Read Mil días en la Toscana Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (30 page)

No sé si serán las secuelas de los encontronazos con Misha o que todavía no ha superado la emoción por la enfermedad de Floriana o alguna otra calamidad, real o imaginaria, lo que hace que su rostro se vuelva a cubrir de sombras. Sin embargo, allí están, royendo los huecos que rodean los ojos del duque, cuando, la misma tarde de la partida de Misha, nos sentamos en el azul afelpado de un sofá en la salita de Florì. Estamos esperando para llevarla de compras a Città della Pieve.

—Hay un lugar que me gustaría enseñaros —dice.

—¿Qué clase de lugar?

—Un lugar. Una casa o, mejor dicho, lo que queda de que en otros tiempos fue una
casa colonica
, una casa de campo —dice.

—¿Queda cerca?

—No queda demasiado lejos. ¿Os acordáis de aquel recodo del Tíber, unos kilómetros antes del desvío que sube a Todi, donde recogimos las piedras para el hornillo? Queda cerca de allí, al otro lado de la carretera; hay que internarse en el bosque unos quinientos metros —dice.

—¿Y quieres que vayamos a verla? Quiero decir, ¿vamos a ir a ver a alguien?

—No, no vamos a ver a nadie. No me hagáis preguntas, por favor. Solo quiero que Floriana y tú y Fernando vengáis mañana conmigo. A ver si lo podéis combinar con ella —dice y hace un gesto con la cabeza hacia la habitación contigua, donde Floriana está murmurando algo sobre el paradero de un guante—. Organizadlo para mañana o para el sábado. Podemos ir a comer a Luciano y después deteenernos a ver este sitio unos minutos. Ya sé que soy misterioso, pero es que quiero hablaros de algo y no puedo hacerlo hasta que veáis la casa. ¿Me haréis este favor?

—Claro que sí, o al menos lo intentaré —le digo.

Sin embargo, Florì no quiere participar en aquella
gitarella
, excursioncita: dice que aborrece aquella carretera, tanto por lo sinuosa y lo retorcida que es como porque le trae recuerdos de sus idas al hospital de Perugia todas las semanas durante los últimos cuatro meses. Ahora que ya ha pasado todo aquel horror, dice que no le importa no volver a ver aquella carretera nunca más. Prefiere quedarse en casa y prepararnos algo de cenar, para tenerlo todo listo cuando regresemos.

—Mañana será un día perfecto para preparar un guiso de gallina —anuncia mientras baja las escaleras con paso firme para dirigirse a la carnicería.

Barlozzo acepta con gentileza la negativa de Florì y dice que, de todos modos, probablemente sea mejor que vayamos los tres solos y nos llama «la delantera». Está encantado de tenernos tan perplejos.

Son poco más de las cuatro cuando nos apeamos del camión en medio de una luz azulada. Subimos detrás del duque por un sendero de tierra cubierto de pisadas de cabras y ovejas, mientras el viento de febrero gime como un alma en pena y aúlla como miles de lobos; de vez en cuando lo interrumpe con brío el chillido de un ave solitaria. Aunque no se puede decir que el sendero sea escarpado, me deja sin aire caminar contra el viento. Barlozzo se detiene al avistar una ruina. Alta y estrecha como una torre, está toda llena de chimeneas, cuya parte superior se eleva por encima del techo plano formando almenas. La hierba crece a bastante altura y se introduce por las largas ventanas sin cristales y el pasado se aferra con fuerza a las piedras. Nos acercamos, deambulamos por el interior y en derredor, subimos unas escaleras, bajamos por otras. Es un lugar enorme y cuento siete chimeneas, tal vez diez habitaciones. Hay dos cobertizos pequeños y una cabaña para hacer vino, que hasta contiene una prensa podrida y una hilera de damajuanas de color verde oscuro; vestidas con chaquetas de paja.

—No hay mucho terreno, salvo las pocas hectáreas de viñas aletargadas en lo alto de la colina, pero es más que suficiente para un huerto y una buena parcela para flores y plantas aromáticas —dice Barlozzo, como si estuviera tratando de vendérnoslo—. En aquel cobertizo de allá —señala el más alejado—, hay un comedor de verano con una estufa de leña que podría reconvertir en un horno. Me lo he estudiado bien.

