Metro 2034 (21 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

¿O tendría que contentarse con la esperanza de que la enfermedad no lo alcanzara? ¿Tenía que callarse lo que sabía y esperar? No porque sí, desde luego, sino para poder reanudar el viaje en compañía de Hunter. Para que el torbellino de acontecimientos que lo arrastraba no lo soltara, y pudiera por fin dar forma a su inspiración.

Yasí, cuando Nikolay Ivanovich, el viejo e inútil habitante de la Sevastopolskaya, antiguo conductor del metro, gusano condenado a arrastrarse por la tierra por la fuerza de la gravedad, muriese por haber descubierto el diario maldito, Homero, el cronista y creador de mitos, resplandecería cual mariposa, de vida breve, pero magnífica. Quizá le había llegado por fin una tragedia digna de la pluma de un grande, y estaba en sus manos el que cobrara vida sobre el papel durante los treinta días de vida que le quedaban.

¿Tenía derecho a menospreciar aquella oportunidad? ¿Tenía derecho a transformarse en eremita, a olvidar sus propias leyendas, a renunciar a la verdadera inmortalidad y arrebatársela así a todos sus congéneres? ¿Cuál era el mayor de los crímenes, cuál era la mayor estupidez: ondear la antorcha de la peste por media red de metro, o quemar los manuscritos y quemarse a sí mismo con ellos?

Homero, deseoso de gloria y cobarde como era, había tomado ya su decisión, y en aquellos momentos sólo trataba de justificarla. ¿De qué habría servido hacerse momificar vivo en la Kolomenskaya, como en una cripta, junto a los dos cadáveres? No había nacido para tales heroicidades. Si los soldados de la Sevastopolskaya se obcecaban en ir a buscar una muerte segura en la Tulskaya, que fuese por elección propia. Ellos, al menos, no morirían solos.

Yademás, ¿qué sentido tendría el sacrificio de Homero? No le valdría para frenar a Hunter. El viejo había cargado con la peste sin saber lo que hacía. Hunter, en cambio, lo sabía muy bien desde su visita a la Tulskaya. No era extraño que quisiera provocar el exterminio de todos los habitantes de la estación, incluidos los que habían ido hasta allí con la caravana de la Sevastopolskaya. Y tampoco era sorprendente que quisiera ir con lanzallamas.

Pero si los dos hombres se habían infectado, el contagio de la epidemia en la Sevastopolskaya era ya un hecho irreversible. En primer lugar, entre las personas a las que se habían acercado. Helena. El jefe de estación. El oficial al mando de los puestos exteriores. Los ordenanzas. La estación se quedaría sin dirigentes en unas tres semanas, se hundiría en el caos, y, al final, la plaga acabaría también con todos los demás.

Pero ¿cuál era el motivo por el que Hunter había regresado a la Sevastopolskaya si sabía que tal vez se habría contagiado también? Homero empezó a darse cuenta de que el brigadier no se habría guiado por su intuición, sino que había seguido un plan. Pero no había previsto la intervención del viejo… Entonces, ¿la Sevastopolskaya estaba condenada a desaparecer, y la expedición que habían emprendido carecía de todo sentido? Homero no habría podido volver a casa y morir junto a Helena aunque hubiese querido. El trecho que llevaba desde la Kakhovskaya hasta la Kashirskaya había bastado para inutilizarles las máscaras, y también tendrían que quitarse en cuanto pudieran los trajes aislantes. Éstos habían sufrido un bombardeo de decenas, quizá centenares de roentgens. ¿Qué camino tenía que seguir?

La joven estaba hecha un ovillo y dormía. La hoguera había consumido por fin el bloc de notas infectado, y también las últimas ramas, y se extinguió. Con tal de no malgastar la batería de la linterna, Homero decidió aguantar todo lo que pudiese en la oscuridad.

