Metro 2034 (22 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

Por otra parte, la Tulskaya no debía de ser la primera estación en la que había estallado la epidemia. ¿Y si en algún otro lugar habían logrado derrotarla? ¿Cómo se podía desesperar tan fácilmente de toda esperanza de salvación? Por supuesto que Homero, que llevaba dentro de sí la bomba de tiempo de la enfermedad, tenía intereses egoístas en ello. Su entendimiento se había reconciliado casi por completo con la inevitable muerte, pero sus instintos, en cambio, la rechazaban, y le exigían que buscara una solución. Si descubría alguna posibilidad de salvar a la Tulskaya, también podría impedir que su propia estación desapareciera, y tal vez salvaría incluso su propia vida…

Era obvio que Hunter, por el contrario, se negaba a creer que la enfermedad pudiera tener remedio. Le habían bastado las pocas palabras que intercambió con los centinelas de la Tulskaya para condenar a muerte a todos sus habitantes y nombrarse a sí mismo ejecutor de la sentencia que él mismo había dictado. En primer lugar, había engañado a los dirigentes de la Sevastopolskaya con su historia sobre las cuadrillas de bandoleros, luego les había impuesto sus decisiones y, al fin, se disponía a ejecutarlas: la Tulskaya tenía que perecer bajo el fuego.

Pero ¿y si sabía algo que lo empujaba a actuar de aquel modo? Algo que nadie más supiera… ni Homero, ni tampoco el hombre que había dejado su diario en la Nakhimovsky Prospekt…

En cuanto hubieron terminado con los cadáveres, el brigadier tomó la cantimplora que llevaba al cinto y apuró lo poco que quedaba en ella. ¿Qué contendría? ¿Una bebida alcohólica? ¿Se lo tomaba para refrescarse, o quizá trataba de borrar un sabor que se le había quedado pegado a la garganta? ¿Disfrutaba del momento? ¿Trataba de olvidar? ¿O tal vez tomaba alcohol para matar algo que llevaba dentro de sí?

A ojos de Sasha, la vieja y humeante dresina se asemejaba a la máquina del tiempo que aparecía en un cuento que algunas veces le había contado su padre. No sólo la llevaba desde la Kolomenskaya hasta la Avtozavodskaya, también la transportaba del presente al pasado. Aunque la vida que había vivido metida en aquel saco de piedra, en aquel apéndice vermiforme más allá del espacio y del tiempo, difícilmente pudiera llamarse «presente».

Recordaba muy bien el viaje hasta la Kolomenskaya. Su padre había sido sentado junto a ella, cargado de cadenas, con una venda en los ojos y una mordaza en la boca. Sasha aún era muy niña y había llorado durante todo el trayecto, y uno de los soldados del pelotón de ejecución le había hecho figuritas de animales con los dedos. Las sombras de éstas habían danzado sobre la pequeña plataforma de color amarillo que parecía correr a la vez que la dresina por la parte superior del túnel.

Una vez estuvieron en el otro lado, le leyeron la sentencia a su padre: el tribunal revolucionario lo había indultado. Le conmutaba la pena de muerte por la de exilio a perpetuidad. Lo arrojaron sobre las vías, le dieron un cuchillo, un rifle de asalto con un cargador de recambio y una máscara de gas vieja, e hicieron bajar también a Sasha. El soldado que le había hecho las sombras de un caballo y un perro le guiñó el ojo. ¿Y si ese mismo soldado era uno de los que Hunter acababa de matar?

Sasha se había puesto la negra máscara de uno de los muertos, y desde entonces la sensación de estar respirando aire ajeno se le había agudizado. Cada nuevo trecho que avanzaba en su camino costaba vidas humanas. El calvo los habría matado de todas maneras, sí, pero Sasha, con su mera presencia, se transformaba en cómplice.

Su padre no había querido regresar a su patria, y no sólo porque estuviera fatigado de tanto luchar. En cierta ocasión le había dicho que todas sus humillaciones y privaciones no valían tanto como una única vida humana, y que prefería sufrirlas antes que causar sufrimiento a otros. Sasha había sabido desde siempre que numerosas muertes pesaban sobre la conciencia de su padre, y que éste trataba de equilibrar la balanza.

El calvo habría podido intervenir de otra forma. Habría podido imponerse con su mera presencia a los hombres que viajaban en la dresina. Los habría podido desarmar sin un solo disparo. Sasha estaba convencida de ello. Ninguno de los muertos habría sido capaz de desafiarlo.

¿Por qué actuaba de aquella manera?

***

La estación donde había pasado su infancia se encontraba más cerca de lo que creía. No habían pasado ni diez minutos cuando divisaron el centelleo de sus luces. El acceso a la Avtozavodskaya no estaba vigilado. Era obvio que sus habitantes confiaban en la puerta hermética. A unos cincuenta metros del andén, el calvo redujo la marcha, ordenó al viejo que guiara la máquina, y se apostó junto a la ametralladora.

La dresina entró en la estación muy lentamente, casi sin hacer ruido. Quizá el propio tiempo se ralentizaba para Sasha, para que en unos pocos instantes pudiera verlo todo y recordar.

