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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (13 page)

—Para eso vinieron nuestros camaradas soviéticos en mil novecientos setenta y nueve: para echar una mano a sus vecinos, para ayudarnos a derrotar a esos brutos que quieren que nuestro país sea una nación atrasada y primitiva. Y vosotros también tenéis que arrimar el hombro, niños. Debéis informar de cualquiera que pueda tener información sobre los rebeldes. Es vuestro deber. Debéis escuchar y luego informar. Aunque se trate de vuestros padres, tíos o tías. Porque ninguno de ellos os ama tanto como vuestro país. ¡Vuestro país es lo primero, recordadlo bien! Yo estaré orgullosa de vosotros, y también vuestro país lo estará.

En la pared, detrás de la mesa de Jala Rangmaal, había un mapa de la Unión Soviética, uno de Afganistán y una foto enmarcada del último presidente comunista, Nayibulá, que, según decía
babi,
había sido el jefe del temido KHAD, la policía secreta afgana. También había otras fotos, sobre todo de jóvenes soldados soviéticos estrechando la mano a campesinos, plantando nuevos manzanos y construyendo casas, siempre con una amistosa sonrisa en los labios.

—Bueno —dijo Jala Rangmaal—, ¿te he despertado de tus ensoñaciones, Niña Inquilabi?

Aquél era el apodo de Laila, la Niña Revolucionaria, porque había nacido la noche del golpe de abril de 1978, aunque Jala Rangmaal se enfurecía si algún alumno de su clase usaba la palabra «golpe». Ella insistía en que se trataba de una
inqu
il
ab,
una revolución, un levantamiento del pueblo contra la desigualdad.
Yihad
era otra palabra prohibida. Según ella, ni siquiera había guerra en las provincias, sólo escaramuzas contra revoltosos incitados por personas a las que ella llamaba agitadores extranjeros. Y desde luego, nadie, nadie en absoluto se atrevía a repetir en su presencia los crecientes rumores de que, al cabo de ocho años de guerra, los soviéticos estaban siendo derrotados. Sobre todo ahora que el presidente americano Reagan había empezado a entregar misiles Stinger a los muyahidines para que derribaran helicópteros soviéticos, y que musulmanes de todo el mundo se estaban adhiriendo a la causa: egipcios, pakistaníes, e incluso los ricos saudíes, que dejaban sus millones atrás para irse a combatir en la yihad de Afganistán.

—Bucarest. La Habana —consiguió decir Laila.

—¿Y esos países son amigos o no?

—Lo son,
moalim sahib.
Son países amigos.

Jala Rangmaal asintió con una brusca inclinación de la cabeza.

Cuando acabaron las clases,
mammy
no fue a buscarla, como ocurría con frecuencia. Al final Laila volvió a casa con dos de sus compañeras de clase, Giti y Hasina.

Giti era una niña huesuda y muy envarada que llevaba el pelo recogido en dos coletas sujetas con gomas. Siempre fruncía el ceño y caminaba con los libros apretados contra el pecho, como un escudo. Hasina tenía doce años, tres más que Laila y Giti, pero había repetido el tercer curso una vez y dos veces el cuarto. Lo que le faltaba en inteligencia lo compensaba con malicia y una boca que, según decía Giti, era rápida como una máquina de coser. El apodo de Jala Rangmaal se le había ocurrido a ella.

Ese día Hasina les daba consejos para defenderse de pretendientes poco atractivos.

—Método infalible, éxito garantizado. Os doy mi palabra.

—Eso es una estupidez. ¡Soy demasiado joven para tener pretendientes! —replicó Giti.

—No eres demasiado joven.

—Bueno, pues nadie ha venido a pedir mi mano.

—Eso es porque tienes barba, hija mía.

Giti se llevó la mano a la barbilla y miró alarmada a Laila, que sonrió con expresión compasiva —Giti era la persona con menos sentido del humor que conocía— y negó con la cabeza para tranquilizarla.

—Bueno, ¿queréis saber lo que hay que hacer o no, señoritas?

—Cuenta —dijo Laila.

—Judías. No menos de cuatro latas. Justo la noche en que ese lagarto desdentado vaya a pedir vuestra mano. Pero hay que saber elegir el momento, señoritas. Tenéis que reprimir vuestros ímpetus hasta que llegue el momento de servirle el té.

—Lo recordaré —aseguró Laila.

—Y él también, te lo aseguro.

Laila podría haberle dicho que no necesitaba sus consejos, porque
babi
no tenía intención de darla en matrimonio en un futuro próximo. Aunque
babi
trabajaba en Silo, la gigantesca panificadora de Kabul, donde pasaba el día entre el calor y el zumbido de la maquinaria que alimentaba los enormes hornos, era un hombre educado en la universidad. Había sido profesor de instituto hasta que los comunistas lo habían destituido poco después del golpe de 1978, aproximadamente un año y medio antes de la invasión soviética.
Babi
había dejado muy claro a Laila desde muy niña que para él lo más importante, después de su seguridad, era su educación.

