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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (44 page)

Laila se pone en pie y se sacude las hojas secas de los pantalones. Sale del
kolba.
Fuera, la luz ha cambiado un poco. Sopla el viento, ondulando la hierba y arrancando sonidos de las ramas de los sauces.

Antes de abandonar el claro, Laila echa una última mirada al
kolba
donde Mariam durmió, comió, soñó y contuvo el aliento mientras esperaba a Yalil. Sobre las paredes combadas, los sauces proyectan sombras huidizas que varían con cada ráfaga de viento. Un cuervo se ha posado sobre el tejado plano. Picotea alguna cosa, grazna, levanta el vuelo.

—Adiós, Mariam.

Y después, sin darse cuenta de que está llorando, Laila echa a correr.

Encuentra a Hamza sentado aún en la piedra. Él se levanta al verla llegar.

—Volvamos —dice. Luego añade—: Tengo que darte una cosa.

Laila espera a Hamza en el jardín, junto a la puerta. El niño que les ha servido el té antes la contempla desde debajo de una higuera, con una gallina entre las manos. Laila divisa dos rostros, de una vieja y una joven con
yihabs,
observándola recatadamente desde una ventana.

La puerta de la casa se abre y sale el dueño con una caja, que entrega a Laila.

—Yalil Jan le dio esto a mi padre un mes antes de morir —explica—, y le rogó que lo conservara hasta que Mariam viniera a buscarlo. Mi padre lo tuvo durante dos años. Luego, justo antes de fallecer, me lo dio a mí y me pidió que lo guardara. Pero ella... ya sabes, nunca vino.

Laila observa la pequeña caja ovalada de hojalata. Parece una vieja caja de chocolatinas. Es de color verde oliva, y tiene descoloridas volutas doradas alrededor de la tapa con bisagras. Los lados están un poco oxidados y tiene dos pequeñas melladuras por delante, en el borde de la tapa. Laila intenta levantar la tapa, pero el cierre no cede.

—¿Qué hay dentro? —pregunta.

Hamza le pone una nave en la palma de la mano.

—Mi padre nunca la abrió. Y yo tampoco. Supongo que era voluntad de Alá que la abrieras tú.

Laila regresa al hotel. Tariq y los niños aún no han llegado.

Ella se sienta en la cama con la caja sobre las rodillas. Por una parte, piensa en dejarla tal como está para conservar así el secreto de Yalil. Pero al final la curiosidad es más poderosa. Mete la llave en el cierre. Tras alguna que otra sacudida, finalmente consigue abrirlo.

En el interior, encuentra tres cosas: un sobre, un saquito de arpillera y una cinta de vídeo.

Laila saca la película y baja a la recepción. El anciano recepcionista que les dio la bienvenida la víspera le indica que en el hotel hay un único reproductor de vídeo, en la suite principal. La habitación está desocupada en ese momento, y el recepcionista accede a acompañarla, dejando la recepción a cargo de un joven con bigote y traje, que habla por un teléfono móvil.

El anciano conduce a Laila hasta el segundo piso y luego hasta la puerta del final de un largo pasillo. Abre la puerta con llave y hace pasar a Laila. El televisor está en el rincón. Laila no ve nada más.

Enciende el aparato y también el reproductor de vídeo. Mete la cinta y pulsa el botón correspondiente. Durante unos instantes no se ve nada, y Laila empieza a preguntarse por qué Yalil se molestaría en entregar una cinta virgen a Mariam. Pero entonces se oye una melodía y empiezan a aparecer imágenes en la pantalla.

Laila frunce el ceño. Sigue mirando la cinta durante un par de minutos. Luego detiene la reproducción, aprieta el botón de avance rápido y vuelve a ponerlo en marcha. Las imágenes corresponden a lo mismo.

El anciano la mira socarronamente.

La película es
Pinocho,
de Walt Disney. Laila no entiende nada.