Aquel día, su padre le había ordenado al ordenanza que la escondiera hasta que todo hubiese terminado. El hombre la había llevado hasta unas instalaciones de mantenimiento que se encontraban en las entrañas de la estación, pero también desde allí se oían los cientos de gargantas que gritaban al unísono, y su acompañante la dejó al momento para volver al lado de su superior. Sasha había corrido tras él por los pasillos desiertos y había salido de nuevo a la sala principal de la estación…

Mientras avanzaban a lo largo del andén, Sasha contempló las grandes tiendas que alojaban a familias enteras y los vagones que se habían transformado en despachos, niños que jugaban a perseguirse, ancianos que cuchicheaban en corrillo, mujeres malhumoradas que sacaban lustre al armamento… y vio a su padre, y detrás de él a un grupo de hombres, en parte rabiosos, en parte atemorizados. Trataban de mantener a raya a una multitud sin cuento, una multitud furiosa. Corrió hacia él y se abrazó a sus hombros. Su padre, desconcertado, se volvió, se la quitó de encima y le propinó una bofetada al ordenanza, que había llegado momentos antes que ella. Pero algo se había transformado en su interior. Se dirigió a la formación que, armas en ristre, aguardaba la orden de disparar, y ordenó que las bajaran. Sólo se oyó un disparo al techo. Su padre anunció que negociaría la entrega pacífica de la estación a los revolucionarios.

Su padre había estado siempre convencido de que el destino nos envía señales.

Sólo hay que saber reconocerlas e interpretarlas bien.

El tiempo se había ralentizado, pero no únicamente para que Sasha pudiera revivir el último día de su infancia. Fue la primera en fijarse en los hombres armados que se ponían en pie para detener la dresina. Vio cómo el calvo, con un ágil movimiento, se ponía detrás de la ametralladora y apuntaba el pesado cañón de metal bruñido contra los estupefactos centinelas.

Oyó, como un latigazo en el oído, la orden de detener la dresina. Y comprendió que, en escasos segundos, morirían tantos seres humanos que la sensación de respirar aire ajeno iba a acompañarla hasta el último de sus días.

Sasha aún estaba a tiempo de impedir el baño de sangre, aún podía salvar a aquellas gentes, a sí misma, y también a otra persona, de un horror inexpresable.

Los centinelas habían quitado el seguro de sus rifles de asalto, pero perdieron demasiado tiempo en ello… el calvo les llevaba unos segundos de ventaja…

Sasha hizo lo primero que le vino a la cabeza.

Se puso en pie de un salto y se agarró a los hombros de Hunter, toscos y duros como el acero, se abrazó a él por detrás y cruzó los brazos sobre su pecho inmóvil, ese pecho que no parecía respirar. El calvo se sobresaltó como si lo hubieran golpeado, y vaciló. Los soldados que estaban frente a él, dispuestos a disparar, se quedaron también inmóviles.

El viejo lo entendió al instante.

La dresina levantó negras nubes de polvo y se lanzó a toda velocidad, y la Avtozavodskaya quedó atrás.

En el pasado.

***

Nadie dijo ni palabra durante el camino hacia la Paveletskaya. Hunter se había librado del imprevisto abrazo de la muchacha. Había separado sus brazos por la fuerza, como si fuesen un brazalete de acero que lo apretara demasiado.

Pasaron a toda velocidad junto a un único puesto de vigilancia. El fuego racheado que retumbó a sus espaldas fue a parar al techo, sobre sus cabezas. El brigadier aún tuvo tiempo de empuñar la metralleta y, a modo de respuesta, disparar tres silenciosas balas. Alcanzaron a ver que había matado a uno de los centinelas, y que los otros se apretujaban detrás de los estrechos saledizos del túnel. Fue eso lo que les salvó.

«No lo comprendo», pensaba Homero, y miraba una y otra vez a la muchacha acurrucada en el suelo. Había tenido la esperanza de que, tras la aparición de la protagonista femenina, empezara una historia de amor. Pero el desarrollo argumental le parecía demasiado acelerado. No lograba entenderlo todo, y aún menos escribirlo.

No aminoraron la marcha hasta que hubieron llegado a la Paveletskaya.

El viejo ya la conocía. Parecía salida de una novela de terror. Así como las bóvedas de las estaciones más nuevas de la periferia reposaban sobre columnas sencillas, la de la Paveletskaya se sostenía sobre unos arcos esbeltos que superaban toda medida humana. Y, como es habitual en las novelas de terror, la Paveletskaya sufría una extraña maldición: a las ocho horas en punto, la estación, hasta entonces bulliciosa, se transformaba en un desierto espectral. De entre todos sus industriosos y astutos moradores, tan sólo unos pocos valientes se quedaban en el andén. Todos los demás desaparecían, junto con los niños, el ajuar, la bolsas repletas de mercancías. No dejaban ni siquiera las banquetas y los camastros.

