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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (31 page)

Un gigantesco vegetal trepador crecía en torno a la edificación. Aunque su tallo fuera, por supuesto, más delgado que la torre misma, debía de ser lo bastante fuerte como para aguantar el edificio que lentamente se hacía pedazos. La asombrosa planta se enroscaba en espiral. De su tallo partían ramas más delgadas y, de éstas, otras aún más delgadas, y todas ellas tejían una especie de red que mantenía la torre en su lugar.

Antaño, sin duda alguna, había sido tan débil y flexible como sus retoños más jóvenes y tiernos. En otro tiempo se había adherido a los saledizos y balcones de la torre, que por aquel entonces habían parecido eternos e indestructibles. Si la torre no hubiera sido tan alta, el vegetal tampoco habría podido crecer hasta hacerse tan grande.

Desconcertada, o más bien hechizada, Sasha contempló la planta, así como el edificio que ésta había salvado. Todo volvió a tener sentido para ella, y recobró la voluntad de luchar. Fue extraño, desde luego, porque su situación no se había alterado en lo más mínimo. Y con todo, inopinadamente, un diminuto brote verde de esperanza había logrado atravesar la costra gris de su desesperación.

Sin duda, había faltas que no podría reparar jamás. Hechos que sólo habían sucedido una vez, palabras que no podría retirar. Pero, con todo, había en su historia muchas cosas que sí podía cambiar, aunque todavía no supiera muy bien cómo. Lo más importante era que sentía nuevas fuerzas dentro de sí.

Sasha creyó entender por qué la bestia hambrienta no la había devorado: alguien había retenido al monstruo con una cadena invisible para que la joven tuviese una oportunidad.

Rebosante de gratitud, estaba dispuesta a perdonar, dispuesta a discutir de nuevo y pelear. Le bastaría con que Hunter le hiciera la más mínima alusión. Nada más que una señal.

De repente, el sol, en su ocaso, se oscureció, y luego volvió a dar luz. Sasha levantó la cabeza y vio por el rabillo del ojo una sombra negra que se movía a una velocidad vertiginosa. Había aparecido en lo alto. Por un segundo, ocultó las estrellas del cielo.

Un silbido rasgó el aire, y luego un chillido ensordecedor. Y, como una roca, un monstruo descendió sobre Sasha desde el cielo. La muchacha, por instinto, se arrojó cuerpo a tierra en el último momento, y eso la salvó. La sombra falló por un pelo. Un monstruo gigantesco se deslizó con las alas desplegadas a poca distancia del suelo, se elevó nuevamente con un poderoso aleteo y empezó a volar en semicírculos. Estaba preparando un nuevo ataque.

Sasha empuñó el rifle, pero luego bajó de nuevo las manos. Ni siquiera una ráfaga frontal habría podido frenar al monstruo, y aún menos matarlo. ¡Y, además, habría tenido que dar en el blanco! Regresó al terreno despejado del que había partido para su breve paseo. No perdió el tiempo en pensar cómo regresaría a la red de metro.

El monstruo volador lanzó un grito de caza y se arrojó de nuevo sobre ella. Sasha se enredó con los holgados pantalones del traje aislante y cayó de bruces en el suelo, pero consiguió tumbarse sobre la espalda y disparar una breve ráfaga. Las balas asustaron a la criatura por unos momentos, sin causarle heridas serias. Sasha aprovechó los pocos segundos que había ganado para ponerse torpemente en pie y correr hacia las casas más cercanas. Por fin sabía cómo protegerse de sus atacantes.

Las sombras que volaban en círculo por el cielo ya eran dos. Se sostenían en el aire con el pesado movimiento de sus alas anchas y correosas. El plan de Sasha era sencillo: moverse con el cuerpo pegado a la pared de los edificios para que los gigantescos e imbatibles monstruos no pudieran agarrarla. ¿Cómo saldría luego de allí…? Pero ¿qué más daba? En ese momento no tenía otra alternativa.

¡Lo consiguió! Apretó el cuerpo contra la pared y aguardó, con la esperanza de que las terribles criaturas la dejasen en paz.

Pero no: era obvio que tenían experiencia en la persecución de presas mucho más hábiles que Sasha. Aterrizaron —primero una, luego la otra— a unos veinte metros de la muchacha, y se acercaron a ella lentamente, con las alas plegadas hacia atrás.

Una segunda ráfaga no las asustó, sino que las enardeció todavía más. Parecía que las balas se quedaran clavadas en su grueso pellejo sin hacerles daño. El animal que más se había acercado a Sasha le enseñó los dientes: bajo su hocico prominente y su labio negro plegado hacia arriba aparecieron unos colmillos torcidos y afilados como agujas.

—¡Al suelo!

Sasha se dejó caer, sin pensar siquiera en el origen de aquella voz. Inesperadamente se produjo a su lado una explosión, y una abrasadora onda de choque la envolvió. Al instante se produjo una segunda. Se oyeron salvajes chillidos animales y un rumor de alas que se alejaba.

