Metro 2034 (17 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

Homero pensó que ni la ciencia ni la ciencia ficción habían logrado prever el futuro. En su niñez le habían prometido que para el año 2034 el hombre habría conquistado media galaxia o, por lo menos, su propio sistema solar. Pero tanto los escritores de novelas futuristas como los científicos habían partido de la idea de que la Humanidad se comportaría de manera racional y consecuente. Como si, en vez de unos pocos miles de millones de hombres y mujeres holgazanes, frívolos y amantes del placer, se hubiera tratado de una especie de colmena, dotada de un raciocinio colectivo y de una fuerza de voluntad equilibrada. Como si la conquista del espacio hubiera perseguido objetivos serios. Pero no era así: la Humanidad se hartó de ese juego y lo dejó a la mitad, para consagrarse primero a la informática, y luego a la biotecnología, sin aspiraciones de gran calado en ninguno de esos ámbitos. Tal vez sí las tuviera en física nuclear.

Y allí estaba él, un astronauta venido a menos, capaz de sobrevivir tan sólo gracias a su voluminosa escafandra, extranjero en su propio planeta, dispuesto a conquistar el túnel que unía la Kakhovskaya con la Kashirskaya. Él, y todos los supervivientes, tenían que olvidarse de todo lo demás. Ni siquiera podían contemplar las estrellas.

Qué extraño: en ese lugar, más allá del tramo amarillo, su cuerpo sufría bajo la fuerza de la gravedad, pero su corazón se sentía ligero. Unos días antes, al despedirse de Helena para emprender la primera expedición a la Tulskaya, aún contaba con que regresaría. Pero, cuando Hunter lo eligió por segunda vez como acompañante, se dio cuenta de que la cosa iba en serio. Había rogado con frecuencia que se le sometiera a una prueba, a una iluminación. Y, por fin, sus ruegos habían hallado respuesta. Escurrir el bulto habría sido estúpido e indigno.

Sabía muy bien que la misión de una vida no se satisface como quien realiza un trabajo a tiempo parcial. El destino no se podía dejar para más adelante con frases como: «Seguro que ocurrirá, pero quizá más tarde, quizá la próxima vez…». Probablemente no habría una próxima vez, y si desertaba entonces, ¿para qué viviría luego? ¿Acaso quería consumir el tiempo que le quedaba hasta su muerte viviendo la vida oscura de Nikolay Ivanovich, el tonto de la estación, el cuentacuentos senil, el parlanchín de sonrisas absurdas?

Pero si pretendía dejar de ser una caricatura de Homero y transformarse en su sucesor, si no quería limitarse a amar los mitos, sino crearlos, si aspiraba a alzarse de las cenizas como un hombre nuevo, tendría que entregar a las llamas su antiguo yo. Estaba firmemente convencido de que si dudaba de sí mismo, si cedía a la nostalgia por su casa y su mujer, si miraba de nuevo al pasado, dejaría escapar algo de gran importancia que le estaba aguardando. Tenía que cortar sus ataduras.

Aun cuando sobreviviera a aquella expedición, no volvería ileso. Lo sentía por Helena, desde luego. Al principio, su mujer no quería creerse que regresaría sano y salvo de sus misiones. Y había tratado, sin éxito, de impedirle que iniciara su viaje a la nada. Cuando, una vez más, se despidió de él bañada en lágrimas, Homero no le prometió nada. Había llegado la hora de marcharse. Homero lo sabía muy bien: diez años de vida no se amputan así como así. Sabía que después de las amputaciones se sienten dolores fantasma en el miembro desaparecido.

Había pensado que miraría atrás sin cesar. Pero, cuando estuvo al otro lado del tramo amarillo, se sintió como si hubiera muerto y su alma se hubiese liberado de los dos pesados y rígidos caparazones que la cubrían, y se hubiera elevado a lo alto. Era libre.

