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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (9 page)

La linterna alumbraba sus repugnantes muecas tras el cristal verdoso y sucio de las ventanas, sus cuerpos encorvados, sus patas garrudas, que arañaban desde dentro el satánico acuario. Un centenar de pares de ojos empañados contemplaban en absoluto silencio a la pequeña cuadrilla, sin perderla de vista ni un solo momento. Las cabezas de las criaturas giraban todas a la vez. No querían perder de vista a los hombres. Seguramente, los pequeños abortos que se habían conservado sumergidos en formaldehido en la Cámara de Curiosidades
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de San Petersburgo habrían mirado del mismo modo a los visitantes del museo, si no se hubiera tenido el cuidado de coserles los párpados.

Aun cuando se le acercase la hora en la que tendría que pagar por su descreimiento, Homero no conseguía creer en Dios ni en el demonio. Aunque el fuego de la expiación hubiera existido, el viejo habría seguido en sus trece. Sísifo fue condenado a luchar contra la fuerza de la gravedad y Tántalo, sentenciado a sufrir el tormento de una sed inextinguible. Pero lo que aguardaba a Homero en la estación de su muerte era un arrugado uniforme de conductor de trenes, y ese convoy monstruoso y fantasmal, con sus repulsivos pasajeros semejantes a gárgolas medievales, mofa y escarnio de todos los dioses de la venganza. Y en cuanto el tren abandonara la estación, el túnel, como en algunas de las viejas leyendas del metro, se transformaría en una cinta de Móbius, en un dragón que se mordería la cola.

***

El interés de Hunter por la estación y por sus habitantes se había desvanecido. El grupo de viajeros recorrió en un instante el trecho que aún les quedaba. De repente, el brigadier aceleró el paso, y Ahmed y Homero tuvieron que apurarse para seguirlo.

El viejo sintió el deseo de volverse, y ponerse a gritar y pegar tiros para asustar a aquellos corrompidos engendros, y ahuyentar junto con ellos a sus propios y opresivos pensamientos. Pero, en cambio, siguió adelante, con pasitos cortos y la cabeza gacha, siempre atento a no pisar los restos podridos de ningún cadáver. Ahmed hizo lo mismo. Cuando, a la manera de un grupo de fugitivos, hubieron salido de la Nakhimovsky Prospekt, a ninguno de ellos se le ocurrió volverse.

El manchón de luz que brotaba de la linterna de Hunter iba de un lado para otro. Parecía que siguiera a un acróbata invisible por una siniestra carpa circense. Pero, en realidad, el brigadier había dejado de preocuparse por lo que iluminara.

Bajo la trémula luz, quedaron a la vista durante unas fracciones de segundo unos huesos recién roídos, y una calavera inequívocamente humana… y luego desaparecieron de nuevo en la penumbra. A su lado yacían, cual absurdas mondaduras, un casco de soldado y un chaleco antibalas.

Sobre el casco se leían unas letras de color blanco:
Sevastopolskaya

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HEBRAS ENTRECRUZADAS

¡Papá… papá! ¡Soy yo, Sasha!

La muchacha desató cuidadosamente la correa de debajo del hinchado mentón de su padre y le quitó el casco. Después lo agarró por los cabellos sudorosos, tiró de la goma, le quitó la máscara de gas y la arrojó bien lejos, como si fuese una de esas cabelleras que arrancaban los indios, un cuero cabelludo encogido, con el color grisáceo de la muerte.

El hombre respiraba pesadamente, arañaba las baldosas de granito y miraba a la muchacha con ojos húmedos, sin pestañear. No le respondió.

Sasha le recostó la cabeza sobre la mochila y corrió a la puerta. Apoyó con fuerza sus estrechos hombros contra el enorme batiente, respiró hondo y apretó las mandíbulas. La mole de hierro pesaba varias toneladas, pero cedió de mala gana, giró sobre sus goznes y se cerró entre chirridos. Sasha echó ruidosamente el cerrojo y se dejó caer al suelo. Necesitaba un minuto, tan sólo un minuto para recobrar el aliento… enseguida regresaría con él.

Cada una de las incursiones le restaba fuerzas a su padre. Un evidente despilfarro, a juzgar por la escasez de las ganancias. Sus expediciones le arrebataban, no sólo días, sino semanas, e incluso meses de vida. Pero la necesidad obligaba: si no tenían nada para vender, sólo les quedaría comerse la rata domesticada de Sasha, la última que seguía con vida en la inhóspita estación, y luego pegarse un tiro.

Sasha habría sustituido a su padre en la labor si éste se lo hubiera permitido. ¡En cuántas ocasiones le había pedido la máscara de gas para subir ella misma a la superficie! Pero él se mostraba siempre inflexible.

Debía de saber que ese pedazo de goma agujereada, con los filtros obstruidos desde hacía tiempo, servía de poco más que un talismán. Pero no lo reconocería delante de la muchacha. Le decía a su hija, aunque no fuera verdad, que sabía limpiar los filtros, y fingía limpiarlos cada vez que regresaba después de varias horas de incursión, y hacía como que se encontraba bien, y cuando no quería que la muchacha le viera vomitar sangre le decía que se marchara, con el pretexto de que quería estar solo.

