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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (28 page)

Sasha se quedó sola en el vestuario. Vio azulejos amarillos en la pared y baldosas hexagonales en el suelo, muchas de ellas agrietadas. Había también taquillas de hierro pintado para los zapatos y la ropa, una bombilla que colgaba de un cable medio pelado, dos bancos recubiertos de cuero sintético repleto de cortes… la muchacha no se hartaba de mirar y mirar.

Una mujer flaca, la encargada de los baños, le entregó una toalla increíblemente blanca, así como una pastilla cuadrada de jabón, pesada, de color gris. E incluso le permitió, que cerrara la ducha por dentro.

La toalla pequeña y cuadrada, el olor algo mareante del jabón… todo ello pertenecía a un pasado, muy, muy remoto, en los tiempos en los que Sasha aún era la hija amada y protegida del jefe de estación. La muchacha había olvidado que todo aquello seguía existiendo en algún lugar.

Se quitó el mono, rígido de puro sucio, se quitó la camiseta por la cabeza, dejó que las bragas se deslizaran hacia el suelo y brincó hasta el tubo herrumbroso y la improvisada cubeta. Con mucho esfuerzo, hizo girar la válvula, y poco le faltó para quemarse los dedos. ¡El agua hervía! Apretó el cuerpo contra la pared mientras rebajaba el agua caliente y abría el otro grifo. Por fin consiguió la mezcla adecuada y oyó danzar… el agua la muchacha se disolvió bajo el chorro.

Las espumosas aguas arrastraron hasta el desagüe el polvo, las cenizas, el aceite de engrasar máquina y la sangre —tanto la suya como la de otros—, el cansancio y la desesperación, la culpa y las preocupaciones. Hubo que esperar un rato para que el arroyuelo se volviera transparente.

¿Sería suficiente para que el viejo no volviese a burlarse de ella? Sasha se miró los pies rosados, reblandecidos, como si no fuesen los suyos. Luego contempló sus manos, de un desacostumbrado color blanco. ¿Sería suficiente para que los hombres vieran su belleza?

Quizás Homero tuviese razón, y hubiera sido una idiotez visitar al herido sin arreglarse. Seguramente aún tenía mucho que aprender sobre esas cosas.

¿Podía ser que Homero no advirtiese la transformación de Sasha? La muchacha cerró el grifo, regresó al vestuario, abrió su espejito… ¡No, habría sido imposible no darse cuenta!

El agua caliente la había relajado y liberado de todas sus dudas. Lo que el calvo había dicho sobre el monstruo no se dirigía a ella, sino que formaba parte de una discusión que sostenía en sueños. No la había rechazado. La muchacha tendría que esperar, simplemente, a que volviera en sí. Hunter lo entendería todo al instante si la muchacha se encontraba a su lado en el momento del despertar. Y luego ¿qué? ¿Qué necesidad había de pensarlo en aquel momento? El hombre tenía sobrada experiencia, y la muchacha podría confiarse a él.

Se acordó de cómo se había agitado el calvo cuando era presa de la fiebre. Sabía, sin poder explicarlo, que Hunter la buscaba a ella. La muchacha le daría paz, le proporcionaría alivio, le ayudaría a encontrar un equilibrio. Sentía dentro de sí una calidez que crecía cuanto más pensaba en él.

Se le había quedado el mono cubierto de manchas y le habían dicho que se lo iban a lavar. Le entregaron unos pantalones vaqueros de color azul claro, muy gastados, y un jersey de cuello de cisne con agujeros. Su nueva ropa le venía pequeña. Cuando atravesó los puestos fronterizos, de vuelta hacia el hospital militar, todos los hombres le clavaron la mirada. Sasha llegó a su habitación con la sensación de tener que ducharse de nuevo.

El viejo no estaba, pero de todos modos no tuvo que pasar mucho tiempo sola. Al cabo de pocos minutos, se abrió la puerta, y el médico se asomó.

—Puede ir usted a visitarlo —le dijo—. Ha despertado.

