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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (27 page)

Sasha no podía ayudarle, pero tenía que verlo. Por lo menos para darle las gracias, aunque él no pudiera oírla. Pero los médicos no le permitían entrar en su habitación. Le decían que el herido, ante todo, necesitaba reposo.

Sasha no sabía bien cuáles eran los motivos por los que el calvo había matado a todos los hombres que iban en la dresina. Pero si los hubiera matado para salvarla a ella, la muchacha lo habría considerado justificación suficiente. Sasha trataba de creérselo, pero no lo conseguía. Debía de haber otra explicación: en vez de rogar, Hunter prefería matar.

En la Paveletskaya, sin embargo, todo había sido distinto: había seguido a Sasha y se había mostrado dispuesto a morir por ella. Así pues, la joven no se había equivocado. ¿Existiría de verdad un vínculo entre ambos?

En la Kolomenskaya, cuando Hunter la había llamado, Sasha había esperado una bala, y no una invitación a marcharse con ellos. Pero, al darse la vuelta, la muchacha había percibido una transformación en él, a pesar de que su terrorífico rostro mantenía su inalterable rigidez. Lo había visto en sus ojos: de repente, otro hombre la había mirado por sus inmóviles pupilas negras. Un hombre que sentía interés por ella.

Un hombre a quien le debía la vida.

¿Tenía que darle su anillo de plata, con el mismo significado con que su madre se lo había dado a su padre? ¿Y si el calvo no comprendía ese signo? Pero, si no, ¿cómo podría manifestarle su agradecimiento?

Regalarle un cuchillo en sustitución del que había perdido por ella ya era algo. Cuando, iluminada por aquel sencillo pensamiento, se había detenido ante la tienda del herrero y había pensado en cómo hacerle llegar el arma, cómo lo entendería él, qué le diría, se olvidó por completo de que estaba a punto de regalarle a un asesino un nuevo instrumento con el que rajaría gargantas y abriría estómagos.

No, en ese instante no veía en él a un bandido, sino a un héroe, no a un asesino, sino a un guerrero. Y, por encima de todo, a un hombre. Y le había venido a la cabeza un pensamiento confuso, más bien un presentimiento: como se le había roto el arma, no quería despertar. Quizá si volvía a tener un cuchillo entero… como un amuleto… y así, al fin, se lo había comprado.

Y en ese momento, Sasha, al lado de su cama, con el regalo oculto tras la espalda, albergaba la esperanza de que Hunter reaccionara, o de que, por lo menos, sintiese la cercanía del puñal. El calvo se agitaba una y otra vez, farfullaba, gimoteaba palabras aisladas, pero no despertaba. La oscuridad lo tenía preso.

Hasta aquel momento, Sasha no había dicho su nombre ni una sola vez, ni en voz alta, ni para sí misma. Pero entonces lo susurró, como para probar, y luego dijo en voz alta: «Hunter».

El calvo calló. Pareció que la escuchase, como si se hubiera hallado a una distancia inimaginable y la voz de la muchacha le hubiese llegado a los oídos como un eco a duras penas audible. Pero no le respondió. Sasha lo repitió una vez más, con más fuerza y más ahínco. No pensaba rendirse hasta que abriera los ojos. Quería ser su luz en el túnel.

En el pasillo se oyó un grito de sorpresa. Reconoció el sonido de unas botas. Sasha se agachó al instante y depositó el puñal sobre la mesilla, junto a la cabecera de la cama.

—Esto es para ti —dijo.

De repente, unos dedos de hierro le apretujaron la mano. Habrían podido romperle todos los huesecillos. Los ojos del herido estaban abiertos, pero tenían la mirada perdida.

—Gracias —murmuró.

La muchacha no hizo ningún intento por liberarse de su cepo.

