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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (40 page)

Mariam no recibía visitas. Era lo primero y lo único que había preguntado a los funcionarios talibanes de la cárcel. Nada de visitas.

Ninguna de las presas que compartían celda con Mariam había sido condenada por un delito de sangre; todas estaban allí por el delito corriente de «huir de casa». En consecuencia, Mariam adquirió cierta notoriedad entre ellas, se convirtió en una especie de celebridad. Las mujeres la miraban con expresión reverente, casi sobrecogida. Le ofrecían sus mantas. Competían por compartir con ella su comida.

La más entusiasta era Nagma, que andaba siempre colgándose de su brazo y la seguía allá donde fuera. Era de esa clase de personas a las que se entretenía hablando de desgracias, fueran propias o ajenas. Contó a Mariam que su padre la había prometido a un sastre treinta años mayor que ella.

«Huele a
g
ó
y tiene menos dientes que dedos», afirmó Nagma del sastre.

Nagma había intentado huir a Gardez con un joven del que se había enamorado, el hijo de un ulema. Pero en cuanto salieron de Kabul, los atraparon y los enviaron de vuelta. Al hijo del ulema lo azotaron hasta que se arrepintió y declaró que Nagma lo había seducido con sus encantos femeninos. Dijo que ella le había lanzado un hechizo y prometió que a partir de entonces dedicaría su vida al estudio del Corán. Al hijo del ulema lo soltaron. A Nagma la condenaron a cinco años de cárcel.

Pero era mejor así, dijo ella, porque su padre había jurado que el día que la soltaran le rebanaría el cuello con un cuchillo.

Escuchando a Nagma, Mariam recordó el tenue brillo de las estrellas y los jirones de nubes rosadas sobre las cumbres de Sa-fif-kó, aquellos montes lejanos en el tiempo en que Nana le había dicho: «Como la aguja de una brújula apunta siempre al norte, así el dedo acusador de un hombre encuentra siempre a una mujer. Siempre. Recuérdalo, Mariam.»

El juicio de Mariam se había celebrado la semana anterior. No hubo abogados, ni audiencia pública, ni presentación o recusación de pruebas, ni apelaciones. La acusada renunció a su derecho de pedir testigos. El proceso entero no duró ni un cuarto de hora.

El jurado lo presidía el juez que se sentaba en el centro, un talibán de aspecto frágil. Estaba muy demacrado y tenía la piel amarillenta y curtida, y llevaba una rizada barba rojiza. Sus gruesas gafas delataban lo amarillo que tenía el blanco de los ojos. El cuello parecía demasiado delgado para sostener el intrincado turbante que le envolvía la cabeza.

—¿Confiesas haberlo hecho,
hamshira
? —preguntó de nuevo con voz cansada.

—Sí —respondió Mariam.

El hombre asintió. O tal vez no. Era difícil decirlo, porque le temblaban mucho las manos y la cabeza, y Mariam evocó el temblor del ulema Faizulá. Para beber el té, no cogía él la taza. Hacía una seña al hombre de hombros fornidos que tenía a su izquierda, que respetuosamente se la acercaba a los labios. Después, el talibán cerraba los ojos amablemente, en un elegante y mudo gesto de gratitud.

Mariam se sentía desarmada ante él. Cuando hablaba, lo hacía con un deje de astucia y ternura a la vez. Su sonrisa era paciente. No la miraba con desprecio. No se dirigía a ella en tono despectivo ni acusador, sino de disculpa.

—¿Entiendes de verdad lo que dices? —preguntó el talibán de rostro huesudo que se sentaba a la derecha del juez. Era el más joven de los tres. Hablaba deprisa y con arrogante suficiencia. Le había irritado que Mariam no supiera hablar pastún. A ella le dio la impresión de que era de esa clase de jóvenes pendencieros que disfrutaban mandando, que veían delitos por todas partes, como si tuvieran el derecho inalienable a juzgarlo todo.

—Lo entiendo —asintió Mariam.

—Lo dudo —dijo el joven talibán—. Dios nos ha hecho distintos a los hombres y las mujeres. Nuestros cerebros son distintos. Vosotras no sois capaces de pensar igual que nosotros. Los médicos occidentales y su ciencia lo han demostrado. Por eso nos basta con el testimonio de un varón, pero en cambio exigimos el de dos mujeres.

—Admito que lo hice yo, hermano —declaró Mariam—, pero, si no, él la habría matado. La estaba estrangulando.

—Eso dices tú. Pero las mujeres andan siempre jurando toda clase de cosas.

—Es la verdad.

—¿Tienes testigos, aparte de tu
ambag
?

—No —respondió Mariam.

—Pues entonces. —El talibán levantó las manos y soltó una risita.

Fue el talibán enfermo el que habló después.

—Mi médico vive en Peshawar —dijo—. Es un agradable joven pakistaní. Fui a verlo hace un mes, y también la semana pasada. Le dije: «Dime la verdad, amigo», y él me contestó: «Tres meses, ulema
sahib,
seis como máximo; está en manos de Alá, por supuesto.»

