomó de la mano a Sasha—. Yo te digo que el ser humano no está en peligro de extinción. Nos reproducimos como cucarachas. Pero la civilización… la civilización sí necesita que alguien la preserve.

—Entonces ¿existe allí una civilización?

—No se preocupe. Los ingenieros atómicos son nuestra inteligencia tecnológica. Sin duda alguna, las condiciones que imperan allí son mejores que las nuestras. Polyarniye Zori ha crecido bastante durante estas dos décadas. Retransmiten periódicamente una señal: «A todos los supervivientes…» Con sus coordenadas. Eso significa que siguen llegando personas hasta allí.

—¿Cómo es que nunca había oído hablar de ellos? —murmuró el músico.

—Somos muy pocos los que estamos al corriente. Su longitud de onda es difícil de captar desde aquí. Pero, si logra disponer usted de unos años sin preocupaciones, inténtelo. —Homero sonrió—. La palabra clave es: «Último puerto».

Leonid meneó la cabeza.

—Yo tendría que estar al corriente. Me dedico a recopilar información de ese tipo. ¿Y de verdad que han podido vivir en paz?

—Qué le voy a contar… en esa región no hay nada más que nieve y hielo. La naturaleza se habrá adueñado de las aldeas y pequeñas ciudades que pudiera haber en las cercanías. Por supuesto que han sufrido los ataques de cuadrillas de bárbaros. Y también de animales salvajes, si es que nos contentamos con llamarlos así. Pero no les faltan armas. Están dispuestos a empuñarlas en todo momento, y tienen centinelas a lo largo del perímetro. Alambradas electrificadas, torres de vigía. En suma: una fortaleza. Durante la primera década, todavía con el ímpetu inicial, se protegieron mediante una empalizada. Por otra parte, han explorado el entorno. Llegaron hasta Murmansk, aunque se encontrara a doscientos kilómetros. Ahora, en vez de la ciudad, solo hay un gigantesco cráter calcinado. También quisieron emprender una expedición hacia el sur, en dirección a Moscú. Pero se lo desaconsejé. ¿Para qué iban a correr tantos riesgos? Cuando los niveles de radiactividad desciendan, podrán colonizar nuevos territorios. Pero, entre tanto, no tenemos nada que ofrecerles. Un cementerio. Nada más. —Homero suspiró.

—Sería curioso —dijo Leonid— que la humanidad, después de aniquilarse mediante el poder del átomo, se salvara gracias a ese mismo poder.

—Sí, muy curioso. —El viejo le dirigió una mirada sombría.

—Como en la historia de Prometeo, el que robó el fuego. Los dioses le habían prohibido que entregara el fuego a los hombres. Pero él quiso sacar a los hombres del fango, de la oscuridad y el frío…

—Ya lo he leído —lo interrumpió Homero con voz envenenada—.
Mitos y leyendas
[21]
de la Grecia antigua.

—Un mito profético. Es lógico que los dioses estuvieran en contra. Sabían cómo terminaría todo.

—Pero es el fuego lo que hizo que el hombre fuera hombre.

—¿Quiere usted decir que si el hombre no tuviera electricidad se transformaría de nuevo en animal?

—Quiero decir que, si no tenemos electricidad, retrocederemos doscientos años. Y si a eso le añadimos que tan sólo ha sobrevivido uno de cada mil, y que hay que volver a construirlo, descubrirlo e investigarlo todo, tendríamos que pensar más bien en medio milenio. Puede que jamás volvamos a vivir como antes. ¿Acaso está usted en desacuerdo?

—No, no —contestó Leonid—.Pero ¿seguro que lo único importante es la electricidad?

—¿Qué, si no? —Homero levantó bruscamente ambos brazos.

El músico lo escudriñó con una mirada larga y extraña, y se encogió de hombros.

El silencio se prolongó. Homero había percibido el final de la conversación como una victoria: por fin, la muchacha había dejado de comerse con los ojos al descarado joven y se había ensimismado en sus pensamientos. Les faltaba poco para llegar a la estación cuando Leonid, de repente, dijo:

—Bueno… ahora seré yo quien cuente una historia.