La muchacha, titubeante, levantó la cabeza, tosió el polvo que se le había metido en los pulmones y miró alrededor. A poca distancia, vio un hoyo recién abierto en la calzada, lleno hasta arriba de una sangre oscura y aceitosa. Y, al lado de éste, un trozo de ala chamuscado, así como varios pedazos de carne, sin forma reconocible, calcinados.

Sobre la tierra yerma se acercaba, con pasos regulares y firmes, un hombre robusto, vestido con un pesado traje aislante.

¡Hunter!

13
UNA HISTORIA

La tomó de la mano, la ayudó a ponerse en pie y se la llevó tras de sí. Luego, como si de pronto hubiese cambiado de opinión, la soltó. El visor de su casco era de cristal oscuro, y por ello la muchacha no podía verle los ojos.

—¡Pégate a mis talones! —le dijo con voz sorda a través de los filtros de la máscara—. Pronto oscurecerá. Tenemos que marcharnos de aquí.

Sin dignarse a echarle una mirada, arrancó a correr.

—¡Hunter! —le llamó la muchacha. Trataba de reconocer a su salvador a través de los cristales ahumados de su propia máscara.

Este hacía como si no la oyera, y Sasha no tuvo otra opción que perseguirlo con todas sus fuerzas. Estaría furioso con ella, sin duda: había tenido que sacar de apuros a aquella estúpida muchacha por tercera vez. Pero, con todo, había ido hasta allí, había salido arriba tan sólo por ella, cómo podía dudarlo…

El brigadier dejó a la izquierda la guarida de monstruos por la que Sasha había salido. Conocía otro camino. Giró a la izquierda desde la calle principal, pasó por debajo de un arco, dejó atrás varias cajas de hierro cubiertas de herrumbre, le disparó a una sombra borrosa que se asomaba por una esquina y se detuvo, al fin, frente a un edificio poco vistoso, de ladrillo, con las ventanas enrejadas. Sacó una llave y abrió un voluminoso candado. ¿Un refugio? No, el edificio era una entrada camuflada: tras la puerta se encontraba una escalera de hormigón que descendía hacia las profundidades en zigzag.

Hunter puso el candado por dentro y lo cerró. Encendió la linterna y empezó a bajar. Sobre las paredes enjalbegadas de color blanco y verde, muy desconchadas, se leían, una y otra vez, las palabras: ENTRADA-SALIDA, ENTRADA-SALIDA… el salvador de Sasha añadió también un par de garabatos ilegibles. Visiblemente, había que escribir una anotación en la pared del acceso secreto cada vez que se salía, y también al volver a entrar. Al lado de algunos nombres faltaba la anotación de entrada.

El descenso fue más rápido de lo que Sasha había imaginado: pese a que la escalera no terminara allí, Hunter se detuvo junto a una discreta puerta de hierro y llamó con el puño. Al cabo de pocos segundos se oyó que, al otro lado, alguien corría un pestillo. Un hombre desgreñado, de barba rala, les abrió. Vestía un pantalón azul con rotos en las rodillas.

—¿Quién es éste? —preguntó, desconcertado.

—Lo he encontrado en el Anillo —exclamó Hunter—. Los pajaritos estaban a punto de comérselo, y entonces he llegado yo con el lanzagranadas… eh, tú, ¿qué hacías allí?

Sasha se quitó la capucha, levantó la máscara de gas…

Y vio ante sí a un desconocido, con el cabello rubio oscuro, cortado a cepillo, ojos de color gris pálido, y una nariz como aplastada que parecía haberse roto en alguna ocasión. La muchacha lo había sospechado, porque los movimientos del hombre eran demasiado ágiles para un herido, su porte se veía distinto, no tan animal, y su traje aislante tampoco era el mismo. Pero hasta el último momento no había querido creérselo, y se había contado a sí misma todos los argumentos imaginables en sentido contrario.

El calor se le hacía insoportable, y se arrancó la máscara de la cara.

***

Un cuarto de hora más tarde, Sasha se encontraba al otro lado de las fronteras de la Hansa.

—Disculpa, pero si no tienes documentos no puedes quedarte aquí. —En la voz de su salvador latía verdadera compasión—. Quizá podríamos vernos hoy por la noche… sí… ¿quedamos en el corredor?

La muchacha asintió en silencio y sonrió.

¿Adónde iría?

¿Con él? No le corría ninguna prisa. Sasha no podía ocultar su decepción por el hecho de que, en esta ocasión, su salvador no hubiera sido Hunter. Por otra parte, tenía que solucionar un asunto que no toleraba más demoras.

Dulces y tentadores, los sonidos de la maravillosa música llegaron a sus oídos, pese al bullicio del gentío, los pies que se arrastraban por el suelo y los gritos de los mercaderes. Era la misma melodía que la había hechizado pocos días antes. Mientras la seguía, Sasha tuvo la sensación de volver a cruzar una puerta por la que brotaba una luz ultraterrena. ¿Adónde la llevaría en esta ocasión?

Docenas de oyentes se sentaban en estrecho círculo en torno al músico. Sasha tuvo que abrirse paso a empellones para verlo. Por fin lo tuvo delante. Su melodía atraía a los seres humanos con mágico poder, pero al mismo tiempo los mantenía a cierta distancia. Era como si todos ellos volaran hacia una lumbre, pero ésta, al mismo tiempo, amenazase con abrasarlos.