¡No! ¡Seguiría adelante con el brigadier! A fin de reducir el riesgo de contagio, evitaría el contacto con otras personas, dejaría allí la mochila con sus cosas, destruiría la ropa, abrigaría la esperanza de que el destino fuera clemente. Pero tendría siempre presente la cuenta atrás de treinta días. Durante cada uno de esos días trabajaría en el libro. Se repetía a sí mismo que su situación se resolvería de algún modo. Lo principal era seguir a Hunter.

Si es que éste aparecía de nuevo.

Hacía más de una hora que se había metido por la oscura boca del túnel. Homero le había hablado a la muchacha para tranquilizarla, pero tampoco estaba convencido de que el brigadier regresara.

Cuanto más sabía Homero sobre Hunter, menos lo comprendía. Era tan imposible dudar del brigadier como confiar en él. No encajaba en ningún molde, no manifestaba los impulsos habituales en los seres humanos. Quien se confiara a él, se entregaba a una fuerza de la naturaleza. Pero, en el caso de Homero, no tenía sentido darle más vueltas a esa cuestión. Ya se había confiado a él. De nada serviría lamentarse.

No le parecía que en la penumbra reinara un absoluto silencio. Como a través de una cortina oía una y otra vez un extraño murmullo, un aullido lejano, un roce… Homero creyó reconocer los torpes movimientos de los necrófagos, luego el deslizarse de los gigantescos espectros de la Nagornaya, y, al fin, los chillidos de los moribundos. Al cabo de menos de diez minutos se rindió.

Encendió la linterna y se llevó un sobresalto.

Hunter se encontraba a dos pasos de él. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y contemplaba a la joven dormida. Se cubrió los ojos con una mano para protegerlos del rayo de luz y dijo con sosiego:

—Van a abrir enseguida.

***

Sasha soñaba… estaba de nuevo sola en la Kolomenskaya y aguardaba a que su padre volviera de una de sus expediciones. Era tarde, pero tenía que esperarlo sin falta, ayudarlo a quitarse el traje aislante y la máscara de gas. Darle de comer. Hacía mucho rato que había puesto la mesa, no sabía qué más podía hacer. Habría querido alejarse de la puerta por la que se salía a la superficie, pero ¿y si su padre regresaba cuando ella no estuviera? ¿Quién le abriría? Y se quedaba sentada sobre el gélido suelo, junto a la salida, y las horas pasaban, días enteros, y él no venía, no venía, pero la muchacha no pensaba abandonar su puesto hasta que la puerta…

El estruendo de los cerrojos la despertó. Era igual que en la Kolomenskaya. Se despertó con una sonrisa: su padre había regresado. Entonces vio dónde estaba y se acordó de todo.

La única realidad de su sueño fugaz había sido el rechinar de las pesadas válvulas que abrían la puerta de hierro. En unos instantes, la gigantesca plancha de metal se puso a vibrar y se desplazó lentamente hacia un lado. Un rayo de luz se coló por el resquicio y se ensanchó cada vez más. Olía a gasóleo quemado. El acceso a las estaciones centrales…

La puerta había desaparecido silenciosamente en el interior de la pared. Quedó a la vista el túnel que conducía a la Avtozavodskaya y, más allá de ésta, a la Línea de Circunvalación. Sobre las vías había una dresina con un motor que echaba humo, un faro al frente y una tripulación de varios hombres. Éstos contemplaban por la mira de las ametralladoras a dos vagabundos que bizqueaban y trataban de cubrirse los ojos.

—¡Quiero veros bien las manos! —ordenó alguien.

Sasha siguió obedientemente el ejemplo del viejo y levantó ambos brazos. Era la misma dresina que desde siempre había ido a buscarla en el puente los días de trueque. Esos hombres sabían muy bien quién era Sasha. Había llegado el momento en el que el viejo de nombre extraño lamentaría haber recogido a la muchacha encadenada sin preguntarle cómo había llegado a esa estación olvidada por Dios.