«Sé que aún eres pequeña, pero quiero que lo sepas y lo comprendas desde ahora —le dijo un día—. El matrimonio puede esperar; la educación no. Eres una niña muy, muy inteligente. De verdad, lo eres. Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará tanto como a sus hombres, tal vez más incluso. Porque una sociedad no tiene la menor posibilidad de éxito si sus mujeres no reciben educación, Laila. Ninguna posibilidad.»

Pero Laila no le contó a Hasina lo que le había dicho
babi,
ni lo feliz que era por tener un padre así, ni lo orgullosa que estaba del buen concepto que tenía de ella, ni su férrea determinación de seguir estudiando igual que su padre. En los dos años anteriores, Laila había recibido el certificado
awal numra
que se otorgaba anualmente al mejor estudiante de cada curso. Pero todas estas cosas no se las dijo a Hasina, cuyo padre era un taxista con muy mal genio que sin duda entregaría a su hija en matrimonio al cabo de dos o tres años. En una de las pocas ocasiones en que Hasina se mostraba seria, le había contado a Laila que ya se había decidido su matrimonio con un primo carnal veinte años mayor que ella, dueño de una tienda de coches en Lahore. «Lo he visto dos veces. Y las dos veces comió con la boca abierta», le había confiado.

—Judías, chicas —insistió Hasina—. Recordadlo. A menos, claro está —esbozó entonces una sonrisa pícara y dio un codazo a Laila—, que sea tu joven y apuesto príncipe de una sola pierna el que llame a tu puerta. Entonces...

Laila apartó el codo de Hasina de un manotazo. Se habría ofendido mucho si otra persona le hubiera hablado así de Tariq, pero sabía que Hasina no lo hacía con mala fe. Sólo se burlaba, como siempre, y nadie se libraba de sus bromas, ni siquiera ella misma.

—¡No deberías hablar así de las personas! —protestó Giti.

—¿Y quiénes son esas personas?

—Las que han resultado heridas por culpa de la guerra —replicó Giti con severidad, sin darse cuenta de que Hasina bromeaba.

—Creo que la ulema Giti se ha enamorado de Tariq. ¡Lo sabía! ¡Ja! Pero él ya está comprometido, ¿no te habías enterado? ¿No es verdad, Laila?

—¡No estoy enamorada de nadie!

Hasina y Giti se despidieron de Laila y, sin dejar de discutir, volvieron la esquina al llegar a su calle.

Laila recorrió sola las tres últimas manzanas. Cuando llegó a su calle, se fijó en que el Benz azul seguía aparcado frente a la casa de Rashid y Mariam. Ahora el hombre mayor del traje marrón estaba de pie junto al capó, apoyado en un bastón y mirando hacia la casa.

Fue entonces cuando Laila oyó una voz a su espalda.

—Eh, Pelopaja. Mira.

Laila se dio la vuelta y se encaró con el cañón de una pistola.

17

La pistola era roja, el guardamonte verde. Era Jadim quien, con rostro risueño, empuñaba el arma. Jadim tenía once años, igual que Tariq. Era grueso, alto y con una mandíbula inferior muy prominente. Su padre era carnicero en Dé Mazang y de vez en cuando se había visto a Jadim arrojando trozos de intestinos de ternera a los transeúntes. A veces, cuando Tariq no andaba cerca, Jadim rondaba a Laila en el patio del colegio durante el recreo, lanzándole miradas lascivas y soltando gemiditos. En una ocasión le había dado unos golpecitos en el hombro y le había dicho: «Eres muy guapa, Pelopaja. Quiero casarme contigo.»

—No te preocupes —soltó, agitando la pistola—. No se va a notar en tu pelo.

—¡No lo hagas! Te lo advierto.

—¿Y cómo piensas impedirlo? —replicó él—. ¿Me enviarás al tullido? «Oh, Tariq
yan.
¡Oh, vuelve a casa y sálvame del
bad-mash!
»

Laila retrocedió, pero Jadim ya había apretado el gatillo. Uno tras otro, los finos chorros de agua caliente cayeron sobre su pelo, y también en la palma de la mano cuando intentó protegerse la cara.

Los demás niños salieron entonces de su escondite, riendo como locos.

A Laila le pasó por la cabeza un insulto que había oído en la calle. En realidad no sabía qué significaba —era incapaz de imaginar cómo podía hacerse—, pero las palabras transmitían una gran fuerza, de modo que las soltó sin más.

—¡Tu madre es una comepollas!

—Al menos no es una chiflada como la tuya —espetó Jadim, sin inmutarse—. ¡Y mi padre no es un mariquita! Por cierto, ¿por qué no te hueles las manos?

Los otros niños lo corearon:

—¡Que se huela las manos! ¡Que se huela las manos!

Laila se las olió, pero antes de hacerlo ya sabía lo que significaba el comentario sobre su pelo. Dejó escapar un agudo chillido, y los niños se partieron de risa.

Laila dio media vuelta y echo a correr hacia su casa dando alaridos.

