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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (45 page)

La novela le había salido muy distinta de como se la había imaginado al principio. Había tenido aspiraciones demasiado altas. Por Dios bendito, ¿cómo quería poner en un solo libro a todos aquellos seres humanos? Ni siquiera las personas que en ese momento pasaban ante sus ojos habrían cabido en tan pocas páginas. Por otra parte, no podía ser que su novela se transformara en un sepulcro colectivo repleto de listas inacabables de nombres, sin que sus letras, como grabadas en bronce dijeran nada sobre el rostro y el carácter de los muertos.

¡No, eso habría sido inadmisible! Su memoria, siempre frágil, no podría recordar a tantas personas. El rostro picado de viruela del vendedor de golosinas y la cara pálida y afilada de la niña que le daba un cartucho. La sonrisa de su madre, resplandeciente como la de una Virgen María, y la lúbrica y lasciva de un soldado que pasaba por allí. Los profundos surcos que atravesaban los rostros de los viejos mendigos y las arrugas que la mujer de treinta años se le formaban en la cara al reírse… ¿Cuál de ellos sería un violento criminal? ¿Quién de ellos un tacaño? ¿Quién un ladrón, un traidor, un vividor, un profeta, un hombre justo? ¿A quién le daba todo igual? ¿Quién era el que aún no había decidido lo que iba a ser?

Homero no tenía ni idea de todo eso. No sabía, de hecho, en qué pensaba el vendedor de golosinas cuando miraba a la muchachita. Ni lo que significaba la sonrisa que había aflorado al rostro de la madre cuando había visto al soldado. Ni cuál habría sido el oficio de aquel otro pobre hombre antes de que las piernas se negaran a sostenerlo. Homero no tenía el poder de decidir quién de ellos merecía la eternidad, y quién no.

¡Seis mil millones de seres humanos habían muerto! ¡Seis mil millones! ¿Acaso era casualidad que se hubieran salvado unos pocos miles?

El conductor de trenes Serov, cuyo puesto habría tenido que pasar a manos de Nikolay, había contemplado siempre la vida como un partido de fútbol. «La humanidad ha perdido —solía decirle a Nikolay—, pero nosotros dos seguimos aquí. ¿Y sabes por qué? ¡Porque el curso de nuestra vida aún no está decidido! El árbitro nos ha concedido una prórroga. Antes de que el silbato anuncie el final, tendremos que descubrir por qué estamos aquí, arreglar los últimos asuntos, ponerlo todo en orden, y entonces nos entregarán el pasaporte final y volaremos hacia la puerta resplandeciente…» Su amigo Serov había sido un místico. Y un entusiasta del fútbol. Homero no le preguntó nunca si había llegado a tirar a puerta. Pero Serov había llegado a convencerlo de que él mismo, Nikolay Ivanovich Nikolayev, aún tenía pendiente su cuenta personal. Y también había sido Serov quien le había hecho cobrar conciencia de que en el metro no había nadie por casualidad.

¡Pero era imposible escribir sobre todos ellos! ¿Merecía la pena el intento?

En ese momento, Homero descubrió, entre millares de rostros, el que menos habría esperado contemplar.

***

Leonid arrojó la chaqueta a un lado, se quitó el jersey por la cabeza y después la camiseta, que aún conservaba bastante bien su color blanco. Esta última ondeó en el aire cual bandera y empezó a moverse de un lado a otro sin prestar atención a las balas que silbaban a su alrededor. Y sucedió algo raro: la locomotora dio marcha atrás y, contra toda esperanza, no hubo nadie que abriera fuego desde la fortificación que se erguía ante ellos.

Leonid tiró del freno y la dresina se detuvo, chirriando, antes de tocar los dientes de dragón.

—¡Mi padre me mataría! —dijo el joven.

—¿Qué haces? ¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Sasha, todavía sin aliento. Aún no comprendía cómo habían logrado salir ilesos de la persecución.

