Metro 2034 (24 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

Estaba allí, mirando angustiada en derredor. La muchacha.

—¡Corre! —le gritó Homero, y la voz se le ahogó en un doloroso gorgoteo.

La blanca monstruosidad dio una zancada de varios metros y se plantó frente a la joven. Esta sacó un cuchillo que como mucho le habría servido para cocinar e hizo un gesto amenazante.

A modo de respuesta, la criatura la golpeó con una de sus patas delanteras. La muchacha se cayó al suelo y su cuchillo saltó por los aires.

Homero estaba en pie sobre la dresina, pero no pensaba en huir. Entre jadeos, le dio la vuelta a la ametralladora y trató de poner la blanca silueta en la mira. No sirvió de nada: el monstruo estaba demasiado cerca de la joven. Había descuartizado en escasos minutos a los centinelas, que en cierta medida habrían podido defenderse, y en ese momento, tras acorralarlos a ellos dos, a un pobre viejo y una muchacha, dos indefensas criaturas, parecía que quisiera jugar con ellas antes de matarlas.

El viejo perdió de vista a Sasha porque el cuerpo encorvado de la criatura la ocultaba. ¿Habría empezado a devorar a su víctima?

Pero entonces el monstruo se sobresaltó, retrocedió, se arañó con las garras una mancha que se estaba extendiendo sobre su espalda y se volvió, aullante, dispuesto a devorar a su enemigo.

Hunter, tambaleante, se acercaba a la criatura. Una de sus manos sostenía un rifle automático y la otra colgaba a un lado inerte, y era obvio que cada uno de sus movimientos le dolía.

El brigadier disparó una nueva salva contra el monstruo, pero éste tenía la piel asombrosamente dura. Se tambaleó un instante, recobró en seguida el equilibrio y siguió avanzando. Hunter se había quedado sin cartuchos, pero con un sorprendente movimiento giratorio se arrojó sobre la bestia y le clavó el machete hasta la empuñadura. La monstruosidad se derrumbó sobre él, lo enterró bajo su cuerpo, trató de asfixiarlo con su peso.

Como para acabar con toda esperanza que pudiera quedarles, apareció una segunda criatura. Se detuvo sobre el cuerpo convulso de su congénere, clavó una garra en su piel blanca como para despertarlo, y luego volvió lentamente hacia Homero su rostro deforme desprovisto de ojos…

Este no dejó escapar la ocasión. El grueso calibre de su arma desgarró el torso de la monstruosidad, le partió el cráneo, y después de que el animal se desplomara, las balas redujeron a polvo y esquirlas varias superficies de mármol. Homero necesitó algún tiempo para que el corazón se le tranquilizara, y para volver a mover su dedo agarrotado.

Luego cerró los ojos, se quitó la máscara y respiró hondo el aire helado, impregnado del olor a sangre fresca.

Todos los héroes habían caído. Sólo él seguía vivo en el campo de batalla.

Su libro había terminado antes de empezar.

10
DESPUES DE LA MUERTE

¿Qué queda de los muertos?¿Qué queda de cada uno de nosotros? Las lápidas funerarias se hacen pedazos, el musgo las recubre y al cabo de pocos decenios sus inscripciones son ilegibles.

En tiempos pretéritos se adjudicaba un sepulcro a cada uno de los muertos, y no había nadie que se ocupara de él. Por lo general, tan sólo los hijos, o los padres, visitaban al muerto. Los nietos ya no lo hacían tan a menudo, y los biznietos casi nunca.

Lo que antaño se llamaba «descanso eterno» duraba, en las grandes ciudades, únicamente medio siglo, y luego se molestaba a los esqueletos porque había que instalar tumbas nuevas sobre las antiguas, o desplazar el cementerio entero para construir en su lugar edificios de viviendas. La tierra se había vuelto demasiado pequeña tanto para los vivos como para los muertos.

¡Medio siglo!, un lujo que sólo habían podido permitirse los que murieron antes del fin del mundo. Pero ¿quién se va a preocupar ahora por un único cadáver, cuando el planeta entero agoniza? Ninguno de los habitantes del metro ha gozado nunca del honor de un funeral, y nadie tiene la esperanza de que las ratas se abstengan de su cadáver.

Antiguamente, los restos mortales de los seres humanos tenían el derecho a la existencia garantizado durante todo el tiempo en el que los vivos los recordaran. El ser humano guarda el recuerdo de sus parientes, de sus amigos, de sus compañeros de trabajo. Pero la memoria no va más allá de tres generaciones. Poco más de cincuenta años.

Con la misma ligereza con la que nos desasimos del recuerdo de nuestro abuelo, o de un compañero de escuela, habrá también alguien, algún día, que nos abandone a la nada más absoluta. La memoria de un hombre puede tener una existencia más larga que sus huesos pero, tan pronto como se vaya el último que nos recordó, desapareceremos también, como ellos, en las corrientes del tiempo.