***

—¿Qué fecha es hoy?

El brigadier se había incorporado con el codo apoyado sobre la cama, movía pesadamente la cabeza de un lado para otro y miraba fijamente a Homero. Éste, por puro reflejo, acercó la muñeca a los ojos, aunque hacía tiempo que no llevaba ningún reloj, y al darse cuenta de ello abrió ambos brazos.

—Día dos. De noviembre. — dijo el enfermero.

—Tres días. —Hunter se dejó caer de nuevo sobre la almohada—. Llevo tres días en la cama. Tenemos que ponernos en marcha. Si no, llegaremos demasiado tarde.

—Ahora mismo no llegarías muy lejos —le dijo el enfermero—. A duras penas te quedaba sangre en el cuerpo.

—Tenemos que ponernos en marcha —repitió el brigadier—. Nos queda muy poco tiempo… los bandidos… —De pronto, titubeó—: ¿Para qué necesitas el filtro de aire?

Homero se había preparado para la pregunta. Había dispuesto de tres días para disponer las líneas de defensa y organizar el contraataque. La inconsciencia de Hunter lo había librado de confesiones innecesarias. Tenía a punto una mentira bien meditada.

Se inclinó sobre el lecho del herido y le susurró:

—Esos bandidos no existen. Mientras estabas en la cama con fiebre… has hablado sin cesar. Lo sé todo.

—¿Qué sabes? —Hunter lo agarró por el cuello y tiró de él hacia sí.

—Sé que hay una epidemia en la Tulskaya… No ocurre nada —Homero le hizo señas al enfermero, que iba a auxiliarlo—. Déjelo en mis manos. Tengo que hablar con él. ¿Sería usted tan amable…?

El enfermero accedió de mala gana, volvió a colocar el tapón en la cánula y salió.

—En la Tulskaya… —Hunter clavó en Homero sus ojos inflamados, sus ojos de loco, pero su mano de hierro se fue abriendo lentamente—. ¿Y nada más?

—Tan sólo que en la estación ha estallado una epidemia incontrolable. Que se contagia por el aire. Y que los nuestros se han puesto en cuarentena y esperan ayuda.

—Bueno. Está bien… —El brigadier lo soltó—. Sí, hay una epidemia. ¿Y tienes miedo de haberte contagiado?

—Hombre prevenido vale por dos —le respondió Homero.

—Sí, sí. No pasa nada… yo no llegué a acercarme, y el chorro de ventilación iba hacia ellos… no pudimos contagiarnos.

Homero hizo acopio de valor.

—¿Por qué nos contaste esa historia de los bandidos? ¿Qué pretendes?

—Primero, ir hasta la Dobryninskaya y llegar a un acuerdo. Luego, descontaminar la Tulskaya. Tendremos que emplear lanzallamas. No nos queda ninguna otra solución…

—¿Quieres abrasar la estación entera? ¿Y qué será de los nuestros? —Homero tenía la esperanza de que las palabras del brigadier fuesen una nueva mentira, igual que todas las que había contado a los dirigentes de la Sevastopolskaya.

—Ahora ya sólo son cadáveres vivientes. No existe ninguna posibilidad de que se salven. Todas las personas que tuvieron contacto con los habitantes de la Tulskaya están infectadas. Todo el aire. Yo ya había oído hablar de esa enfermedad… —Hunter cerró los ojos y se lamió los labios agrietados—. No hay ningún antídoto. Hace algunos años hubo un primer brote. Dos mil muertos.

—Pero ¿la enfermedad dejó de contagiarse luego?

—Hubo un asedio. Lanzallamas. —El brigadier volvió hacia Homero su rostro desfigurado—. No existe ninguna otra solución. Si la enfermedad sale de allí, si una única persona contagiada logra escapar… será la muerte de todos nosotros. Sí, mi historia sobre bandidos era mentira. Si no, Istomin no habría dado la autorización para matarlos a todos. Es demasiado blando. Yo reuniré a gente que no hará preguntas.