—¿Qué haces ahí? —Un joven larguirucho, vestido con una bata blanca y manchada, le clavó una jeringa en el brazo a Hunter y éste, al instante, se relajó. Entonces, el enfermero agarró a Sasha y le susurró entre dientes—: ¿Es que no lo entiendes? Su estado… el médico ha prohibido…

—¡Eres tú el que no entiende nada! Necesita algo a lo que pueda aferrarse. Vuestras jeringas lo único que hacen es debilitarle todavía más las manos…

El enfermero iba a empujar a Sasha hasta la salida, pero ésta se le adelantó, se volvió y lo miró con los ojos llenos de cólera.

—¡Que no vuelva a verte por aquí! ¿Y qué es eso? —Había visto el cuchillo.

—Es… es suyo —balbuceó Sasha—. Se lo había traído. Si no fuera por él… esos animales me habrían hecho pedazos.

—¡Y a mí me hará pedazos el médico como se entere de esto! —exclamó el enfermero—. ¡Lárgate de aquí!

Sasha tuvo un instante de vacilación, se volvió de nuevo hacia Hunter, que dormía un sueño profundo, y terminó de decirle lo que le había querido decir:

—Gracias. Me has salvado.

Entonces, cuando salía de la habitación, se oyó una voz ronca:

—Yo sólo quería… matar al monstruo…

La puerta se cerró ante la cara de la muchacha, y la llave sonó en la cerradura.

***

No había empuñado el cuchillo para eso. Homero se dio cuenta enseguida, al oír cómo la muchacha decía el nombre del enfebrecido brigadier: con voz exigente, suave y quejumbrosa a un tiempo. En un primer momento había pensado en intervenir, pero luego se lo pensó y se contuvo. No había necesidad de proteger a nadie. Todo lo que podía hacer era retirarse lo antes posible para no molestar a Sasha.

Tal vez la muchacha tuviera razón. En la Nagornaya, Hunter había olvidado a sus compañeros, los había abandonado a las fauces del fantasmagórico cíclope. Pero en esa última lucha… ¿podía ser que la muchacha significara algo para el brigadier?

Homero anduvo sin prisas, meditabundo, hasta su habitación en el hospital. Un enfermero le salió al paso y tropezó con él, pero el viejo ni se enteró.

Había llegado el momento de entregarle a Sasha lo que le había comprado. Todo apuntaba a que no tardaría en necesitarlo.

Sacó un paquetito del cajón y se entretuvo jugueteando con él. Al cabo de unos minutos la muchacha irrumpió en la habitación, nerviosa, confundida y airada. Se sentó sobre su cama, recogió las piernas y se quedó mirando a un rincón. Homero aguardó a que la tempestad amainara, o pasara de largo. Sasha callaba, y empezó a morderse las uñas. Había llegado el momento de actuar.

—Tengo un regalo para ti. —El viejo se acercó a ella y dejó el paquete sobre la colcha, al lado de la muchacha.

—¿Por qué? —le espetó la joven, sin salir de su concha de caracol.

—¿Por qué se hacen los regalos normalmente?

—A cambio de algo bueno —le respondió Sasha con convicción—. A cambio de algo bueno que te han hecho, o que esperas que te hagan.

—Entonces diremos que este regalo es a cambio de algo bueno que me has dado. —Homero sonrió—. No te voy a pedir más.

—Yo no te he dado nada —replicó la joven.

—Pues entonces ¿cómo es que sales en mi libro? —Homero hizo una jocosa mueca de dignidad ofendida—. Ya te he puesto en él. Por lo tanto, tenemos que pasar cuentas. No me gusta estar en deuda. Bueno, venga, desenvuélvelo.

—A mí tampoco me gusta estar en deuda —dijo Sasha, y abrió el paquete—. ¿Qué es esto? ¡Oh!

Tenía en las manos como un estuche plano, de plástico rojo, con dos mitades plegables. En otro tiempo había sido una polvera, pero sus dos recipientes —para los polvos y para el carmín— llevaban mucho tiempo vacíos. En cambio, el espejito de debajo de la tapa se había conservado bien.

—Aquí me veo mejor que en un charco. —Sasha, con los ojos como platos, contempló su propia imagen en el espejo. Se veía rara—. ¿Para qué me lo has dado?