Dirigió una discreta seña al hombre fornido de su izquierda y tomó un sorbo de té cuando éste le acercó la taza a los labios. Luego se secó la boca con el dorso de su trémula mano.

—No me asusta dejar esta vida que mi único hijo abandonó hace cinco años, esta vida que insiste en que suframos hasta el límite de nuestras fuerzas. No, creo que me despediré con alegría cuando llegue el momento.

»Lo único que temo,
hamshira,
es el día en que Alá me llame a Su presencia y me pregunte: "¿Por qué no cumpliste con mis mandamientos, ulema? ¿Por qué no obedeciste mis leyes?" ¿Cómo voy a justificarme ante Él,
hamshira
? ¿Qué podré alegar en mi defensa por no haber puesto en práctica Sus mandamientos? Lo único que puedo hacer, lo único que podemos hacer todos nosotros durante el tiempo que nos es concedido vivir, es obedecer las leyes que Él nos ha dado. Cuanto más se acerca mi fin,
hamshira,
cuanto más se acerca el día del juicio, más resuelto estoy a hacer cumplir Su palabra. Por doloroso que me resulte.

El juez cambió de posición sobre su cojín y esbozó una mueca de dolor.

—Te creo cuando dices que tu marido era un hombre de mal genio —prosiguió, lanzando a Mariam una mirada severa y compasiva a la vez, a través de sus gafas—. Pero no puedo por menos que sorprenderme ante la brutalidad de tu acción,
hamshira.
Me preocupa lo que has hecho; me preocupa que su pequeño hijo llorara por él en el piso de arriba mientras tú lo matabas.

»Estoy cansado y me muero, pero quiero ser clemente. Deseo perdonarte. Sin embargo, cuando Alá me llame y me diga: "Pero no te correspondía a ti perdonar, ulema", ¿qué le diré?

Sus compañeros asintieron y lo miraron con admiración.

—Algo me dice que no eres una mala mujer,
hamshira.
No obstante, has cometido un acto malvado. Y debes pagar por lo que has hecho. La sharia es clara a ese respecto. Dice que debo enviarte a donde pronto iré yo también. ¿Lo entiendes,
hamshira
?

Mariam se miró las manos y asintió.

—Que Alá te perdone.

Antes de que se la llevaran, entregaron un documento a Mariam y le indicaron que firmara bajo su declaración y la sentencia del ulema. Ante la mirada de los tres talibanes, Mariam escribió su nombre —la
mim,
la
r
é
,
la
y
á
y la
mim
—, recordando la última vez que había firmado un documento, veintisiete años atrás, en la mesa de Yalil, en presencia de otro ulema.

Mariam pasó diez días en prisión. Se sentaba en la celda, junto a la ventana, y observaba la vida carcelaria que transcurría en el patio. Cuando soplaban los vientos estivales, observaba los trozos de papel que volaban trazando frenéticos movimientos, llevados violentamente de un lado a otro muy por encima de los muros de la prisión. Observaba cómo el viento levantaba nubes de polvo, convirtiéndolas en remolinos que arrasaban el patio. Todos —guardias, presas, niños, Mariam—, se tapaban la cara con el brazo, pero no había manera de escapar del polvo. Conseguía entrar en los oídos y en la nariz, por entre las pestañas y los pliegues de la piel, incluso entre los dientes. Los vientos no amainaban hasta al anochecer. Y entonces, si soplaba una brisa nocturna, lo hacía muy tímidamente, como desagravio por los excesos de su hermano diurno.

El último día de Mariam en Walayat, Nagma le dio una mandarina. Se la puso en la palma de la mano y le hizo cerrar los dedos. Luego rompió a llorar.

—Eres la mejor amiga que he tenido —dijo.

Mariam se pasó el resto del día junto a la ventana con barrotes, observando a las presas del patio. Alguien cocinaba y hasta ella llegó una ráfaga de aire caliente y el olor del comino. Mariam vio a los niños jugando a la gallinita ciega. Las niñas pequeñas cantaban una canción infantil que Mariam había oído también en su infancia, recordaba que Yalil se la cantaba a ella cuando estaban sentados en una roca del arroyo, pescando:

Lili lili para p
á
jaros la pila

en un sendero de la villa,

Minnow se pos
ó
en el borde y bebi
ó
,

resbal
ó
y en el agua se hundi
ó
.

Mariam tuvo sueños inconexos esa última noche. Soñó con guijarros, once en total, bien amontonados. Soñó con Yalil joven otra vez, con su encantadora sonrisa, su hoyuelo en la barbilla, las manchas de sudor y la chaqueta echada sobre el hombro, que llegaba por fin para llevarse a su hija a dar una vuelta en su reluciente Buick Roadmaster negro. Soñó con el ulema Faizulá, que pasaba las cuentas de su rosario mientras paseaba con ella a orillas del arroyo, y sus sombras gemelas se deslizaban sobre el agua y sobre las orillas cubiertas de hierba y salpicadas de lirios silvestres de color azul lavanda, que en su sueño olían a clavo. Soñó con Nana, que estaba en la puerta del
kolba,
llamándola para cenar, con voz amortiguada por la distancia, mientras Mariam jugaba en la fresca hierba de todas las tonalidades de verde, donde pululaban las hormigas, correteaban los escarabajos y brincaban los saltamontes. Soñó con el chirrido de una carretilla que subía trabajosamente por un sendero polvoriento. Soñó con el sonido de cencerros, y con ovejas balando en una colina.