—Pero seguramente existen personas inmunes a la infección. ¿Qué sucederá si quedan personas sanas? Yo… has dicho… quizás aún pudiéramos salvar a alguien.

—No existe ningún tipo de inmunidad —le replicó acaloradamente el brigadier—. Todos los que entran en contacto con la enfermedad se contagian. En esa estación no queda ninguna persona sana, tan sólo algunas que tienen más resistencia. Y para ellos también va a ser cada vez más duro. Tendrán que sufrir durante más tiempo. Créeme, lo mejor para ellos será que les… lo mejor será que mueran.

—¿Y a ti qué te aporta eso? —Homero se apartó del camastro de Hunter. El brigadier, fatigado, cerró los párpados, y Homero se fijó, una vez más, en que el ojo que se encontraba en la parte desfigurada de su rostro no se cerraba del todo. Hunter tardó tanto en responderle que el viejo estuvo a punto de llamar al médico.

Pero entonces el brigadier le habló lentamente, alargando las palabras, apretando las mandíbulas, como si un hipnotizador le hubiese ordenado que buscara recuerdos extraviados en un pasado infinitamente lejano.

—Tengo que hacerlo. Proteger a los seres humanos. Eliminar todos los peligros. Sólo vivo para eso.

***

¿Habría encontrado el cuchillo? ¿Habría comprendido que se lo ofrecía ella? ¿Y si no lo adivinaba, o si no reconocía en ello ninguna promesa? ¿Entonces, qué? Había corrido de un extremo a otro del pasillo mientras ahuyentaba tales pensamientos. No tenía ni idea de cómo iba a decírselo… que lástima no haber estado junto a su cama cuando él despertó…

Sasha había oído casi toda la conversación. Había escuchado en silencio desde el umbral y se había estremecido al oírle hablar de la matanza. Por supuesto, no lo había entendido todo, pero tampoco le hacía falta. Había oído lo más importante. No tenía ningún motivo para escuchar más, y por ello llamó con fuerza a la puerta.

El viejo se volvió hacia ella con la desesperación en el rostro. Apenas se había movido, como si le hubieran inyectado un calmante que hubiese extinguido el fuego de sus ojos. Al ver a Sasha, asintió con la cabeza, pero sin energía. Tenía un aspecto como de condenado a la horca en el momento en el que la soga lo arrastra hacia arriba.

La muchacha se sentó sobre el borde del taburete, se mordió los labios y contuvo el aliento. Entonces, entró en un túnel nuevo e inexplorado.

—¿Te gusta mi cuchillo?

—¿De qué cuchillo me hablas? —El calvo miró alrededor y descubrió el puñal de empuñadura negra. No lo tocó, sino que miró a Sasha con desconfianza—. ¿A qué viene esto?

Fue como si alguien hubiera golpeado a la muchacha en la cara.

—Es para ti. El tuyo se rompió. Cuando… gracias…

Por unos instantes, se hizo un incómodo silencio en la habitación. Luego, el calvo dijo:

—Qué regalo más raro. No lo aceptaría de manos de nadie.

La muchacha creyó reconocer en sus palabras una especie de alusión, una ambigüedad, un sentido no expresado. Siguió con el juego sin comprender muy bien las reglas, y empezó a buscar las palabras idóneas. Las que le salieron fueron torpes, inadecuadas, pero es que la lengua de Sasha no estaba acostumbrada a describir lo que en aquel momento ocurría en su interior.

—¿Tú también percibes que llevo en mí un trozo de ti? El trozo que te arrancaron… que estabas buscando… que yo te puedo devolver…

—Pero ¿qué dices?

Fue como si le hubiera echado un cubo de agua fría. Sasha se quedó helada, pero no cedió.

—Sí que lo percibes. Que a mi lado estarás entero de nuevo. Que puedo y debo estar a tu lado. Si no, ¿por qué me sacaste de allí?

—Lo hice para darle gusto a mi camarada. —Hablaba con voz inexpresiva y hueca.