Homero puso cara de fatigado, pero tuvo la condescendencia de asentir.

—Al otro lado de la Sportivnaya, antes de llegar a los restos del Puente de Sokolnichesky, el túnel principal se bifurca, y una ramificación termina en un callejón sin salida. En su extremo se encuentra una reja, y, detrás de ésta, una puerta de seguridad cerrada. Ha habido varios intentos de abrirla, pero todos ellos han fracasado. Prácticamente ninguno de los aventureros que llegó hasta allí ha conseguido regresar. Sus cadáveres han aparecido dentro de la red de metro, en lugares muy alejados de ése.

Homero hizo una mueca.

—¿La Ciudad Esmeralda?

—Se sabe muy bien —prosiguió Leonid, sin hacerle caso— que el Puente de Sokolnichesky se vino abajo el primer día. Eso significa que todas las estaciones que se encuentran al otro lado quedaron desligadas de la red de metro. Se suele dar por seguro que allí no sobrevivió nadie, aunque no exista ninguna manera de comprobarlo.

Homero hizo un gesto de impaciencia.

—La Ciudad Esmeralda.

—También se sabe que la Universidad de Moscú se edificó sobre terreno blando. El gigantesco edificio se sostenía tan sólo porque unas poderosas máquinas refrigeradoras que se encontraban en el sótano mantenían congelado el suelo pantanoso. Si no, se habría hundido hace tiempo en el río.

—Ese argumento está muy trillado —le reprochó el viejo. Había entendido adonde quería ir a parar Leonid.

—Han pasado más de veinte años, pero el edificio abandonado sigue en pie.

—¡Porque todo eso del suelo pantanoso son paparruchas!

—Se rumorea que debajo de la universidad no se encuentra un simple sótano, sino un gigantesco refugio antiaéreo de diez pisos de profundidad. Allí están las máquinas refrigeradoras y, aún más importante, un reactor atómico, viviendas y corredores que llevan hasta las estaciones de metro vecinas, e incluso hasta Metro-2.

Leonid miró a Sasha con ojos grandes y terribles. La muchacha no pudo evitar una carcajada.

—Todas esas historias ya las hemos oído cientos de veces —comentó Homero con desprecio.

—Parece que allí se encuentra una verdadera ciudad subterránea —siguió diciendo el músico con voz soñadora—. Una ciudad cuyos habitantes no han muerto, sino que han asumido como tarea volver a reunir con el sudor de su frente los saberes ahora perdidos, y servir a la belleza. No escatiman medios para emprender expediciones a las galerías, museos y bibliotecas que se han conservado en la superficie. Cuando crían a sus hijos, le dan mucho valor a que éstos sepan apreciar la belleza. Reinan entre ellos la paz y la armonía, su única ideología es la ilustración y su única religión, el arte. Sus paredes no están pintadas con un par de feos colores, sino decoradas con maravillosos frescos. Por los altavoces no se oyen órdenes ni sirenas de alarma, sino Berlioz, Haydn y Chaikovsky.

Imagináoslo: todos sus habitantes citan a Dante de memoria. Aunque sólo fuera por eso, los hombres que viven allí son como los de antes. O… no, no como los del siglo xxi, sino como los de la Antigüedad. Sí, desde luego, todos ellos han leído
Mitos y leyendas.
—Leonid le sonrió al viejo, como si le hubiera tenido por tonto—. Libres, animosos, bellos y sabios. Justos y magnánimos.

—¡Eso sí que no lo había oído nunca! —Homero conservaba la esperanza de que el truhán no le robara a la muchacha.

—Los habitantes del metro lo llaman la Ciudad Esmeralda. Pero sus habitantes prefieren otro nombre.

—Ah, ¿y cuál es? —le preguntó Homero.

—Arca.

—¡Idioteces! ¡Nada más que idioteces! —El viejo resopló y se dio la vuelta.

—Por supuesto —dijo el músico—. No es más que una historia.

***

En la Dobryninskaya reinaba el caos. Homero miraba en todas direcciones, desconcertado y temeroso a un tiempo. ¿Sería todo un engaño? ¿Podía ocurrir algo semejante en la Línea de Circunvalación? Parecía como si alguien acabara de declarar la guerra a la Hansa.