—¡Quitaos las máscaras antigás! ¡Documentación! —ordenó uno de los que iban en la dresina.

En el momento de descubrirse el rostro, Sasha se maldijo a sí misma por su estupidez. No había nadie que pudiese liberarla. La sentencia que se había pronunciado contra su padre —y también contra ella— seguía vigente. ¿Cómo era posible que su ingenuidad hubiera llegado hasta el punto de creer que aquellos dos lograrían colarla en el metro? ¿Y que nadie la reconocería cuando llegase a la frontera?

Los hombres la reconocieron al instante.

—¡Eh, tú no puedes entrar! Tienes diez segundos para largarte. ¿Y quién es ese? ¿Es tu…?

—¿Qué ocurre? —preguntó el viejo, confuso.

—¡Dejadlo en paz! ¡No es él! —gritó Sasha.

—¡Largaos! —La voz del hombre que sostenía el rifle de asalto era fría como el hielo—. O si no…

—¿A la muchacha? —preguntó una segunda voz, como insegura.

—Eh, ¿es que no oyes bien?

Se oyó con nitidez cómo quitaban el seguro del arma. Sasha retrocedió y apretó los párpados. Por tercera vez en pocas horas se enfrentaba cara a cara con la muerte. Oyó un silbido breve y ligero. En el silencio que siguió, aguardó en vano a que se cumpliera la orden final. Al final, no pudo soportarlo más y abrió los ojos.

El motor aún echaba humo. Nubes de color gris azulado se mecían en la blanca luz del faro, que por algún motivo se había vuelto hacia arriba. Como había dejado de deslumbrarla, Sasha reconoció a las personas que se encontraban en la dresina.

Estaban tiradas sobre la máquina, o por las vías, como muñecos rotos. Brazos que colgaban inertes, cuellos imposiblemente retorcidos, cuerpos doblados.

Sasha se volvió. Detrás de ella se encontraba el calvo. Había bajado la metralleta y miraba con atención la dresina, que se había transformado en un matadero. Luego levantó una vez más el cañón y apretó nuevamente el gatillo.

—Ya está —-dijo con voz sorda, pero satisfecha—. Quitadles los uniformes y las máscaras antigás.

—¿Por qué? —El rostro del viejo tenía un rictus de horror.

—Tenemos que cambiarnos de ropa. Emplearemos su dresina para pasar por la Avtozavodskaya.

Sasha tenía los ojos clavados en el asesino. En su pecho se enfrentaban el miedo y el entusiasmo. La repugnancia se mezclaba con la gratitud. Acababa de dar muerte a tres hombres él solo, con absoluta indiferencia, y había violado con ello el más importante de los mandatos que le había legado su padre. Pero lo había hecho para salvarle la vida a ella —y también al viejo, por supuesto—. ¿Acaso era casualidad que lo hubiera hecho por segunda vez en poco tiempo? ¿Tal vez la muchacha confundía la crueldad con el rigor?

Había algo que sí sabía muy bien: la osadía de aquel hombre le había hecho olvidar su fealdad…

El calvo se subió a la dresina antes que los demás y les arrancó a los enemigos caídos sus rostros de goma como si les arrancara la cabellera. De súbito, retrocedió con un grito ahogado como si hubiera visto al diablo, se cubrió el rostro con ambas manos, y repitió varias veces: —¡Un negro!

9
EL AIRE

El miedo y el horror son dos emociones totalmente distintas. El miedo estimula, empuja a la acción, despierta el ingenio. El horror mutila el cuerpo y el pensamiento, le arrebata al ser humano toda su humanidad. Homero había vivido lo suficiente para aprender la diferencia entre ambos.

El brigadier no conocía el miedo, pero en ese momento se había hecho evidente que sí podía sentir horror. No era eso lo que asombraba a Homero, sino más bien el motivo que lo había suscitado.