—¡Nos rendiremos! —le respondió él entre risas—. Estamos en el acceso a Biblioteka imeni Lenina. Eso de ahí es el puesto fronterizo de la Polis. Acabamos de entrar en la categoría de prófugos.

Varios centinelas vinieron corriendo y les ordenaron que bajasen de la dresina. Entonces, al abrir el pasaporte de Leonid, intercambiaron miradas, volvieron a guardarse las esposas en el bolsillo y los llevaron a ambos a la estación. Una vez allí los metieron en un cuarto de guardia. Los soldados susurraban entre ellos y les dirigían miradas de temor. Luego salieron para informar a los dirigentes de la estación.

Leonid, con aires de importancia, se había puesto cómodo en un sillón de tela raída. Pero, cuando los soldados se hubieron marchado, se levantó, echó una ojeada por el hueco de la puerta y le hizo un gesto a Sasha para que se le acercara.

—Los de aquí son aún más chapuceros que los de la Línea Roja —dijo resoplando—. No nos vigila nadie.

Salieron del cuarto de guardia sin hacer ruido y se marcharon por el corredor, primero dubitativos, luego con pasos acelerados, y finalmente echaron a correr entre la muchedumbre, agarrándose de la mano para no separarse. Al poco tiempo oyeron a sus espaldas un silbato, pero la estación era gigantesca y no les fue difícil escabullirse. Debían de deambular por ella diez veces más personas que en la Paveletskaya. ¡Sasha no había visto nunca una concentración humana como ésa, ni siquiera en la visión que había tenido en la superficie!

Y el espacio estaba iluminado, casi tanto como allí arriba. Sasha se cubría los ojos con la mano y miraba entre dos dedos.

Adondequiera que mirase descubría maravillas —rostros, piedras, columnas—, y si no la hubiera acompañado Leonid, si no se hubieran sujetado de su mano, la muchacha habría dado un traspié tras otro y no habría podido seguir. Se prometió a sí misma que algún día volvería allí. Algún día…

—¿Sasha?

Se volvió, y descubrió a Homero, que tenía los ojos clavados en ella con una mezcla de angustia, furia y asombro. Se sonrió. ¡Sí, había echado de menos al viejo!

—¿Qué haces aquí? —No habría podido hacerles una pregunta más estúpida a los dos jóvenes fugitivos.

—¡Queremos llegar a la Dobryninskaya! —le respondió él, sin resuello. Habían aminorado la marcha para que el viejo pudiera seguirles.

—¡Pero eso es una locura! No puedes… ¡Te lo prohíbo!

Pero ninguno de los argumentos que el jadeante Homero lograba articular los convenció.

***

Llegaron al puesto de guardia de la entrada de la Borovitskaya y descubrieron que los centinelas de la frontera aún no estaban al corriente de la fuga de los dos jóvenes.

—He venido por orden de Melnik. Por favor, déjeme pasar —le espetó Homero al oficial que estaba al cargo. Este iba a abrir la boca, pero no encontró palabras, le hizo un saludo militar al viejo y les dejó pasar.

Cuando el puesto de guardia quedó atrás, en la oscuridad, Leonid preguntó en tono cortés:

—Acaba usted de mentir, ¿verdad?

—Sí, ¿y qué? —masculló Homero.

—Lo más importante es hablar con convicción —le dijo Leonid, como reconociéndole su habilidad—. Si se consigue eso, sólo los profesionales detectan la mentira.

—¡No me des la lata con lo mucho que sabes! —Homero arrugó la frente y encendió y apagó varias veces la linterna. Su luz se estaba debilitando—. ¡Iremos hasta la Serpukhovskaya, pero no permitiré que sigáis más allá!

—Tú no sabes lo más importante —le dijo Sasha—. ¡Existe un remedio!

—¿Qué? —Homero se detuvo, no pudo evitar toser, y contempló a Sasha casi asustado—. ¿De verdad?

—¡Sí! ¡La radiación!

—La radiactividad neutraliza las bacterias —añadió Leonid.