Se arrastraban hasta su búnker, un corredor de casi un kilómetro de longitud que los conectaba con la Línea de Circunvalación, y pasaban allí la noche entera, temblorosos, mientras que en la superficie, en la Estación de Pavel, unas criaturas monstruosas despertaban y hacían de las suyas. Al parecer, reinaban sobre la estación y sus alrededores, y ninguna otra criatura osaba entrar en ella, ni siquiera cuando dormían. Los habitantes de la Paveletskaya se veían indefensos ante ellas, porque no disponían de barreras como las que en otras estaciones impedían el acceso desde las escaleras automáticas, y el camino que llevaba hasta la superficie estaba siempre abierto.

Homero pensaba que no podía haber un lugar menos adecuado para pasar la noche, pero Hunter no lo vio así. Detuvo la dresina al final de la estación, se quitó la máscara de gas y señaló al andén.

—Nos quedaremos aquí hasta la mañana. Buscaos un sitio para dormir.

Luego los dejó. La muchacha lo siguió con la mirada y después se acurrucó sobre la dura plataforma de la dresina. Homero también se acomodó todo lo bien que pudo, cerró los ojos y trató de dormirse. Fue en vano: una vez más lo atormentaba el pensamiento de que sería él quien propagase la peste por todas las estaciones sanas. La muchacha también seguía despierta.

—Gracias —dijo de pronto la joven—. Al principio había pensado que serías igual que él.

—No creo que haya ninguna otra persona que sea como él —le respondió Homero.

—¿Sois amigos?

—Como el tiburón y el pez piloto. —El viejo sonrió tristemente y pensó que la imagen era muy adecuada: Hunter mataba sin cesar, pero el viejo compartía los despojos sanguinolentos que el otro dejaba a su paso.

Se incorporó.

—¿Qué quieres decir?

—Allá donde él vaya, también voy yo. Creo que no podría sobrevivir sin él, y él… ah, tal vez piense que de algún modo le lavo las manchas de sangre. Pero en realidad nadie sabe lo que puede pensar ese hombre.

La muchacha se colocó más cerca del viejo.

—¿Y qué esperas tú de él?

—Tengo el presentimiento de que, mientras lo acompañe… la inspiración no me abandonará.

—¿Qué significa «inspiración»?

—Tener ideas. En realidad, significa tomar aire.

—¿Y para qué quieres tomar aire? ¿Para qué te sirve eso?

Homero se encogió de hombros.

—No se trata del aire que tomemos nosotros. Se trata, más bien, del que nos insuflan en los pulmones desde fuera.

La muchacha señaló con el dedo a algo que se encontraba sobre la sucia plataforma de la dresina.

—Mientras respires la muerte, no habrá nadie que quiera rozar tus labios. Todo el mundo se asustará del olor a cadáver.

—Cuando contemplamos la muerte empezamos a reflexionar —fue la concisa respuesta de Homero.

—Eso no significa que cada vez que hayas de reflexionar tengas derecho a llamar a la muerte —objetó la muchacha.

—No es que la llame —se justificó el viejo—. Tan sólo permanezco a su lado. Pero lo que me interesa no es la muerte. No sólo la muerte. Yo querría que ocurriese algo en mi vida, que empezara una nueva espiral, que todo cambiara. Que una sacudida me despertara, que la cabeza se me aclarase.

—¿Has tenido una vida difícil? —le dijo la muchacha, llena de compasión.

—Una vida aburrida. Si todos los días son iguales, van pasando tan rápido que te quedas con la impresión de que el último se te acerca a toda velocidad —trató de explicarle Homero—. Tienes miedo de que no te quede tiempo para resolver tus cuestiones. Y todos los días están abarrotados con mil insignificancias. En cuanto has resuelto una, contienes brevemente el aliento y te lanzas a por otra. Al final no te quedan fuerzas, ni tiempo, para hacer algo importante de verdad. Uno siempre piensa: «Es verdad, voy a empezar mañana mismo». Pero ese mañana no llega jamás, y vivimos siempre en un inacabable hoy.

—¿Has estado en muchas estaciones? —Se notaba que la joven había escuchado.

—No lo sé —respondió el sorprendido Homero—. Probablemente en todas.

—Yo sólo he estado en dos —suspiró la joven—. Al principio, mi padre y yo vivíamos en la Avtozavodskaya, pero luego nos expulsaron y tuvimos que irnos a la Kolomenskaya. Siempre había deseado poder ver otra. Pero ésta es tan rara… —Recorrió las hileras de arcos con los ojos—. Como si tuviera mil entradas y ninguna pared que las separara. Ahora están todas abiertas, pero no quiero cruzarlas. Tengo miedo.

—El otro… ¿era tu padre? —Homero vaciló—. ¿Lo asesinaron?

La muchacha se escondió de nuevo en su caparazón, y calló durante largo rato antes de responder: —Sí.

Homero respiró hondo.

—Quédate con nosotros. Hablaré con Hunter. No se opondrá. Le diré que te quiero para… —Abrió ambos brazos. No sabía cómo explicarle a la muchacha que desde aquel momento iba a adoptarla como musa.

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