Tariq y los niños vuelven al hotel poco después de las seis. Aziza corre hacia su madre y le enseña los pendientes que le ha comprado su padre, de plata y con una mariposa esmaltada. Zalmai lleva en la mano un delfín hinchable que suena cuando se le aprieta el hocico.

—¿Cómo estás? —pregunta Tariq, rodeando a Laila con el brazo.

—Bien. Luego te cuento.

Se dirigen a un restaurante de kebabs, no lejos del hotel. Es un local pequeño, con pegajosos manteles de plástico, ruidoso y lleno de humo. Pero el cordero es tierno y el pan está caliente. Después dan un paseo. En un quiosco de la calle, Tariq compra helado de agua de rosas para los niños y se lo comen sentados en un banco, con las montañas a su espalda, recortadas sobre el rojo escarlata del atardecer. El aire, cálido, está perfumado con la fragancia de los cedros.

Laila ha abierto la carta en la habitación después de ver la cinta de vídeo en la suite. La carta estaba escrita a mano con tinta azul, en una papel amarillo pautado.

Decía así:

13 de mayo de 1987

Mi querida Mariam:

Rezo para que goces de buena salud cuando recibas esta carta.

Como ya sabes, fui a Kabul hace un mes para hablar contigo, pero tú no quisiste recibirme. Fue una decepción, pero no te culpo de nada. Yo en tu lugar tal vez habría hecho lo mismo. Perdí el privilegio de tu cortesía hace mucho tiempo, y de eso sólo yo tengo la culpa. Pero si estás leyendo estas líneas, es que también leíste la carta que deje en tu puerta. La leíste y has ido a ver al ulema Faizulá, tal como te pedía en ella. Te agradezco que lo hayas hecho, Mariam
yo.
Te agradezco que me concedas esta oportunidad de decirte unas palabras.

¿Por dónde empiezo?

Tu padre ha conocido mucho dolor desde que nos vimos por última vez, Mariam
yo.
A tu madrastra Afsun la mataron la primera jornada del alzamiento de 1979. Una bala perdida acabó con tu hermana Nilufar ese mismo día. Aún puedo ver a mi pequeña Nilufar haciendo el pino para impresionar a los invitados. Tu hermano Farhad se unió a la yihad en 1980. Los soviéticos lo mataron en 1982 a las afueras de Helmand. No llegué a ver su cadáver. No sé si has tenido hijos, Mariam
yo,
pero si los tienes, ruego a Alá que los proteja y te ahorre el sufrimiento que yo he padecido. Aún sueño con ellos. Aún sueño con mis hijos muertos.

También sueño contigo, Mariam
yo.
Te echo de menos. Echo de menos el sonido de tu voz, tu risa. Echo de menos leerte en voz alta, y todas las veces que pescamos juntos. ¿Recuerdas cuando pescábamos juntos? Fuiste una buena hija, Mariam
yo,
y no puedo pensar en ti sin sentir vergüenza y arrepentimiento. Arrepentimiento... Cuando se trata de ti, Mariam
yo,
me asalta en oleadas. Me arrepiento de no haberte recibido el día que viniste a Herat. Me arrepiento de no haberte abierto la puerta y haberte invitado a entrar. Me arrepiento de no haberte reconocido como hija mía, de haber permitido que vivieras en ese lugar durante tantos años. ¿Y por qué? ¿Por el miedo a desprestigiarme? ¿A mancillar mi supuesto buen nombre? Qué poco me importa todo eso después de todas las pérdidas y las cosas terribles que he visto en esta maldita guerra. Pero ahora ya es demasiado tarde, por supuesto. Tal vez sea ése el castigo reservado a los duros de corazón: comprenderlo todo cuando ya nada se puede hacer. Ahora sólo puedo decirte que fuiste una buena hija, Mariam
yo,
y que jamás te merecí. Ahora sólo puedo pedirte que me perdones. Así pues, perdóname, Mariam
yo.
Perdóname. Perdóname. Perdóname.