Ciertamente, el rostro que habían encontrado al retirar la máscara de gas se salía de lo común. Habían descubierto bajo la goma negra una piel oscura y brillante, labios gruesos, una nariz ancha y tirando a chata. Homero no había visto seres humanos de piel oscura desde que había desaparecido la televisión con sus canales musicales —esto es, desde hacía más de veinte años—. Pero había identificado enseguida al muerto como afroamericano. Un caso excepcional, sin duda alguna. Pero ¿por qué había atemorizado de esa manera a Hunter?

El brigadier había recobrado el control sobre sí mismo. Su extraño trastorno no había durado ni un minuto. Enfocó la linterna hacia los rasgos chatos del difunto, masculló unas palabras incomprensibles y se puso a desnudar con suma violencia al sorprendente cadáver. Homero habría jurado que oyó que se le rompían los huesos de varios dedos.

—Quieren burlarse de mí… me mandan su saludos, ¿eh? Y esto de aquí, ¿es humano? Qué castigo… —murmuraba Hunter.

¿Habría confundido el cadáver con el de otra persona? ¿Maltrataba al cadáver como venganza por la humillación que acababa de sufrir? ¿O quería saldar una cuenta más antigua y de mayor enjundia? Homero reprimió su propia repugnancia y desnudó al otro muerto, en el que no se apreciaba nada inusual. Pero en todo momento le dirigió miradas furtivas al brigadier.

La muchacha no participó en esa rapiña, y Hunter la dejó en paz. Se quedó sentada sobre las vías, a cierta distancia de ellos, ocultándose el rostro con las manos. Homero creyó oír que lloraba.

Finalmente, Hunter amontonó los cadáveres en el exterior, frente a la puerta. En menos de veinticuatro horas habrían desaparecido. Durante las horas de luz, la ciudad quedaba bajo el poder de unas criaturas tan espantosas que los terribles depredadores de la noche se escondían en sus cuevas y aguardaban, sin quejarse, a que volviese su hora.

La sangre ajena, pero todavía fresca, apenas si era visible sobre el oscuro uniforme. Pero estaba fría y se pegaba al vientre y al pecho, como si hubiese querido volver a entrar en un organismo vivo. Producía una repulsiva irritación en la piel, y también en el entendimiento.

Homero se preguntó si esa mascarada era necesaria de verdad. Para consolarse, pensó que así, al menos, evitarían nuevas víctimas en la Avtozavodskaya. Si las previsiones de Hunter se cumplían, los dejarían pasar, los tomarían por habitantes de la estación… pero, y si no, ¿qué les iba a ocurrir? ¿Se atenía Hunter al principio de evitar bajas innecesarias?

La sed de sangre del brigadier asqueaba a Homero, pero también lo fascinaba. A duras penas habría podido justificar un tercio de sus asesinatos como actos de autodefensa pero, de todos modos, se ocultaba en ellos algo más que el típico sadismo. Había una cuestión que atormentaba al viejo por encima de todas las demás: ¿Y si Hunter se había puesto en camino hacia la Tulskaya sólo para saciar esa sed de sangre?

Los desgraciados que habían quedado atrapados en la estación no debían de haber descubierto ningún remedio contra la misteriosa fiebre. ¡Pero eso no significaba que ese remedio no existiera! Allí, en el subsuelo, había lugares donde el pensamiento científico florecía de nuevo, donde se investigaba y se desarrollaban nuevos medicamentos, se preparaban sueros. Por ejemplo, en la Polis, el corazón del metro, donde convergían cuatro arterias. La Polis era lo más parecido a una ciudad que aún pudiera encontrarse. Se extendía por el laberinto de pasillos que unía las estaciones Arbatskaya, Borovitskaya, Alexandrovsky Sad y Biblioteka imeni Lenina, y era el lugar donde se había instalado un mayor número de médicos y científicos. También había que contar con el gigantesco búnker cercano a la Taganskaya
[18]
, la secreta Ciudad de la Ciencia fundada por la Hansa.

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