Ahora estoy segura de que quiere que nosotros lo compremos.

—Pero ¿a quién pertenece esta casa? —le pregunta Fernando.

—Esta casa no ha sido de nadie desde después de la última guerra, pero cabe la posibilidad de que sea mía y de Florì, si ella quiere, y vuestra, si os apetece. Todavía no estoy seguro de poder comprarla, pero lo estoy negociando con el propietario, un romano que ni siquiera ha venido por aquí para echar un vistazo desde que se la dejó un tío o un tío abuelo suyo el año pasado. Sus familiares se van muriendo y él sigue heredando sus propiedades y esta es una de las pocas de su creciente territorio de las que parece dispuesto a desprenderse —dice.

—¿Y cómo es que te quieres ir tan lejos de San Casciano? —le pregunto.

—No es que me quiera ir lejos de allí, sino que pienso que me gustaría estar aquí, al menos una parte del tiempo. Todavía no hemos superado las etapas preliminares de unas negociaciones que podrían llegar a durar años —dice.

—¿Años? —preguntamos Fernando y yo al unísono.

—¿Qué pasa? ¿Acaso dudáis de mi inmortalidad? Digo que aprovechemos esto mientras podamos y, cuando ya no estemos, que se lo queden las ovejas del todopoderoso. No es mi intención convertir esto en el «domicilio principal» de nadie, como dicen los abogados. Podría ser el lugar al que uno de nosotros o todos vengamos para estar solos o acompañados. Aunque estemos aquí todos juntos al mismo tiempo, no faltará intimidad. Como los árboles para Fernando, esta casa es un símbolo. Pase lo que pase, aquí estará —dice.

Enciende dos cigarrillos al mismo tiempo y le pasa uno a Fernando.

—¿Y para qué querrías tú emprender un proyecto semejante? —pregunto.

—¡Qué raro que tú preguntes eso! Además, no lo considero un «proyecto». Pensaba poner tejas en el techo, arreglar los suelos y cambiar la instalación de agua. Ni se me ocurriría pensar en un sistema de calefacción, con todas las chimeneas que tiene. Estoy buscando algo así desde que murió mi padre, hace más de cuarenta años. Él me dejó pequeña suma que todavía no he tocado y creo que es hora de que lo haga.
Parva domus magna pax
; en una casa pobre, hay mucha paz y Jesús sabe que esta casa es bastante pobre —dice.

Se queda allí de pie, fumando y esperando a que digamos algo, pero nos hemos quedado demasiado anonadados y solo conseguimos reír incómodos y manifestar nuestra incredulidad.

—Pero me tienes que prometer una cosa, Chou. Tendremos que restringir la cantidad de tela y debo pedirte que respetes los límites que establezcamos los demás. No voy a permitir que esto se convierta en un salón barroco. Nada de borlas ni de flecos,
neanche un putto
, ni siquiera un angelito.

Todavía no hemos dicho gran cosa, pero él sigue hablando.

—Lo que quiero hacer aquí es construir un hogar; un segundo hogar, si queréis; un hogar alternativo, si es necesario, donde todos podamos pasar algún tiempo juntos, tanto o tan poco como deseemos. Mis motivos son puramente egoístas. Mi casa de San Casciano es más una guarida que una casa y nunca llegará a ser otra cosa. El piso de Floriana es precioso, pero queda justo en el medio del pueblo y, sobre todo desde que ha estado enferma, creo que a menudo siente que está demasiado a la vista; por ejemplo, no puede salir a pasear sin que se forme un séquito de invasores bienintencionados. Por último, no me agrada demasiado que el único lugar al que llamáis «hogar» pertenezca a los Lucci. Este sentimiento nace de un rencor muy antiguo, que nada ni nadie puede mitigar. Sé muy bien que estáis en vuestra fase vagabunda y que dentro de un año podríais estar viviendo en Elba, en Sicilia o en algún lugar del sur de Francia, pero, estéis donde estéis, Floriana y yo y este lugar podemos seguir estando aquí, esperándoos. Además, no tenéis que aceptar nada, salvo, llegado el momento, coger un juego de llaves e instalaros. No me opondría a que me ayudarais con las obras, pero todos los gastos, así como también el mantenimiento de la casa, son cosa mía —dice.