Sacó agua del pozo, llenó una tina en el cuarto de baño y se quitó la ropa. Se enjabonó el pelo, hundiendo los dedos en el cuero cabelludo frenéticamente y gimoteando de asco. Se lo aclaró echándose agua en la cabeza con un cuenco y volvió a enjabonárselo. Sintió arcadas. No dejaba de lloriquear, temblando, mientras se frotaba el rostro y el cuello con una manopla jabonosa hasta dejarse la piel roja como un tomate.

Nada de aquello habría ocurrido si Tariq hubiera estado con ella, pensó mientras se ponía una camisa y unos pantalones limpios. Jadim no se habría atrevido. Por supuesto, tampoco habría ocurrido si
mammy
hubiera ido a buscarla como se suponía que debía hacer. A veces se preguntaba por qué
mammy
se había molestado siquiera en tener una hija. Laila opinaba que no debería permitirse a la gente tener más hijos si habían volcado ya todo su amor en los anteriores. No era justo. Presa de un ataque de rabia, se refugió en su habitación y se tiró sobre la cama.

Cuando se le pasó, cruzó el pasillo y llamó a la puerta de
mammy.
Cuando era pequeña, se pasaba horas sentada junto a esa puerta. Daba golpecitos en ella y repetía una y otra vez, como un mágico conjuro destinado a romper un encantamiento:
«
Mammy, mammy, mammy...
»
Pero
mammy
nunca abría la puerta. Laila la abrió ahora. Hizo girar el pomo y entró en la habitación de su madre.

A veces,
mammy
tenía días buenos. Se levantaba con el ánimo alegre y los ojos brillantes. El labio inferior, siempre caído, se levantaba al fin en una sonrisa. Se bañaba. Se ponía ropa limpia y rímel en los ojos. Dejaba que Laila le cepillara el cabello, cosa que a la niña le encantaba, y se ponía pendientes. Luego iban juntas de compras al bazar Mandaii. Laila la convencía para jugar a Serpientes y Escaleras y comían trozos de chocolate negro, uno de los pocos gustos que compartían. La parte que prefería Laila de los días buenos de
mammy
era cuando
babi
volvía a casa, y entonces ellas levantaban la vista del juego y le sonreían con los dientes manchados de chocolate. Soplaba entonces un aire de satisfacción en el ambiente, y Laila tenía una percepción fugaz del amor, del cariño que en otro tiempo había unido a sus padres, cuando la casa estaba llena y era ruidosa y alegre.

A veces, en sus días buenos,
mammy
hacía repostería e invitaba a las vecinas a tomar el té con pastas. Laila dejaba los cuencos limpios a lametazos, mientras
mammy
ponía la mesa con tazas, servilletas y la vajilla buena. Después, Laila ocupaba su sitio en la mesa de la sala y trataba de intervenir en la conversación, mientras las mujeres charlaban bulliciosamente y bebían té y felicitaban a
mammy
por sus pastas. Aunque ella nunca tenía gran cosa que decir, a Laila le gustaba escuchar, porque en esas reuniones disfrutaba de un placer muy escaso: oía a su madre hablando con afecto de
babi.

—Qué gran profesor era —decía—. Sus alumnos lo adoraban. Y no sólo porque no les pegaba con la regla, como hacían otros. Lo respetaban porque él los respetaba a ellos. Era maravilloso.

A
mammy
le encantaba contar la historia de cómo se le había declarado.

—Yo tenía dieciséis años y él diecinueve. Vivíamos puerta con puerta en Panyshir. ¡Oh, yo estaba loca por él,
hamshiras
! Trepaba por la tapia que separaba nuestras casas para jugar con él en el huerto de árboles frutales de su padre. A Hakim le daba miedo que nos pillaran y mi padre le pegara. «Tu padre me va a dar de bofetadas», decía siempre. Era muy prudente, muy serio, incluso de niño. Y un día fui y le dije: «Primo, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a pedir mi mano o al final me convertirás en tu
jastegari
?
»
Se lo dije tal cual. ¡Deberíais haber visto la cara que puso!

Mammy
juntaba entonces las manos y las mujeres y Laila se echaban a reír.

Escuchándola contar aquellas historias, Laila comprendía que en otra época su madre siempre había hablado así sobre
babi.
Una época en la que sus padres no dormían en habitaciones separadas. Y Laila deseaba haber podido vivirla con ellos.

Inevitablemente, la historia de su madre sobre la declaración conducía a conversaciones de casamenteras. Cuando Afganistán expulsara a los soviéticos y los hermanos de Laila regresaran a casa, necesitarían esposas, de modo que las mujeres revisaban una por una a todas las chicas del vecindario que podían convenir a Ahmad y a Nur. Laila siempre se sentía excluida cuando empezaban a hablar de sus hermanos, como si las mujeres comentaran una preciosa película que tan sólo ella no había visto. Tenía dos años de edad cuando Ahmad y Nur habían partido en dirección a Panyshir para incorporarse a las fuerzas del comandante Ahmad Sha Massud. Laila apenas los recordaba. Un reluciente colgante con el nombre de Alá que llevaba Ahmad. Y unos pelos negros en la oreja de Nur. Eso era todo.

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