Pero Sasha no sentía ningún miedo.

Era un hombre joven, alto, y asombrosamente guapo. Aun cuando se le veía algo frágil, su cuidado rostro no expresaba debilidad alguna, y sus ojos verdes no tenían nada de ingenuo. Sus cabellos, largos y oscuros, le caían ordenadamente sobre la nuca. El vestido lo distinguía también entre la masa humana de la Paveletskaya, porque, aunque discreto, estaba extraordinariamente limpio.

Su instrumento se asemejaba a uno de esos silbatos de fabricación casera que se hacen para los niños con tubos de material sintético. Pero era más grande, negro, y tenía pistones de cobre. Aquella flauta tenía algo de solemne, e indudablemente sería muy cara. Parecía que los tonos que le arrancaba el flautista provinieran de otro mundo y de otro tiempo. Igual que el propio instrumento y su propietario.

Su mirada capturó al instante la de Sasha, luego la soltó brevemente y en seguida la volvió a atrapar. La joven se sintió desconcertada. No le molestaba haber llamado la atención del muchacho pero, de todas maneras, era la música lo que la había atraído hasta él.

***

—¡Estás ahí! ¡Gracias a Dios!

Era Homero, que se abría paso hasta ella, jadeante y sudoroso.

—¿Cómo está? —le pregunto Sasha sin mediar otra palabra

—¿Él no…? —empezó a decir el viejo, pero dejó la frase a la mitad, y luego añadió—: Ha desaparecido.

—¿Qué? ¿Adónde ha ido? —Sasha se sintió como si le oprimieran el corazón.

—Se ha marchado. Con todas sus cosas. Me imagino que habrá ido a la Dobryninskaya.

—¿No se ha dejado nada? —preguntó prudentemente la joven, ansiosa por oír la respuesta de Homero.

El viejo negó con la cabeza.

—No, nada.

Alguien, entre la multitud, silbó enfadado. Homero enmudeció, escuchó la melodía y empezó a echar miradas de desconfianza al músico y a la muchacha. Pero Sasha se había encerrado en sus pensamientos.

Hunter la había echado, ciertamente, y luego se había marchado. Pero Sasha empezaba a comprender poco a poco cuáles eran las extrañas reglas que guiaban los actos del brigadier. Si el calvo se había llevado todas sus pertenencias, absolutamente todas… es que quería que la joven no se rindiera, que no abandonase su camino, que lo buscara. Y eso es lo que haría Sasha, a pesar de los pesares. Si tan sólo…

—¿Y el cuchillo? —susurró—. ¿Se ha llevado mi cuchillo? ¿El negro?

Homero se encogió de hombros.

—En su habitación no había nada.

—¡Entonces, se lo ha llevado!

Esa sencilla señal era todo lo que la joven necesitaba.

El flautista tenía talento, sin duda alguna, y dominaba a la perfección su instrumento, como si estuviera recién salido del conservatorio. En el estuche abierto a sus pies se había amontonado un número tan grande de cartuchos que habría podido alimentar con ellos a una pequeña estación, o incluso exterminarla. «Ha obtenido reconocimiento», pensó Homero, y sonrió con tristeza.

El viejo sabía que la melodía le resultaba familiar pero, por mucho que se esforzara en recordar dónde la había oído —en una película antigua, en un concierto o en la radio—, no atinaba a reconocerla. Lo que tenía de especial era que, una vez capturaba la atención de alguien, se volvía imposible liberarse de ella. Había que escucharla hasta el final y luego aplaudir al músico hasta que empezara de nuevo a tocar.

¿Prokofiev? ¿Shostakovich? Los conocimientos musicales de Homero eran demasiado escasos para identificar al compositor. Pero, independientemente de quién hubiera escrito las notas, el flautista no se contentaba con tocarlas, sino que les prestaba un sonido y un significado propios. Hacía que cobraran vida. Un don por el que Homero le perdonó al joven, incluso, las miradas seductoras que le arrojaba una y otra vez a Sasha, como un gatito a un lazo de papel.

Pero ya era hora de apartar a la muchacha de él.

Homero aguardó a que la música enmudeciera y el público aplaudiese al flautista. Entonces agarró a Sasha por el vestido húmedo, que aún olía a cloro, y la sacó del círculo.

—Yo ya he recogido mis cosas. Voy a seguirlo —dijo mientras se alejaban del músico.

—Yo también —le respondió al instante la muchacha.

—¿Entiendes bien en qué te estás metiendo? —le preguntó Homero con voz apagada.

—Lo sé todo. Os estuve escuchando. —La muchacha le lanzó una mirada desafiante—. Una epidemia, ¿verdad? Él quiere abrasarlos a todos. A los muertos y a los vivos. A la estación entera.

El viejo la contempló detenidamente.

—¿Qué quieres de él?

Sasha no respondió, y durante un rato anduvieron el uno al lado del otro, en silencio, hasta que llegaron a un extremo de la estación que estaba desierto. Por fin, la muchacha habló, lentamente, escogiendo las palabras:

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