No soy el hombre próspero que conocías. Los comunistas confiscaron gran parte de mis tierras y también todos mis negocios. Pero sería una mezquindad que me quejara, porque Alá, por razones que no alcanzo a comprender, ha seguido bendiciéndome con mucho más de lo que tiene la mayoría de la gente. Desde que volví de Kabul, he conseguido vender las pocas tierras que me quedaban. Con esta carta te dejo tu parte de la herencia. Está lejos de ser una fortuna, pero es algo. Es algo. (También verás que me he tomado la libertad de cambiar el dinero en dólares. Supongo que es lo más seguro. Sólo Alá sabe qué destino aguarda a nuestra moneda, en estos difíciles momentos.)

Espero que no pienses que pretendo comprar tu perdón, porque sé bien que tu perdón no puede comprarse. Simplemente te hago entrega, aunque sea con retraso, de lo que siempre te ha pertenecido por ley. No fui un buen padre para ti en vida. Tal vez pueda serlo tras mi muerte.

Ah, la muerte. No te cansaré con detalles, pero mi momento está ya muy cerca. Tengo el corazón débil, dicen los médicos. Una forma adecuada de morir, creo, para un hombre débil.

Mariam
yo,
me atrevo, me atrevo a esperar que, después de haber leído esto, serás más caritativa conmigo de lo que yo he sido contigo. Que se te ablandará el corazón y vendrás a ver a tu padre. Que llamarás a mi puerta un día y me concederás la oportunidad de abrirte esta vez, de darte la bienvenida, de abrazarte, hija mía, como debería haber hecho ese día, hace tantos años. Es una esperanza tan débil como mi corazón. Soy consciente. Pero seguiré esperando. Esperaré oír tu llamada. Mantendré la esperanza.

Que Alá te conceda una vida larga y próspera, hija mía. Que Alá te conceda muchos hijos saludables y hermosos. Que encuentres la felicidad, la paz y la aceptación que yo no te ofrecí. Te dejo en las manos amantes de Alá.

Tu indigno padre,

Yalil

Esa noche, cuando regresan al hotel, después de que los niños hayan jugado un rato y se hayan acostado, Laila le habla de la carta a Tariq. Le muestra el dinero de la bolsa de arpillera. Cuando se echa a llorar, su esposo la besa en la cara y la estrecha entre sus brazos.

51

Abril de 2003

La sequía ha llegado a su fin. Nevó por fin el invierno pasado, y la nieve llegaba hasta la rodilla. Y ahora lleva varios días lloviendo. El río Kabul de nuevo lleva agua. Las crecidas primaverales han barrido Ciudad Titanic.

Ahora las calles están embarradas. Los zapatos rechinan. Los coches se quedan atascados. Los burros avanzan trabajosamente con su carga de manzanas, salpicando barro al pisar los charcos. Pero nadie se queja del lodo, ni se lamenta de la desaparición de Ciudad Titanic. «Necesitamos que Kabul vuelva a ser verde», dice la gente.

Ayer, Laila vio a los niños jugando a pesar del aguacero, saltando en los charcos del patio, bajo el cielo plomizo. Los miraba desde la ventana de la cocina de la pequeña casa de dos habitaciones que han alquilado en Dé Mazang. En el patio crecen un granado y arbustos de eglantina. Tariq ha encalado los muros y ha construido un columpio y un tobogán para los niños, y un pequeño cercado para la nueva cabra de Zalmai. Laila se fijó en las gotas que se deslizaban por el cuero cabelludo de su hijo: ha querido afeitarse la cabeza, igual que Tariq, que ahora se encarga de rezar las oraciones
Babalu
con él. La lluvia empapaba los largos cabellos de Aziza, convirtiéndolos en tirabuzones mojados que salpicaban a su hermano cuando ella movía la cabeza.

Zalmai está a punto de cumplir seis años. La niña tiene diez: celebraron su cumpleaños la semana pasada. La llevaron al Cinema Park, donde por fin se proyectó
Titanic
abiertamente para el público de Kabul.