***

No parecía que Hunter tuviese que hacer grandes esfuerzos para moverse con el traje aislante. La holgada prenda había transformado su cuerpo musculoso y lobuno en una mole informe, pero no le había restado movilidad. No dejaba atrás al viejo de respiración entrecortada, pero simplemente porque no había querido perderlo de vista ni un solo instante desde que habían salido de la Nakhimovsky Prospekt.

Después de todo lo que había visto en la Nagatinskaya, la Nagornaya y la Tulskaya, Homero habría preferido no tener que emprender un nuevo viaje con Hunter. Pero luego cambió de opinión: la presencia del brigadier había desatado en él una metamorfosis anhelada durante mucho tiempo, una metamorfosis que le prometía un renacer. Poco le importaban al viejo los motivos por los que Hunter hubiese querido llevarlo consigo, fuera como guía, o como almuerzo para el camino. Lo que le importaba de verdad era no salir del estado en el que se encontraba, aprovecharlo mientras durara, tener ideas, escribir algo…

Por otra parte, cuando Hunter había solicitado su presencia, llegó a pensar que el brigadier lo quería para algo en concreto. Y no creía que se tratara de guiarle por los túneles, ni de advertirlo de posibles peligros. Cabía la posibilidad de que el brigadier le hubiera dado al viejo lo que éste deseaba, para, a cambio, arrebatarle algo sin tener que pedírselo.

Pero ¿qué podía necesitar Hunter?

Homero había dejado de engañarse con su aparente frialdad. Bajo el caparazón de su rostro desfigurado bullía un magma que de vez en cuando emergía por sus ojos eternamente abiertos. Su inquietud era evidente. Hunter también andaba en busca de algo.

El brigadier parecía idóneo para el papel de héroe épico en el futuro libro de Homero. Al principio, el viejo había tenido sus dudas, pero, tras pensarlo varias veces, se había decidido por él. Aunque había muchos rasgos en la personalidad del brigadier —pasión por matar, laconismo y escasa gestualidad— que no le convencían. Hunter parecía uno de esos asesinos que dejan mensajes cifrados para que la policía los descubra. Homero no sabía si el brigadier veía en él a un padre confesor, un biógrafo o un proveedor de quién sabe qué, pero sí intuía que la extraña dependencia que los unía era recíproca. Y que los lazos que los ataban no tardarían en volverse más fuertes que su angustia.

De hecho, Homero había tenido en todo momento la sensación de que Hunter estaba retrasando el inicio de una conversación de extrema importancia. Una y otra vez, el brigadier se volvía hacia él, como para preguntarle algo, pero nunca decía nada. Acaso el viejo confundiera una vez más sus deseos con la realidad, y no tuviera en aquella historia otro papel que el de testigo innecesario. Quizá Hunter le retorciera el pescuezo en algún tramo del túnel. Hunter echaba miradas cada vez más frecuentes a la mochila del viejo, donde estaba escondido el fatídico diario. Parecía como si intuyera que los pensamientos de Homero daban vueltas en torno a algún objeto que llevaba allí dentro, y se acercaba, lentamente, pero con constancia. Homero hacía terribles esfuerzos por no pensar en el bloc de notas, pero fueron en vano.

Apenas si había tenido tiempo para preparar sus cosas, y, por eso mismo, sólo había podido quedarse unos minutos a solas con el diario. Por supuesto, no había tenido tiempo para humedecer todas las páginas pegadas con sangre y separarlas, pero había logrado hojear algunas. Estaban cubiertas de notas apresuradas y fragmentarias. No seguían ninguna secuencia, como si su autor se hubiera visto desbordado con las palabras y hubiese tenido que esforzarse para consignarlas. Homero tuvo que buscarles un orden para que cobraran algún sentido.

Ningún contacto. El teléfono está mudo. Probablemente sabotaje. ¿Alguno de los desterrados, por venganza? Aún no lo sabemos.