Fotografías… ¿quién las hace hoy en día? ¿Y cuántas se conservaban en los tiempos en que todo el mundo fotografiaba? En otras épocas se encontraba siempre, en las últimas páginas del grueso álbum familiar, un reducido espacio para las fotos viejas y amarillentas, pero casi ninguno de los que las hojeaban habría sabido decir con seguridad cuál de sus familiares era el que figuraba en esas imágenes descoloridas. Además, las fotografías de los muertos se tienen que interpretar como una especie de máscara funeraria, y no como la impresión del alma viva.

Y, al final, las reproducciones fotográficas se estropean también. Sólo tardan un poco más que los cuerpos representados en ellas.

¿Qué queda, entonces?

¿Los hijos?

Homero acarició la llama de la vela con el dedo. La respuesta se le había ocurrido en seguida, porque las palabras de Ahmed aún le dolían. Se veía condenado a no tener niños, incapaz de prolongar su estirpe, y por lo tanto estaba privado de ese camino a la inmortalidad.

Agarró de nuevo el lápiz.

Tal vez se parezcan a nosotros. En sus rasgos se reflejan los nuestros, unidos, como por un prodigio, a los de las personas que hemos amado. En sus gestos, en su mímica, nos reconocemos a nosotros mismos con deleite, y a veces también con angustia. Los amigos nos confirman que nuestros hijos e hijas parecen hechos según el modelo de nuestro rostro. Todo esto nos garantiza cierta prolongación de nosotros mismos cuando ya no estemos.

Pero nosotros no somos el modelo a partir del que se han elaborado las copias ulteriores, sino tan sólo una quimera, construida a medias con los rasgos interiores y exteriores de nuestros padres y madres, quienes a su vez lo fueron a partir de sus respectivos progenitores. ¿No es verdad, entonces, que no tenemos nada que nos sea propio, que somos el resultado de una interminable mezcla de piezas de mosaico que existen con independencia de nosotros y que se combinan en una miríada de estampas casuales que, a su vez, tampoco poseen ningún valor propio y al instante se vuelven a descomponer?

¿Merece la pena, pues, que nos sintamos orgullosos cada vez que descubrimos en nuestros hijos un lunar o un hoyuelo que consideramos nuestro, pero que en realidad ha viajado por millares de cuerpos a lo largo de medio millón de años?

¿Qué va a quedar de mí?

Homero lo había tenido más difícil que los demás. Siempre había envidiado a los que creían en una vida ultraterrena. Cada vez que la conversación giraba en torno a la muerte, sus pensamientos se volvían hacia la Nakhimovsky Prospekt y los repulsivos carroñeros que la poblaban. Con todo, tal vez fuera cierto que su ser no se componía tan sólo de la carne y de la sangre que los necrófagos, tarde o temprano, iban a masticar y digerir. Pero, aunque pudiese haber algo más en su interior, no le cabía ninguna duda de que ese algo no sobreviviría a su cuerpo.

¿Qué ha quedado de los faraones? ¿Qué, de los héroes de Grecia? ¿De los artistas del Renacimiento? ¿Acaso ha quedado algo de ellos… existen todavía en las obras que nos legaron?

¿Qué especie de inmortalidad le queda, entonces, al ser humano?

Homero leyó una vez más lo que había escrito, meditó brevemente sobre ello, y luego arrancó las páginas del cuaderno, hizo una bola de papel con ellas, la colocó sobre un plato de hierro y le prendió fuego. Al cabo de un minuto, lo único que quedaba del trabajo en el que había invertido las últimas tres horas era un puñado de cenizas.

***

La muchacha había muerto.

Así era como Sasha se había imaginado desde siempre la muerte: se apagaba el último rayo de luz, todos los sonidos enmudecían, el cuerpo dejaba de sentir, no quedaba nada, salvo una eterna negrura. La negrura y el silencio de donde emergen los seres humanos y adonde, ineludiblemente, tendrán que regresar. Sasha conocía todas esas historias sobre el Paraíso y el Infierno, pero el inframundo le parecía inocuo. Una eternidad en absoluta ceguera y sordera, en total inactividad, le parecía mil veces más terrible que un caldero repleto de aceite hirviendo.

Pero entonces tembló ante sus ojos una minúscula llama. Sasha trató de acercarse a ella, pero no logró alcanzarla: la mancha de luz, trémula y danzarina, se le escapaba, se le acercaba de nuevo, la seducía, se alejaba nuevamente, juguetona y tentadora. La joven supo enseguida de qué se trataba: de un túnel de luz.

Su padre le había contado que, cada vez que uno de los habitantes del metro moría, su alma se perdía por un oscuro laberinto de túneles que no llevaban a ninguna parte. El alma no comprende que ya no está atada a su cuerpo, que su vida terrena ha terminado, y que deberá errar hasta que vislumbre, en la lejanía, el fulgor de una llama fantasmal. Entonces tendrá que perseguirla, porque ese fuego es el que le habrán enviado para guiar al alma hasta un sitio donde encontrará la paz. Puede ocurrir, sin embargo, que ese fuego se apiade del alma y la guíe de nuevo hasta su antiguo cuerpo. De tales personas se dice que han vuelto del más allá. Pero sería más acertado decir que las tinieblas les han devuelto la libertad.