Por el túnel que les quedaba al lado se asomaba una dresina de transporte y sobre ésta había varios cadáveres, amontonados de cualquier manera. Enfermeros militares con delantal los bajaban y los depositaban sobre la tela de una tienda de campaña. A uno le faltaba la cabeza, otros tenían el rostro desfigurado, a otros se les salían los intestinos…

Homero le tapó los ojos a Sasha. Leonid respiraba pesadamente. Apartó la cara.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó a uno de los enfermeros un miembro de la escolta que los acompañaba.

—Han pelado a los centinelas que teníamos en el Gran Distribuidor. Todos han muerto, sin excepción. No hay supervivientes. Y nadie sabe quién ha sido. —El enfermero se secó las manos con el delantal—. ¿No tendrías nada para fumar? Me tiemblan las manos.

El Gran Distribuidor, también conocido como Intersección Central, era una telaraña de vías que se ramificaba detrás de la Paveletskaya y enlazaba cuatro líneas: la de Circunvalación, la Gris, la Naranja y la Verde.

Homero se había imaginado que Hunter iría por ese camino. Era el más corto. Pero estaba vigilado siempre por fuertes destacamentos de la Hansa.

¿Para qué el derramamiento de sangre? ¿Acaso le habrían disparado ellos primero? ¿O es que no lo habían visto venir en la oscuridad? ¿Dónde se encontraría en aquellos momentos? Oh, Dios mío, una cabeza sin cuerpo… ¿por qué lo había hecho?

Homero pensó en el espejito roto y en las palabras de Sasha. ¿Acaso la muchacha tenía razón? Quizás el brigadier luchara contra sí mismo, tal vez quisiera evitar los asesinatos innecesarios, pero no lograra dominarse… ¿Había destrozado el espejo para aniquilar al hombre odioso y terrible en el que se estaba transformando?

No. Hunter no había visto a ningún hombre en el espejo, sino a un monstruo. Había tratado de liquidarlo, pero no había hecho otra cosa que romper el cristal y, así, en vez de un único reflejo, se había encontrado con una docena de ellos.

Pero ¿y si…? Homero contempló a los enfermeros. Subían al andén el último de los ocho cadáveres de la dresina… ¿Y si el que había devuelto la mirada desde el espejo no era más que un hombre desesperado? ¿El Hunter de antes?

¿Y si ese nuevo Hunter, el Hunter monstruoso, se había impuesto ya al otro y guiaba las acciones del brigadier?

14
¿QUE NOS DEPARARÁ EL FUTURO?

¿Qué hace humano al ser humano? Lleva más de un millón de años en este mundo. Sin embargo, la mágica transformación que hizo de este animal gregario e inteligente algo totalmente nuevo tuvo lugar hará unos diez mil años. Pensemos: durante el 99por ciento de su historia, el ser humano se ha escondido en cuevas y ha masticado carne cruda, sin medios para darse calor, ni para crear herramientas, ni siquiera armas. Ni siquiera sabía hablar de verdad. Tampoco sus emociones diferían sustancialmente de las de los simios y los lobos: hambre, miedo, apego, preocupación, satisfacción. ..

¿Cómo pudo aprender, en apenas unos siglos, a construir, pensar y poner por escrito lo pensado? ¿A transformar la materia que lo rodeaba? ¿A inventar? ¿Por qué se puso a dibujar? ¿Cómo descubrió la música? ¿Cómo pudo someter la Tierra y transformarla de acuerdo con sus necesidades? ¿Qué descubrió hace diez mil años ese animal?

¿El fuego? Este le confería al ser humano la habilidad de dominar la luz y el calor, y de contar con ellos en parajes fríos e inhóspitos. En fin, le servía para preparar la carne de sus presas de manera más grata a su estómago. Pero ¿qué cambiaba con eso? Sí, ciertamente le había permitido extender sus dominios. Pero las ratas también habían colonizado el planeta entero sin necesitar el fuego.

No, no pudo ser el fuego o, por lo menos, no sólo el fuego. En eso, el músico tenía razón. Así que tuvo que haber otra cosa… pero ¿cuál?

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