—Pero los microbios y los virus resisten la radiactividad cien, no, mil veces mejor que los seres humanos. Y las defensas del cuerpo bajan todavía más. —Homero perdió todo control y le gritó a Leonid—: ¿Qué le has contado ahora? ¿Por qué te la llevas allí? ¡No tienes ni idea de lo que va a ocurrir! ¡Nadie, ni yo ni vosotros, puede impedirlo ya! ¡Llévatela y escóndela en un lugar seguro! Y tú… —Se volvió hacia Sasha—. ¡Pero cómo has podido creerte lo que te diga… este profesional de la mentira! —Escupió las últimas palabras con todo su desprecio.

—No temas por mí —le dijo la muchacha con voz amable—. Sé que puedo detener a Hunter. Tiene dos caras… y yo conozco las dos. Una de ellas quiere ver sangre y la otra, salvar a la humanidad.

Homero levantó ambos brazos.

—Pero ¿con qué me vienes ahora? Esa otra cara ya no existe. Lo único que ha quedado es un monstruo con forma humana. Hace un año…

El viejo le contó brevemente la conversación entre Melnik y Hunter, pero Sasha no se dejó convencer. Cuanto más escuchaba a Homero, más se convencía de que era ella quien tenía razón. Buscó las palabras para explicárselo.

—Es así: el asesino que lleva dentro engaña al otro. Lo convence de que no tiene ninguna otra elección. A uno lo consume el hambre y al otro, el dolor… por eso Hunter quiere llegar como sea a la Tulskaya: ¡Porque sus dos mitades lo arrastran hacia allí! Y yo tengo que separarlas. Tan pronto como tenga la posibilidad de salvar sin necesidad de matar…

—¡Dios mío! ¡Pero si no te escuchará! ¿Qué te arrastra a ti?

—Tu libro. —Sasha le sonrió—. Yo sé que aún podemos cambiar lo que cuentas en él. El final todavía no está escrito.

—¿Te has vuelto loca? Vaya estupideces —murmuró el desesperado Homero—. ¿Por qué te lo conté todo? —Agarró del brazo a Leonid—. Joven, por lo menos usted… se lo ruego, sé que usted no es mala persona y que no le ha mentido con malos propósitos. Llévesela. Eso es lo que quería usted, ¿verdad? Los dos son jóvenes y hermosos. ¡Tienen que vivir! La muchacha no puede ir allí, ¿lo entiende? Y usted tampoco. Allí… allí habrá una horrible carnicería. Y no se crea que con sus mentirijillas podrá impedirlo…

—No era una mentirijilla —le respondió educadamente el músico—. ¿Le bastará con mi palabra de honor?

Homero hizo un gesto como para dejarlo correr.

—Está bien. Quiero creerle. Pero Hunter… ¿Ha estado usted con él, aunque fuera por poco tiempo?

Leonid carraspeó.

—He oído hablar de él muy a menudo.

—¿Cómo pretende usted detenerlo? ¿Con la flauta ésa? ¿O acaso piensa que escuchará a Sasha? Hay algo que lo domina… y ese algo es incapaz de escuchar nada.

Leonid acercó su rostro al de Homero y le dijo:

—En realidad estoy totalmente de acuerdo con usted. Pero Sasha me lo ha pedido. Y yo, como caballero… —le guiñó el ojo a Sasha.

—Pero ¿es que no lo entendéis? ¡Esto no es ningún juego! —Homero miró suplicante, primero a la muchacha, y después a Leonid.

—Lo sé —le contestó Sasha con resolución.

Yel músico tranquilamente y desde el fondo de su alma, añadió:

—Todo es un juego.