La luz del túnel tentaba a Sasha y sin cesar, y, por fin, la muchacha se rindió y se dejó llevar por ella. No sentía las piernas, pero tampoco le hacía falta: para seguir la mancha de luz que se alejaba, bastaba con no perderla de vista, con que pusiera toda su atención en ella, como si hubiera querido atraérsela, como si hubiese querido amansarla.

Sasha había capturado la luz con la mirada, y la luz la guió a ella por la impenetrable oscuridad, por el laberinto de túneles del que la muchacha no habría podido salir por sí misma, hacia la estación final de la línea de su vida. Y entonces vio algo: le pareció que su guía esbozaba los contornos de una habitación lejana donde alguien la esperaba.

—¡Sasha! —le gritó una voz.

La joven, estupefacta, se dio cuenta de que era una voz conocida, y al mismo tiempo no lograba recordar a quién pertenecía. Le había transmitido confianza y cariño.

—¿Papá? —preguntó con incredulidad.

Habían llegado. El fantasmagórico fuego del túnel se detuvo, se transformó en una llama ordinaria, saltó sobre una mecha que coronaba una vela a medio fundir y se acomodó allí, como un gato que regresa de una correría…

Una mano fría y callosa reposaba sobre la suya. Sasha, dubitativa, apartó los ojos de la llama. Tenía miedo de caerse de nuevo al suelo. Apenas se hubo despertado, sintió un dolor lacerante en el antebrazo y las sienes le empezaron a palpitar. Emergieron de la oscuridad los borrosos contornos de varios muebles sencillos: sillas, una mesita de noche… la muchacha estaba tendida sobre un camastro, un camastro tan blando que no se sentía la espalda. Era como si estuviera recobrando su propio cuerpo de manera gradual, por etapas.

—¿Sasha? —repitió la voz.

Volvió los ojos hacia la persona que le había hablado y, entonces, apartó bruscamente la mano. Al lado de su cama estaba sentado el viejo con el que había viajado en la dresina. La manera como la había tocado no había tenido nada de especial: ni había sido desagradable, ni lúbrica. Se había apartado de él por vergüenza y decepción: ¿Cómo era posible que hubiera confundido la voz de un extraño con la de su propio padre? ¿Cuál era el motivo por el que la luz del túnel la había guiado precisamente hasta allí?

El viejo le sonreía amablemente. Parecía que se diera por satisfecho con que la joven hubiese despertado. Entonces, por primera vez, Sasha descubrió en sus ojos un cálido fulgor que hasta aquel día sólo había conocido en un hombre. Por eso mismo se había confundido… y por eso sentía vergüenza.

—Perdóname —le dijo. Al instante, se acordó de los últimos minutos que había pasado en la Paveletskaya. Se incorporó bruscamente—. ¿Qué ha sido de tu amigo?

***

La muchacha parecía tan incapaz de llorar como de reír. Pero quizá sólo fuera porque le faltaban las fuerzas.

Por fortuna, las afiladas zarpas de la monstruosidad no la habían herido. La bestia la había golpeado tan sólo con la planta de la pata. Pero, con todo, había pasado un día entero inconsciente. El médico le había asegurado a Homero que su vida se hallaba fuera de peligro. El viejo no le había contado sus propios problemas de salud.

Sasha —durante el tiempo que llevaba inconsciente, Homero se había acostumbrado a llamarla así— recostó de nuevo la cabeza sobre la almohada. El viejo volvió a la mesilla, donde le aguardaba un bloc de notas con noventa y seis páginas, abierto. Agarró el lápiz con la mano y reanudó su redacción en el mismo lugar donde antes se había interrumpido para velar por la muchacha gemebunda y enfebrecida.

«… Pero, entonces, una caravana se retrasó. Y tardaba tanto que sólo era posible una explicación: habían sufrido un imprevisto, un percance terrible, contra el que nada habían podido los escoltas, a despecho de su pesado armamento y su experiencia en el combate, ni tampoco las buenas relaciones con la Hansa que tanto mimaban.

La intranquilidad no habría sido tan grande si hubieran dispuesto de algún medio de comunicación. Pero la línea telefónica que los conectaba con la Hansa, también había sufrido algún problema, no habían podido hablar con ellos desde el lunes anterior, y el destacamento que habían enviado en busca de la avería había regresado sin encontrar nada.»

Homero levantó los ojos y se sobresaltó. La muchacha estaba detrás de él y miraba sus garabatos por encima del hombro. Daba la impresión de que la curiosidad fuera lo único que le permitía sostenerse sobre sus piernas.

El viejo, avergonzado, cerró el bloc con la cubierta hacia arriba.

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