—A veces merece la pena poder verse —le dijo Homero, sonriendo satisfecho—. Entonces se comprenden muchas cosas sobre uno mismo.

—¿Qué tengo que comprender sobre mí misma? —Sasha le hablaba de nuevo con cierta prevención.

—Hay personas que en toda su vida no se han visto en un espejo, y por eso se confunden a sí mismas con otro. A veces, verse a uno mismo es difícil, y no tenemos a nadie que nos lo pueda explicar. Esas personas viven durante mucho tiempo en su error, hasta que un día, por casualidad, tropiezan con un espejo. Y sucede a menudo que, cuando contemplan su propia imagen, no pueden creer que se estén viendo a sí mismas.

—¿Y a quién estoy viendo yo?

—Eso dímelo tú. —El viejo cruzó ambos brazos ante el pecho.

—A mí misma. Bueno… a una muchacha. —Para asegurarse, se puso el espejo frente a una de sus mejillas, y luego frente a la otra.

—Una mujer joven—le corrigió Homero—. Y la verdad es que no muy arreglada.

La muchacha se volvió varias veces hacia uno y otro lado, y luego le lanzó una mirada a Homero como si hubiese querido preguntarle algo. Cambió de idea, aguardó unos instantes en silencio, hizo acopio de valor y al fin exclamó:

—¿Soy fea?

El viejo carraspeó. Tuvo que hacer esfuerzos para controlar las comisuras de sus labios.

—Eso me cuesta decirlo. Estás tan sucia que no te veo bien.

Sasha enarcó las cejas.

—¿Cuál es el problema? ¿Es que los hombres no se enteran de si una mujer es guapa o no? ¿Hay que enseñároslo y explicároslo todo?

—Eso parece. Y las mujeres lo hacen a menudo para engañarnos. —Homero no pudo evitar una carcajada—. Un poco de maquillaje puede hacer maravillas con un rostro de mujer. Pero en tu caso no se trata de mejorar el retrato, sino de desenterrarlo. Cuando una estatua antigua está enterrada y lo único que sobresale al aire libre es el talón, difícilmente podemos saber cómo es el resto. —Y luego añadió en tono conciliador—: Aunque muy probablemente sea hermosísimo.

—¿Qué significa «antigua»? —le preguntó Sasha con suspicacia.

—Vieja —Homero se divertía cada vez más.

—¡Yo sólo tengo diecisiete años!

—Eso lo veremos luego. Después de desenterrarte.

El viejo abrió el bloc de notas por la última página escrita y se puso a leer de nuevo sus anotaciones. Poco a poco, su rostro se ensombreció.

Si algún día los desenterraran… a la muchacha, a Homero, y a todos los demás… En otro tiempo lo había pensado a menudo: ¿Qué pasaría si miles de años más tarde los arqueólogos investigaban en las ruinas de la antigua Moscú, cuando ya se hubiera olvidado su nombre, y encontraban un acceso al laberinto subterráneo? Seguramente pensarían que habían descubierto una gigantesca fosa común. Difícilmente se creería nadie que en aquellas oscuras catacumbas habían vivido seres humanos. Llegarían a la conclusión de que aquella cultura tan avanzada había padecido una fuerte degradación durante las últimas etapas de su existencia: habían enterrado a sus líderes en una cripta con todo su ajuar, sus armas, sus servidores y sus concubinas.

Su bloc aún tenía más de ochenta páginas en blanco. ¿Bastaría para unir a los dos mundos? ¿El de la superficie y el que se hallaba en la red de metro?

—¿No me escuchas? —La muchacha le tiró del brazo.

—¿Qué? Disculpa, me había perdido en mis pensamientos. —Se secó la frente.

—¿Las estatuas antiguas son bonitas de verdad? O sea, quiero decir, ¿las personas de hoy en día encuentran bonito lo mismo que les parecía bonito a los de antes?

El viejo se encogió de hombros. —Sí.

—¿Y en el futuro lo seguirán encontrando bonito?

—Supongo que sí. Siempre que quede alguien para juzgarlo.