La situación es desesperada. No tenemos posibilidades de recibir ayuda. Si se la pedimos a la Sevastopolskaya, condenaremos a nuestra propia gente. Tan sólo podemos aguantar aquí… ¿durante cuánto tiempo?

No me dejan marchar. Se han vuelto locos. ¿Quién lo hará, si no yo? Tengo que huir.

Y entonces descubrió otra cosa. Después de las últimas palabras, las que advertían contra todo intento de capturar la Tulskaya por asalto, había una firma. Una firma borrosa, sellada con la mancha pardusca de unos dedos sanguinolentos. Homero conocía ese nombre, y lo había pronunciado a menudo.

El diario pertenecía al operador de comunicaciones que una semana antes habían enviado a la Tulskaya con la caravana.

***

Pasaron frente a la entrada de un ramal por el que se accedía a una de las cocheras. De no ser por los elevados niveles de radiactividad, los habitantes del metro la habrían saqueado hacía mucho tiempo. El oscuro túnel que conducía hasta ellas estaba cerrado con una reja que, aparentemente, alguien había improvisado con piezas de acero. Sobre una lámina de hojalata, sujeta con alambre a uno de los barrotes, sonreía el dibujo de una calavera, y debajo de ésta se distinguían aún los restos de un rótulo de advertencia en color rojo. Se había despintado con el paso del tiempo, o tal vez alguien lo hubiera raspado a propósito.

La galería cerrada por la reja capturó la mirada de Homero como un hechizo. El viejo tuvo que hacer grandes esfuerzos para seguir adelante. Cuando, por fin, volvió en sí, se le ocurrió que aquella línea no estaba tan desierta como se creía en la Sevastopolskaya.

Luego pasaron por la Varshavskaya, una estación horrenda, cubierta de hollín y moho. Se parecía a un cadáver humano putrefacto bajo el agua. Las paredes exudaban un líquido turbio entre los azulejos, y por los huecos que habían dejado las puertas herméticas entornadas se colaba un viento frío procedente de la superficie, como si una gigantesca criatura hubiera tratado de insuflarle aliento desde fuera a una estación que llevaba mucho tiempo pudriéndose. La histérica señal del contador Géiger les aconsejó que se marcharan de allí cuanto antes.

Cuando les faltaba poco para llegar a la Kashirskaya, uno de los contadores exhaló su último aliento, y la aguja del otro quedó encallada en el extremo superior de la escala. Homero sintió un sabor amargo en la lengua.

—¿Dónde tuvo lugar el impacto? —le preguntó Hunter.

Homero oía mal la voz del brigadier, como si tuviera la cabeza metida bajo el agua de una bañera. Se detuvo —por fin se le presentaba la oportunidad de hacer una breve, pero bienvenida pausa—, y con la mano enguantada señaló al sudeste.

—En la Kantemirovskaya. Suponemos que el techo de uno de los accesos se vino abajo. O tal vez un conducto de ventilación. No hay nadie que lo sepa con certeza.

—Entonces, ¿la Kantemirovskaya está abandonada?

—Desde siempre. A partir de la Kolomenskaya no hay ni un alma humana.

—A mí me habían dicho… —empezó a decir Hunter, pero luego enmudeció, y le indicó por señas a Homero que hablase en voz baja. Parecía como si hubiera captado unas ondas casi imperceptibles. Al fin, preguntó—: ¿Alguien sabe cuál es la situación en la Kashirskaya?

—¿Y cómo lo vamos a saber? —Homero se preguntó si su tono irónico habría atravesado los filtros de respiración.

—Entonces te lo diré yo. La radiactividad que hay allí es tan fuerte que nos abrasaría a los dos en pocos minutos. El traje aislante no nos protegería. Vamos a regresar.

—¿Regresamos? ¿A la Sevastopolskaya?

—Sí. Una vez allí, saldré a la superficie. Quizá pueda llegar por arriba —dijo Hunter, en tono pensativo. Parecía como si ya tuviera la ruta planeada.