—¿Por qué me protegiste de los hombres que viajaban en la dresina?

—Los habría matado igualmente.

—Entonces, ¿por qué me salvaste también de la bestia?

—Tenía que acabar con todas ellas.

—¡Habría sido mejor que me devorara!

—¿No estás contenta de seguir con vida? —le preguntó él, asombrado—. Entonces lo único que tienes que hacer es subir por la escalera automática. Aún quedan muchas otras bestias como ésas.

—Yo… quieres que yo…

—No, no quiero nada de ti.

—¡Te ayudaré a poner fin a esto!

—Te pegas a mí como una lapa.

—Pero ¿no sientes que…?

—Yo no siento nada. —Sus palabras sabían a aguas enmohecidas.

Ni siquiera las terribles zarpas del pálido monstruo habrían podido lastimar de tal manera a la joven. Sasha, herida, se puso en pie y se marchó corriendo.

Por fortuna, su habitación estaba vacía. Se arrojó en un rincón y se quedó allí, acurrucada. Metió la mano en el bolsillo y buscó el espejito para arrojarlo al suelo, pero no lo encontró. Debía de habérsele caído mientras estaba en la habitación del calvo.

Cuando se le hubieron secado las lágrimas, entendió lo que tenía que hacer. No necesitaría mucho tiempo para recoger sus cosas. El viejo le perdonaría que se llevara su Kalashnikov. Se lo perdonaría todo. En una habitación contigua encontró su traje aislante, colgado de un gancho. Lo habían lavado y descontaminado. Como si un mago hubiera vaciado el cadáver de aquel gordo y lo hubiera condenado a seguir eternamente a Sasha y a cumplir su voluntad.

Se embutió en el traje, salió corriendo al pasillo y subió hasta el andén. Por el camino oyó de nuevo, cual soplo fugaz, la música hechicera cuyo origen no había alcanzado a descubrir. Tampoco en aquel momento tendría tiempo para buscarlo. Se detuvo tan sólo un instante… pero luego consiguió sobreponerse a la tentación y siguió hacia su meta.

De día, las escaleras mecánicas estaban guardadas por un único centinela. Mientras la luz brillase, las criaturas de la superficie no atacarían la estación.

Sasha no necesitó ni cinco minutos para verlo claro: el camino hacia la superficie estaba siempre abierto. En cambio, era imposible bajar por las escaleras mecánicas. Le entregó al bonachón del centinela un cargador de subfusil medio vacío y puso el pie sobre el primero de los escalones que subían al cielo.

A continuación, se recogió las perneras de los pantalones, demasiado holgadas, e inició el ascenso.

12
SEÑALES

En su hogar, la Kolomenskaya, el camino hasta la superficie era corto: exactamente cincuenta y seis escalones bajos. Pero la Paveletskaya se encontraba a mayor profundidad. Sasha no veía el final de las chirriantes escaleras por las que subía, unas escaleras perforadas por ráfagas de ametralladora. Su linterna tenía potencia suficiente como para iluminar las lámparas destrozadas y los carteles torcidos en los que aparecían rostros cubiertos de suciedad y rótulos grandes e incomprensibles.

¿Para qué quería salir al exterior? ¿De qué le serviría morir?

Pero, por otra parte, ¿quién la necesitaba allí abajo? ¿Quién la necesitaba de verdad? Como persona, no como personaje de un libro aún por escribir.

Para qué quería hacerse más ilusiones…

Al abandonar el cadáver de su padre en la desierta Kolomenskaya, Sasha había pensado que lograría llevar a término el plan de fuga que ambos habían abrigado durante tanto tiempo. Mientras llevara dentro de sí una parte de su padre —pensaba la muchacha—, estaría ayudando también a éste a alcanzar la libertad. Pero desde entonces no se le había aparecido en sueños ni una sola vez, y cuando la joven trataba de conjurar su imagen con la imaginación para compartir con él todo lo que había visto y vivido, se le aparecía siempre una figura muda, de contornos difuminados.

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