Se ha puesto a recoger ramitas y a apiladas.

—Vamos a probar la chimenea pequeña. Hace demasiado frío para quedarnos fuera más tiempo. Tengo algunos troncos en el camión y un par de botellas.

Fernando y él van a buscar la leña y el vino, mientras yo doy vueltas por la casa. Cuando regresan, Fernando empieza a preparar el fuego y el duque abre la botella, sirve el vino en vasos de papel y nos pasa uno a cada uno. Él y yo nos sentamos en un sofá que está cubierto por una manta; con cautela le doy unos golpecitos para acomodarla, pero no la levanto por miedo a ver lo que habrá viviendo debajo.

—¿Por qué dejaste que otro se casase con Floriana? —le pregunto, sin dejar de mirar la manta que estoy arreglando.

Fernando, que está inclinado sobre el fuego, se vuelve hacia mí y clava en mis ojos los suyos de color arándano, pero yo sigo hablando.

—Hace mucho tiempo, Floriana y tú estabais enamorados, ¿no es cierto? Aún lo estáis. ¿Qué te pasó? ¿Por qué no te casaste con ella?

—Ya os he dicho que la respuesta es muy larga —dice—. Es una historia que comenzó años antes que la de Floriana y la mía y que casi todo el mundo en el pueblo conoce, salvo vosotros dos, aunque nadie la sabe porque yo se la haya contado, pero a vosotros quiero contárosla. He tenido intenciones de hacerlo desde mucho antes de que empezarais a pedírmelo y ha llegado el momento.

Las llamas saltan y lamen los viejos muros ennegrecidos del hogar y amarillean la luz que nos rodea. El duque se levanta del sofá y cede el lugar a Fernando. Va a sentarse sobre una pila de andrajos que en otros tiempos fueron cojines y, encorvado junto a la sombra espectral del fuego, empieza a hablar.

—Ya sabéis bastante sobre mi madre, aunque no recuerdo si os he dicho su nombre. Se llamaba Nina y mi padre se llamaba Patsi, Patrizio. Como no tengo práctica en contar en voz alta estos hechos en particular, no sé muy bien por dónde empezar, pero creo que esta parte de la historia comenzó cuando Nina le habló a Patsi del soldado. Sí, seguro que empezó cuando ella le habló del soldado. No podía seguir ocultándoselo más tiempo y, como si no pudiera hacer otra cosa, Patsi la mató: le pegó un tiro mientras dormía. Cavó una sepultura a unos cuantos metros de la casa, la casa en la que vivís ahora, y la enterró, disimulando con astucia lo que había hecho. Estaba comenzando la primavera y me había enviado a casa de mi tío abuelo a pasar un día y una noche, con la excusa de ayudarlo a sembrar tomates, pimientos y judías. Cuando regresé a casa, me dijo que Nina se había marchado, que había metido algunas de sus cosas en una bolsa y había cogido el tren hacia Roma, para buscar trabajo. Dijo que tendríamos noticias suyas cuando ella hubiese tenido tiempo de reflexionar, pero, evidentemente, nunca recibimos ninguna noticia. Entonces yo tenía dieciséis años y, tres años después, cuando se estaba muriendo, me contó la verdad.