—Vamos, niños, o llegaremos tarde —grita Laila, mientras mete el almuerzo de sus hijos en una bolsa de papel.

Son las ocho de la mañana. Laila se ha levantado a las cinco. Como siempre, Aziza la ha despertado para el
namaz.
Ella sabe que las oraciones son una manera de recordar a Mariam, es la forma que tiene la pequeña de mantener el recuerdo de su
jala,
antes de que el tiempo todo lo borre, antes de que la arranque del jardín de su memoria, como si se tratara de un hierbajo.

Después del
namaz.,
Laila ha vuelto a acostarse, y estaba profundamente dormida cuando se ha ido Tariq, aunque recuerda vagamente que le ha dado un beso en la mejilla. Él ha encontrado trabajo en una ONG francesa que proporciona prótesis a gente que ha perdido alguna extremidad por culpa de las minas antipersona.

Zalmai entra corriendo en la cocina detrás de Aziza.

—¿Lleváis los cuadernos? ¿Los lápices? ¿Los libros?

—Sí, aquí dentro —asegura la niña, mostrando la mochila. Una vez más, Laila comprueba que ya no tartamudea tanto.

—Pues vamos.

Laila sale de casa con sus hijos y cierra la puerta. La mañana es fría, pero hoy no llueve. El cielo está despejado y no hay nubes en el horizonte. Los tres se dirigen a la parada del autobús cogidos de la mano. Las calles son ya un hervidero, con un intenso tráfico de
rickshaws,
taxis, camiones de las Naciones Unidas, autobuses y
jeeps
de la ISAF. Los comerciantes abren las puertas de sus negocios con ojos somnolientos. Tras las pilas de chicles y paquetes de cigarrillos están sentados ya los vendedores ambulantes. Ya las viudas ocupan sus esquinas para pedir limosna.

A Laila le resulta extraño vivir de nuevo en Kabul. La ciudad ha cambiado. Ahora ve todos los días a gente que planta árboles o pinta casas viejas, y a otros que acarrean ladrillos para levantar nuevos hogares. Se cavan pozos y alcantarillas. En los alféizares de las ventanas hay flores plantadas en casquillos de antiguos misiles muyahidines; flores misil, las llaman en Kabul. Hace poco, Tariq llevó a toda la familia a los jardines de Babur, que se están arreglando. Por primera vez en años, Laila oye música en las esquinas de la capital,
rubabs
y tablas,
dutars,
armonios y
tamburas,
y las viejas canciones de Ahmad Zahir.

La mujer desearía que sus padres estuvieran vivos para ver estos cambios. Pero el arrepentimiento de Kabul llega demasiado tarde, como la carta de Yalil.

Laila y los niños están a punto de cruzar la calle en dirección a la parada de autobús, cuando de repente un Land Cruiser negro con los cristales ahumados pasa por delante a toda velocidad. El coche da un volantazo y la esquiva por muy poco, pero salpica a los niños de agua sucia. Con el corazón en un puño, la madre tira bruscamente de los niños para que suban a la acera.

Laila siente como una herida en el corazón que se haya permitido volver a Kabul a los cabecillas militares, que los asesinos de sus padres vivan en casas lujosas con jardines tapiados, que los hayan nombrado ministros de esto y de lo otro, que viajen impunemente en vehículos blindados por los barrios que ellos mismos arrasaron. Es una puñalada.

Pero Laila ha decidido que no se dejará llevar por el resentimiento. Mariam no lo querría. «¿Para qué? —habría dicho, con una sonrisa inocente y sabia a la vez—. ¿De qué sirve, Laila
yo
?» Así pues, se ha resignado a seguir adelante por su propio bien, por el bien de Tariq y el de los niños. Y por Mariam, que sigue visitándola en sueños, que nunca se aleja demasiado de sus pensamientos. Ella sigue adelante. Porque sabe que no puede hacer otra cosa. Eso y tener esperanza.

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