***

Si Leonid era en verdad hijo de Moskvin, cabía perfectamente la posibilidad de que estuviera informado sobre una epidemia de la que Hunter no hubiera oído hablar. O tal vez el brigadier fingiera que nunca había oído hablar de ella. Homero consideraba a Leonid un fantasmón, pero, ¿y si era verdad que la fiebre se podía combatir con radiaciones? Contra su propia voluntad, contra el sentido común, el viejo buscaba argumentos en favor de esa teoría. ¿No era eso mismo lo que él había deseado durante los últimos días? ¿Y si la tos, la sangre en la boca y el malestar no habían sido otra cosa que síntomas provocados por la radiactividad? La dosis que había recibido al pasar por la Línea Kakhovskaya debía de haber sido suficiente para acabar con la infección.

¡Con qué facilidad se dejaba convencer!

Ysi todo eso era cierto, ¿qué consecuencias tendría para la Tulskaya? ¿Y para Hunter? Sasha abrigaba la esperanza de poder disuadirlo. Y ciertamente parecía que la muchacha ejerciese un poder inexplicable sobre el brigadier. Pero dentro de éste luchaban dos antagonistas: a uno de ellos, la cadena con la que Sasha quería sujetarle le parecería suave como la seda, pero al otro lo quemaría como un hierro candente. ¿Cuál de los dos estaría al mando en el momento decisivo?

Esta vez la Polyanka no les había preparado ninguna visión. Ni para él, ni para Sasha, ni tampoco para Leonid. La estación les pareció vacía, como muerta. ¿Era un buen o un mal augurio? Podía ser que, la otra vez, el pozo de ventilación por el que entraba aire en el túnel, y que permitía saber cuándo soplaban fuertes vientos en la superficie, hubiera vertido sobre ellos emanaciones alucinógenas. Pero también era posible que Homero hubiera cometido una falta grave, y que la Polyanka no pudiese predecirle el futuro simplemente porque ya no tenía futuro.

—¿Qué significa «esmeralda»? —preguntó Sasha de repente.

—Una esmeralda es una piedra preciosa de color verde —le respondió distraídamente Homero—. A veces, simplemente, se utiliza con el mismo significado que «verde».

—Qué raro —dijo la muchacha, pensativa—. Eso significa que sí existe…

—¿De qué estás hablando? —intervino Leonid.

—Bueno, es que… ¿sabes? —miró al músico—. Quiero ir en busca de tu ciudad. Y algún día voy a encontrarla.

Homero negó con la cabeza, y no contribuyó con ello a calmar los remordimientos de Leonid.

Sasha estuvo todo el tiempo inmersa en sus pensamientos. Una y otra vez murmuraba para sí, y en algún momento exhaló un profundo suspiro. Luego miró inquisitivamente a Homero:

—¿Has escrito todo lo que me ha ocurrido?

—Sí… estoy en ello.

La joven asintió con la cabeza.

—Bien.

En la Serpukhovskaya se estaba preparando algo. El número de guardias de la Hansa se había duplicado, y los hoscos y lacónicos soldados que vigilaban la entrada se negaron terminantemente a dejar pasar a Homero y a los otros dos. Ni los abundantes cartuchos del músico ni toda la documentación de éste lograron convencerlos. Al fin, Homero tuvo la idea que los salvó: exigió que lo pusieran en contacto con Andrey Andreyevich.

Al cabo de una media hora larga llegó un somnoliento operador de comunicaciones. Arrastraba tras de sí un grueso cable. Homero habló al aparato en tonos amenazantes. Dijo que eran la vanguardia de una cohorte de la Orden. Esta media verdad fue suficiente para que los dejaran entrar en el acto a la estación.

La atmósfera que reinaba en la plataforma central del andén era asfixiante, como si alguien le hubiera extraído todo el aire. Aunque fueran las horas nocturnas, todo el mundo estaba en pie. Al fin, llegaron a la antesala del despacho del máximo dirigente de la Dobryninskaya.

Éste apareció en el umbral de su despacho, sucio y empapado de sudor, con bolsas en los ojos y hedor de alcohol en el aliento. El ordenanza no estaba. Andrey Andreyevich miró nerviosamente alrededor, y en cuanto se hubo asegurado de que Hunter no estaba allí, dijo:

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