Homero vaciló.

—¿Quieres ir tú solo?

—No puedo pasarme el camino entero preocupándome por ti. Ya tendré bastante con proteger mi propia vida. Si fuéramos los dos, no llegaríamos. Tampoco está nada claro que yo solo pueda conseguirlo.

—¿Es que no lo entiendes? ¡Tengo que ir contigo! ¡Quiero…!

Homero buscaba desesperadamente un motivo, un pretexto.

—¿…quieres hacer algo importante antes de morir? —añadió el brigadier. Parecía que hablara con voz inexpresiva, pero Homero sabía bien que los filtros de la máscara de gas eliminaban todas las impurezas. Sólo entraba por ellos aire insípido y de ellos estéril, y sólo salían voces mecánicas y sin alma.

El viejo cerró los ojos, e hizo un esfuerzo desesperado por recordar todo lo que sabía sobre el breve trecho de la Línea Kakhovskaya, sobre el último e irradiado tramo de la Línea Samoskvoretskaya
[15]
, sobre el camino que llevaba de la Sevastopolskaya a la Serpukhovskaya… lo que fuera con tal de no volver, de no regresar a aquella vida miserable que no tenía nada que ofrecerle, salvo falsas esperanzas de escribir una gran novela y de inventarse una leyenda inmortal.

—¡Sígueme! —gritó de pronto, y se puso en marcha con una agilidad que lo sorprendió a él mismo. Hacia el este, hacia la Kashirskaya, hacia el Infierno.

***

La muchacha soñó que estaba cortando con una lima el grillete de metal que la retenía junto a la pared. La herramienta rechinaba y se le caía de las manos una y otra vez. De poco le servía haber abierto una hendidura de medio milímetro en el metal: tan pronto como se detenía, aunque sólo fuese un momento, la ligerísima, casi invisible muesca se cerraba una vez más.

Pero Sasha no se rendía: tomaba una vez más la lima con sus manos despellejadas y sanguinolentas, y trabajaba de nuevo en el inflexible metal. El ritmo de sus movimientos estaba rigurosamente calculado. Sobre todo, no soltar la lima, no mostrar ninguna debilidad, no cejar en sus esfuerzos.

Le habían encadenado los tobillos y los tenía hinchados y entumecidos. Aun cuando lograse romper el hierro, no podría huir, porque las piernas no le obedecerían…

Despertó y, con un gran esfuerzo, abrió los párpados.

Las cadenas no eran ningún sueño: Sasha tenía las muñecas sujetas con grilletes. Estaba tumbada sobre la mugrienta superficie de carga de la vieja dresina de mineros. El vehículo avanzaba entre monótonos chirridos, con insufrible lentitud. La muchacha tenía un trapo sucio dentro de la boca, y las sienes le dolían y le sangraban.

«No me ha matado —pensó—. ¿Por qué?»

Tumbada como estaba sobre la superficie de carga, alcanzaba a ver sólo una mínima fracción de la bóveda del túnel. En sus juntas temblaba un rayo de luz desigual. De repente, la bóveda desapareció, y la sustituyó un color blanco desconchado. ¿Qué clase de estación podía ser aquélla?

Era un lugar siniestro: no simplemente tranquilo, sino silencioso como la muerte; no simplemente despoblado, sino desprovisto de toda vida, y, además, tremendamente oscuro. La muchacha había imaginado desde siempre que las estaciones que se hallaban al otro extremo del puente estarían abarrotadas, y que reinaría en ellas un barullo ensordecedor. ¿Acaso había estado siempre equivocada?

El techo dejó de moverse. Entre saltos y maldiciones, su captor trepó hasta el andén y se dio la vuelta. Los remaches de sus botas rechinaron. Parecía que estuviese oteando los alrededores. Debía de haberse quitado la máscara de gas, porque la muchacha lo oyó murmurar con voz desdeñosa:

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