Sasha no podía cambiar nada. Los otros les habían expulsado, a su padre y a ella, a aquel rincón desierto. Los habían dejado con vida. No por misericordia, sino por sádica curiosidad. Todo el mundo había pensado que no sobrevivirían más de una semana, pero la fuerza de voluntad y la resistencia de su padre los habían mantenido con vida a ambos durante varios años. Los otros los odiaban, los despreciaban, pero les llevaban comida de manera regular. No lo hacían a cambio de nada, por supuesto.

En los intervalos entre salida y salida, durante los escasos minutos en los que ambos podían sentarse junto a una pequeña hoguera que apenas si humeaba, su padre le hablaba de tiempos pretéritos. Hacía varios años que el hombre había visto que no tenía porvenir. Pero, aunque se viera despojado de su futuro, nadie le arrebataría su pasado.

—En otro tiempo, mis ojos tenían el mismo color que los tuyos. El color del cielo… —le decía a su hija.

Y Sasha creía recordar aquellos tiempos, los tiempos en los que el tumor de su padre aún no se había hinchado hasta transformarse en un tremendo bocio, y sus ojos aún no habían palidecido, sino que irradiaban luz como los de la joven.

Al decir «color del cielo», su padre se refería, por supuesto, al azur que perduraba en su recuerdo, no a las nubes de polvo bermejas cual rescoldos bajo las que se movía cada vez que salía a la superficie. Hacía más de diez años que no contemplaba la luz del día, y Sasha no la había visto jamás. Tan sólo había llegado a imaginársela en sueños, pero ¿cómo podía saber si su imaginación se correspondía con la realidad? ¿Qué les ocurre a los ciegos de nacimiento? ¿Sueñan en un mundo parecido al nuestro? ¿Acaso puede decirse que ven en sus sueños?

***

Los niños pequeños, al cerrar los ojos, piensan que el mundo entero ha quedado envuelto en la oscuridad. Creen que todos los que se encuentran a su alrededor se han quedado ciegos como ellos. «En los túneles, el hombre se ve igual de indefenso, es tan ingenuo como esos niños —pensó Homero—. Se imagina que tiene poder sobre la luz y la oscuridad, aunque lo único que haga sea encender y apagar la linterna. Y la oscuridad más impenetrable puede estar llena de ojos que miran». Desde el encuentro con los necrófagos, estos pensamientos no lo dejaban en paz. Pensar en otra cosa. Tenía que pensar en otra cosa.

Qué extraño que Hunter no hubiera sabido lo que encontraría en la Nakhimovsky Prospekt. Hacía dos meses, cuando el brigadier se había presentado en la Sevastopolskaya, ninguno de los centinelas había sido capaz de explicarse cómo era posible que un hombre de estatura tan imponente lograra pasar por todos los puestos de vigilancia del norte sin ser visto. Por fortuna, el Coronel no les había pedido explicaciones…

Pero ¿cómo había podido llegar hasta la Sevastopolskaya si no era por la Nakhimovsky Prospekt? Todos los demás caminos que daban a las estaciones centrales estaban cortados. ¿La abandonada Línea Kakhovskaya
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, en cuyos túneles, por motivos bien conocidos, no se había visto ni una sola criatura viva durante varios años? Imposible. ¿La Chertanovskaya? Vaya idea más ridícula. Ni siquiera un guerrero tan hábil e implacable como Hunter habría podido pasar por la estación maldita. Por lo demás, tampoco habría podido llegar hasta allí sin pasar antes por la Sevastopolskaya.

Así pues, el norte, el sur y el este quedaban excluidos. A Homero le quedaba una sola hipótesis: el misterioso visitante había entrado desde la superficie. Por supuesto, todas las entradas y salidas de las que se tenía noticia estaban cegadas y eran objeto de vigilancia constante, pero… tal vez hubiese logrado abrir uno de los conductos de ventilación. Los habitantes de la Sevastopolskaya no contaban con que arriba, entre las ruinas abrasadas de los edificios de hormigón, hubiera alguien con la inteligencia suficiente como para desactivar sus sistemas de alarma. El tablero de ajedrez formado por los edificios de apartamentos, destrozado por las esquirlas de las cabezas atómicas, llevaba mucho tiempo deshabitado y desierto. Los últimos ajedrecistas se habían rendido hacía mucho tiempo, y las criaturas deformes y pavorosas que se arrastraban por allí estaban jugando una nueva partida de acuerdo con sus propias reglas. Los seres humanos no podían plantearse siquiera una revancha.