»Me dijo: "Una persona puede morirse de vergüenza y ella, hijo mío, se venía muriendo de eso, de una forma u otra, todo el tiempo que la conocí. Era la
fidanzata
, la novia, de mi hermano. Él la quería o por lo menos la quiso durante un tiempo, hasta que conoció a otra chica y, aunque pensaba que quería más a la otra, no estaba dispuesto a deshacerse de Nina. Mi hermano finalmente decidió con cuál quería quedarse cuando Nina le dijo que estaba embarazada. Nina perdió. Yo había estado observando todo aquello, previéndolo casi, como un
cavaliere
con la lanza en ristre. Yo la amaba desde que ella tenía diez años, desde la primera vez que la vi en la iglesia. Recuerdo que el la llevaba una boina blanca, tan encasquetada sobre la frente que lo único que le podía ver eran aquellos ojos, unos ojos negros infinitos, iguales a los tuyos, pero yo era un hombretón de catorce años, demasiado mayor para pensar en chiquillas como ella. Cuando todos crecimos un poquito, ella y mi hermano se enamoraron y, bien, ya te puedes imaginar lo que pasó. ¿Comprendes que sus problemas comenzaron mucho antes de que se metiera en la cama con aquel hombre, con aquel
tedesco
? Ya que no podía tener a mi hermano, me eligió a mí. Yo era la
seconda scelta
, la segunda alternativa, y fueron muy pocos los días en los que no lo percibí intensamente. Fue una buena esposa, consciente de sus deberes, correcta, a menudo hasta cariñosa, pero su corazón roto seguía derramando viejos sueños y se pasaba la mayor parte del tiempo recogiendo los trocitos, que ponía cada vez en un orden distinto, porque nunca sabía muy bien qué hacer con ellos; por eso, cuando me contó lo que había ocurrido durante mi ausencia, no me llevé el tipo de sorpresa que podría sentir un hombre si él y su mujer habían estado locos el uno por el otro o siquiera razonablemente satisfechos. Ella siempre me había estado traicionando. ¿Acaso la traición emocional es menos real que la carnal? Por lo que a mí respecta, aquella otra traición no me resultaba del todo inesperada, pero fue más de lo que pude soportar. Estaba cansado de perdonarle que no me quisiera, cansado de amarla con todas mis fuerzas y de sobrevivir solo con sus detalles misericordiosos. Ni siquiera tú eras mío. Hasta tú eras de otro. Yo había aceptado ocupar el lugar de mi hermano cuando él se marchó, pero aquel trato no incluía que tuviera que aguantar a otro hombre más".

Barlozzo había contado todo aquello con una voz que no era la suya: con una voz más vieja, más débil, y tal vez de la forma en que lo habría dicho su padre. Entonces regresa su propia voz.

—Lo que Patsi cometió se conocía, en aquella época, como
un delitto d'onore
, un delito de honor. Cuando a un hombre le hacían daño, le ponían los cuernos, era social y moralmente aceptable que se defendiera. Era una consecuencia natural del duelo, supongo. El Estado lo aprobaba en silencio, mientras que la Santa Madre Iglesia sacudía la cabeza y miraba hacia otro lado. Así fueron las cosas en toda Italia hasta la década de 1950 y hasta mucho después en algunas partes del sur, donde todavía sigue en vigor la ley del silencio. Claro que en el pueblo sabían lo que había ocurrido: sabían lo que había hecho Nina y lo que había hecho Patsi. Desde luego, nadie ha hablado conmigo de esta cuestión ni nadie lo hará. Simplemente es algo que ocurrió, un suceso de la historia local.

»¿Os acordáis de lo que dije en la
veglia
? Que mi padre decía que el infierno es donde no se cocina nada ni nadie espera. Aquella fue la primera vez que mencioné a mi padre desde el día en que murió y sin duda escogí para transmitir una cita suya bastante extraña, pero simplemente se me escapó sin querer. Aquel fue el motivo del silencio que se produjo allí arriba aquella noche. Este es el motivo o, como mínimo, el motivo principal por el cual me he quedado solo. Es que me daba miedo amar a una mujer de una manera tan completa como Patsi amaba a mi madre, pero aún tenía más miedo de amar a alguien menos que eso. Las dos puertas daban a la guarida del león. Se podría decir que entonces rechacé a Florì. Creía que lo que yo sentía por ella era pasajero, como un embrujo del cual uno no tarda en despertai: Nunca lo llamé "amor", pero, en lugar de pasar el sentimiento, lo único que pasaba era el tiempo. ¡Tanto tiempo! Y, mientras tanto, yo perpetuaba el legado o, al menos, contribuía a ello.

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