De camino al estadio Gazi, Mariam iba dando botes en la parte posterior del camión que esquivaba los baches mientras las ruedas lanzaban piedrecillas del pavimento. Con tanto salto, le dolía la rabadilla. Un joven talibán armado viajaba sentado delante de ella, mirándola.

Mariam se preguntó si ese joven de aspecto amigable, ojos brillantes y hundidos y facciones finas, que tamborileaba en el costado del camión con un sucio dedo índice, se ocuparía de hacerlo.

—¿Tienes hambre, madre? —preguntó el joven.

Mariam negó con la cabeza.

—Tengo un panecillo. Está bueno. Puedes comértelo si tienes hambre. No me importa.

—No.
Tashakor,
hermano.

Él asintió y la observó con expresión benevolente.

—¿Tienes miedo, madre?

A Mariam se le formó un nudo en la garganta. Contestó la verdad con voz trémula.

—Sí. Tengo mucho miedo.

—Yo tengo en la cabeza una imagen de mi padre —dijo él—. No lo recuerdo apenas. Sé que trabajaba reparando bicicletas. Pero no recuerdo cómo se movía, ¿entiendes?, cómo se reía o el sonido de su voz. —El joven desvió la mirada y luego volvió a posarla en Mariam—. Mi madre siempre decía que era el hombre más valiente que había conocido. Igual que un león, aseguraba. Pero también me contó que la mañana que los comunistas se lo llevaron, lloraba como un niño. Te lo digo para que veas que es normal estar asustado. No te avergüences por ello, madre.

Mariam lloró un poco por primera vez ese día.

Miles de ojos la taladraban. En las atestadas tribunas descubiertas, todos estiraban el cuello para verla mejor. Hacían chasquear la lengua. Un murmullo recorrió el estadio cuando ayudaron a Mariam a bajar del camión. Ella imaginó el movimiento de las cabezas cuando se anunció su delito por el altavoz, pero no alzó la vista para comprobar si ese gesto expresaba desaprobación o caridad, reproche o piedad. Mariam permaneció ciega a cuanto la rodeaba.

Antes, en su celda, había temido hacer el ridículo, ofrecer un espectáculo patético, llorando y suplicando. Había tenido miedo de que le diera por chillar o vomitar, o incluso orinarse encima. Se había estremecido al pensar que, en sus últimos momentos, podía traicionarla el instinto animal o las necesidades corporales. Pero cuando la hicieron descender del camión, las piernas no se le doblaron. No hizo aspavientos con los brazos. No tuvieron que llevarla a rastras. Y cuando notó que sus fuerzas flaqueaban, pensó en Zalmai, a quien había arrebatado el amor de su vida, de manera que su futuro había quedado marcado por la tristeza de la desaparición de su padre. Entonces el paso de Mariam se afianzó y caminó sin protestar.

Un hombre armado se acercó a ella y le ordenó que se dirigiera a la portería del gol sur. Mariam percibió la tensión de la multitud expectante. No levantó la cabeza. Siguió con la mirada fija en el suelo, en su sombra y en la de su verdugo, que avanzaba detrás de ella.

Aunque había disfrutado de algunos momentos hermosos, Mariam sabía que en general la vida no se había mostrado amable con ella. Pese a ello, mientras recorría los últimos veinte pasos, no pudo contener el anhelo de seguir viviendo. Deseó ver a Laila de nuevo, oír su risa cantarina, sentarse con ella una vez más para tomar
chai
y comer
halwa
bajo un cielo estrellado. La entristecía no ver crecer a Aziza, no poder admirar a la hermosa joven en la que se convertiría, no poder pintarle las manos con alheña ni arrojar caramelos
n
oqul
el día de su boda. Nunca jugaría con los hijos de Aziza. ¡Cuánto le habría gustado llegar a vieja y jugar con esos niños!

Cuando estuvo cerca del poste, el hombre que avanzaba tras ella le indicó que se detuviera. Mariam obedeció. Por la rejilla del burka, vio la sombra de sus brazos alzando la sombra de su kalashnikov.

Mariam deseaba muchas cosas en aquellos momentos finales. Sin embargo, cuando cerró los ojos, ya no pensó en lamentarse, sino que se sintió invadida por una sensación de paz completa. Recordó las circunstancias de su nacimiento, como hija
harami
de una vulgar aldeana, un ser no deseado, un lamentable y triste accidente. Una mala hierba. Sin embargo, abandonaba este mundo como una mujer que había amado y había sido correspondida. Lo abandonaba como amiga, compañera y protectora. Como madre. Como una persona importante, al fin. No. No era tan malo, pensó, morir de esa manera. No era tan malo. Era el fin legítimo para una vida de origen ilegítimo.

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