Sasha enmudeció y se puso a reflexionar. Homero no prosiguió con la conversación, sino que se encerró de nuevo en sus cavilaciones.

Finalmente, la joven le preguntó, estupefacta:

—¿Eso quiere decir que si no hay personas tampoco habrá ninguna belleza?

—Probablemente no —le respondió él, distraído—. Si no hay nadie que la vea… los animales no la distinguen…

—Pero si los animales se distinguen de las personas en que no saben diferenciar lo que es bonito y lo que es feo, ¿pueden existir las personas si no hay belleza?

El viejo meneó la cabeza.

—Sí, desde luego. Hay muchas que no la necesitan.

Entonces, la muchacha se sacó un extraño objeto del bolsillo: un sobrecito cuadrado, de plástico, con figuras impresas. Tímida y orgullosa a un tiempo, como si hubiera mostrado un gran tesoro, se lo ofreció a Homero.

—¿Qué es esto?

—Dímelo tú. —Una sonrisa astuta le afloró al rostro.

—Ah, sí. —Se acercó precavidamente el cuadrado de plástico a los ojos, leyó las letras y se lo devolvió a la muchacha—. Es un paquete de té. Con un dibujito.

—Un dibujo —le corrigió ella, y añadió—: Un dibujo hermoso. Si no llego a tenerlo, me habría… me habría transformado en un animal.

Homero la contempló. Se dio cuenta de que los ojos se le llenaban de lágrimas y que la respiración se le volvía más pesada. «¡Idiota sentimental!», se reprochó a sí mismo. Carraspeó y suspiró.

—¿No has subido nunca a la superficie? ¿A la ciudad? Aparte de esta única vez.

—¿Qué importa eso? —Sasha se guardó de nuevo el sobrecito—. ¿Me vas a decir que lo de arriba no es como el dibujo de este sobrecito? ¿Que no existen lugares como ése? Eso ya lo sé. Sé muy bien cómo es la ciudad. Las casas, el puente, el río. Todo vacío y desierto.

—En absoluto —le respondió Homero—. Yo nunca he visto una cosa tan bella. Lo que dices es como juzgar el metro entero por un único andén. ¿Cómo puedo describírtela? Edificios más altos que las rocas más encumbradas. Calles grandes en los que las gentes burbujeaban como en un río de montaña. Un cielo que no se apagaba nunca, nieblas refulgentes… una ciudad ambiciosa, de vida breve, igual que cada uno de sus millones de habitantes. Demencial, caótica. Marcada por el intento de unificar lo que no era unificable, construida sin ningún plan. No era eterna, porque la eternidad es fría y carece de movimiento. ¡Pero estaba tan viva…! —Cerró los puños, y luego meneó la cabeza—. Tú no puedes entenderlo. Habrías tenido que verla con tus propios ojos… —En aquel instante, estaba convencido de que Sasha tenía que salir a la superficie para que viese todo lo que acababa de describirle. No se le había ocurrido que la muchacha no podría ver jamás la ciudad tal cual había sido en otros tiempos, cuando estaba viva.

***

Homero habló con alguien y consiguió que la llevasen —bajo vigilancia, como para una ejecución— al otro lado de las fortificaciones de la Hansa y la guiaran por la otra estación hasta las antiguas áreas de mantenimiento donde se hallaban las instalaciones de baño.

Lo único que tenían en común las dos estaciones Paveletskaya era el nombre. Parecía como si dos hermanas se hubieran separado al nacer, y una de ellas hubiese crecido en el seno de una familia rica y la otra, por el contrario, en una miserable estación de tránsito, o incluso en el túnel. La estación radial estaba sucia y decadente pero, de todos modos, también era amena y espaciosa. La que pertenecía a la Línea de Circunvalación parecía tener el techo demasiado bajo y las esquinas demasiado angulosas, pero estaba bien iluminada y brillaba como los chorros del oro. Esto último podía deberse a su carácter impersonal, incluso repelente. En aquel momento no se veía a casi nadie. Al parecer, los que no trabajaban preferían el barullo de la estación radial al rigor y la seriedad de la Hansa.

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