Se emprendían breves expediciones en busca de materiales útiles que, al cabo de veinte años, aún se pudieran aprovechar. Presurosas, sí, e incluso vergonzantes incursiones de rapiña en lo que habían sido sus propios hogares. Era lo único que aún se podían permitir. Los Stalkers salían a la superficie protegidos por sus trajes aislantes para registrar por enésima vez los esqueletos de las khrushchovskas
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de su zona, pero ninguno de ellos osaba enfrentarse a sus actuales habitantes. Como mucho, les disparaban una ráfaga de ametralladora, se replegaban a los apartamentos que las ratas habían llenado de suciedad y, tan pronto como el peligro había terminado, regresaban a toda prisa al subsuelo.

Los antiguos planos de la urbe no guardaban ya ninguna semejanza con la realidad. En las carreteras que servían para entrar o salir de la ciudad, donde antaño se habían formado colas de automóviles de varios kilómetros de longitud, tan sólo había cráteres, o impenetrables matorrales de color negro. En vez de los antiguos barrios de viviendas, había marismas, o simplemente tierra abrasada y estéril. Solo los Stalkers más temerarios osaban alejarse a más de un kilómetro del agujero por el que habían salido, y la mayoría se daban por satisfechos con mucho menos.

Las estaciones que se encontraban más allá de la Nakhimovsky Prospekt —la Nagornaya, la Nagatinskaya y la Tulskaya— no tenían puertas abiertas al exterior, y los seres humanos que habitaban en dos de ellas no se habrían atrevido a subir. ¿Cómo era posible que un hombre vivo atravesara aquel erial? Para Homero, se trataba de un absoluto enigma. Pero, con todo, la idea de que Hunter había entrado desde la superficie cobraba fuerza en su mente.

Porque sólo se le ocurría otro camino por el que pudiera haber llegado su brigadier. Esa otra posibilidad repugnaba al viejo ateo que se esforzaba por tomar aliento y por seguir a la oscura silueta que lo precedía, y que avanzaba como si sus pies no hubiesen tocado el suelo.

De abajo…

***

—Tengo un mal presentimiento —dijo Ahmed, titubeante y en voz baja, pero al alcance de los oídos de Homero—. No es un buen momento para venir aquí. Créeme. He pasado muchas veces por aquí con las caravanas. En la Nagornaya se cuece algo…

Las cuadrillas de bandoleros, después de sus asaltos, trataban de alejarse tanto como podían de la Línea de Circunvalación. Pero no osaban acercarse a las caravanas de la Sevastopolskaya. Tan pronto como el rítmico estruendo de botas claveteadas anunciaba la presencia de su infantería, ponían pies en polvorosa.

No, el motivo por el que las caravanas llevaban siempre una fuerte escolta no eran las cuadrillas de bandoleros, ni los necrófagos de la Nakhimovsky Prospekt. La severísima educación que padecían los habitantes de la Sevastopolskaya, su absoluta temeridad, su capacidad de unirse en meros segundos en un puño de acero y aniquilar cualquier peligro con una tormenta de plomo, habrían bastado para transformar a los convoyes de la Sevastopolskaya en señores indiscutidos del trecho que los unía con la Serpukhovskaya… si no se hubiera interpuesto en su camino la Nagornaya.

Los terrores de la Nakhimovsky habían quedado atrás, pero ni Homero ni Ahmed sentían el más mínimo alivio. La poco vistosa, e incluso insignificante, Nagornaya había sido la estación final de muchos viajeros que habían entrado en ella sin tomar las precauciones necesarias. Los pobres diablos que iban a parar por casualidad a la vecina Nagatinskaya se alejaban tanto como podían de las hambrientas fauces del túnel meridional que conducía a la Nagornaya. Como si eso les hubiera protegido de algo. Como si las criaturas que salían arrastrándose del túnel en busca de su botín hubieran sido demasiado perezosas para arrastrarse un poco más allá en busca de una víctima a su gusto…

Todo el mundo que entraba en la Nagornaya tenía que fiarse de su suerte, porque era una estación imprevisible. A veces cabía la posibilidad de atravesarla en silencio, mientras los viajeros, horrorizados, contemplaban las manchas de sangre en las paredes, y alguna columna llena de arañazos que hacía pensar que alguien, en un último momento de desesperación, había tratado de subir por ella. Pero, minutos más tarde, la misma estación podía depararle a otra cuadrilla un recibimiento tal que la supervivencia de la mitad del grupo se consideraría una victoria.

Era insaciable. No sentía predilección por nadie. No se dejaba explorar. Para los habitantes de las estaciones vecinas, la Nagornaya encarnaba la arbitrariedad del destino. Era el obstáculo más difícil para quienes recorrían el camino desde la Línea de Circunvalación hasta la Sevastopolskaya, y viceversa.

—Han desaparecido tantos… no me creo que haya sido siempre la Nagornaya. —Ahmed, como muchos habitantes de la Sevastopolskaya, era supersticioso, y hablaba de la estación como si se tratara de un ser vivo.

Homero comprendía muy bien lo que Ahmed quería decir. El viejo también había pensado en varias ocasiones que no era posible que la Nagornaya hubiera engullido a tantas caravanas y a las subsiguientes expediciones de reconocimiento. Asintió, pero luego añadió:

—Y si ha sido ella, ojalá se atragante y se muera…

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