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Authors: Hosseini Khaled

Mil Soles Esplendidos (18 page)

Durante ese tiempo, el padre de Tariq sufrió varios ataques al corazón. Como consecuencia, la mano izquierda le quedó un poco torpe y tenía dificultades para hablar. Cuando se ponía nervioso, cosa que ocurría con frecuencia, aún le costaba más.

Al crecer, Tariq tuvo que cambiarse la pierna ortopédica. Se la proporcionó la Cruz Roja, aunque tuvo que esperar seis meses.

Tal como Hasina temía, su familia se la llevó a Lahore y la obligó a casarse con el primo que era dueño de una tienda de coches. La mañana en que emprendieron el viaje, Laila y Giti fueron a su casa para despedirse de ella. Hasina les contó que su futuro marido había iniciado ya los trámites para emigrar a Alemania, donde vivían sus hermanos. Ella creía que no tardarían más de un año en instalarse en Frankfurt. Las tres amigas se abrazaron y lloraron juntas. Giti estaba desconsolada. La última vez que Laila vio a Hasina, su padre la ayudaba a acomodarse en el atestado asiento de un taxi.

La Unión Soviética se desmoronaba con asombrosa rapidez. Laila tenía la impresión de que cada semana
babi
volvía a casa con la noticia de que una nueva república se había declarado independiente: Lituania, Estonia, Ucrania. En el Kremlin ya no ondeaba la bandera soviética. Había nacido la Federación Rusa.

En Kabul, Nayibulá cambió de táctica y trató de presentarse como un musulmán devoto.

—Demasiado tarde —dijo
babi
—. No se puede ser jefe de la KHAD un día, y al siguiente ir a rezar a una mezquita con los familiares de aquellos a quienes has torturado y asesinado.

Viendo que se estrechaba el cerco sobre Kabul, Nayibulá trató de llegar a un acuerdo con los muyahidines, pero éstos lo rechazaron.

Desde su cama,
mammy
dijo: «Me alegro mucho.» Esperaba que llegaran los muyahidines y desfilaran por las calles de Kabul. Esperaba la caída de los enemigos de sus hijos.

Finalmente, la caída llegó. Fue en abril de 1992, el año en que Laila cumplió los catorce.

Nayibulá se rindió por fin y buscó refugio en la sede de las Naciones Unidas cercana al palacio Darulaman, al sur de la ciudad.

La yihad había terminado. Los diversos regímenes comunistas que habían detentado el poder desde el nacimiento de Laila habían sido derrotados. Los héroes de
mammy,
los camaradas de armas de Ahmad y Nur, habían ganado. Y después de más de una década de sacrificarlo todo, de separarse de las familias para vivir en las montañas y luchar por la soberanía de Afganistán, los muyahidines volvían a Kabul, cansados de mil batallas.

Mammy
sabía todos sus nombres.

Dostum, el extravagante comandante uzbeko, líder de la facción Yunbish-i-Milli, que tenía fama de cambiar fácilmente de aliados. El apasionado y adusto Gulbuddin Hekmatyar, líder de la facción Hezb-e-Islami, un pastún que había estudiado ingeniería y que en una ocasión había matado a un estudiante maoísta. Rabbani, el líder tayiko de la facción Yamiat-e-Islami, que enseñaba islam en la Universidad de Kabul en la época de la monarquía. Sayyaf, un corpulento pastún de Pagman con parientes árabes, líder de la facción Ittehad-i-Islami. Abdul Ali Mazarí, líder de la facción Hizb-e-Wahdat, conocido como Baba Mazarí entre sus compatriotas hazaras, con estrechos vínculos con chiíes de Irán.

Y, por supuesto, estaba el héroe de
mammy,
el aliado de Rabbani, el reflexivo y carismático comandante tayiko Ahmad Sha Massud, el León de Panyshir, cuya imagen aparecía en un póster que la madre de Laila había colgado en su dormitorio. El rostro apuesto y pensativo de Massud, con una ceja levantada y el característico
pakol
ladeado, se haría omnipresente en Kabul. Sus conmovedores ojos negros devolvían la mirada desde vallas publicitarias, paredes, escaparates y banderitas sujetas a las antenas de los taxis.

Para
mammy,
aquél era el día que tanto había anhelado y que convertía sus sueños en realidad.

Por fin habían terminado los años de espera: sus hijos ya podrían descansar en paz.

El día después de la rendición de Nayibulá,
mammy
se levantó convertida en una mujer nueva. Por primera vez en los cinco años transcurridos desde que Ahmad y Nur habían muerto como
shahid,
no se vistió de negro, sino que se puso un vestido de lino azul cobalto con lunares blancos. Limpió las ventanas, barrió el suelo, aireó la casa y se dio un buen baño. Su voz tenía un estridente tono de alegría.

—Hay que celebrarlo —anunció. Y envió a Laila a invitar a los vecinos—. ¡Diles que mañana daremos un gran festín!

En la cocina,
mammy
miró alrededor con los brazos en jarras.

—¿Qué has hecho con mi cocina, Laila? —preguntó con afable tono de reproche—. Lo has cambiado todo de sitio.

Empezó a mover cacharros con grandes aspavientos, como si reclamara nuevamente la posesión de su territorio. Laila se mantuvo a cierta distancia. Era lo mejor.
Mammy
podía resultar tan avasalladora en sus arranques de euforia como en sus ataques de ira. Con inquietante energía, la mujer se dispuso a preparar la comida: sopa
aush
con judías blancas y eneldo,
kofta, mantu
humeante macerado en yogur espolvoreado con menta.

—Te has depilado las cejas —observó
mammy,
mientras abría un gran saco de arroz que había junto a la encimera.

—Sólo un poco.

La madre de Laila midió arroz del saco y lo puso en una olla negra llena de agua. Se arremangó y empezó a removerlo.

—¿Cómo está Tariq?

—Su padre ha estado muy enfermo —contestó la hija.

—¿Qué edad tiene ya?

—No lo sé. Sesenta y tantos, supongo.

—Me refiero a Tariq.

—Ah. Dieciséis.

—Es un niño muy agradable, ¿verdad?

Laila se encogió de hombros.

—Aunque ya no es tan niño, ¿no? Dieciséis. Casi un hombre, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir con eso,
mammy
?

—Nada, nada —contestó ella, sonriendo inocentemente—. Sólo pensaba que... Ah, tonterías. Será mejor que me lo calle.

—Pero si estás deseando decirlo —soltó la muchacha, irritada por la retorcida acusación que adivinaba.

—Bueno. —Cruzó las manos sobre el borde de la olla. A Laila le pareció que la forma en que decía «bueno» y cruzaba las manos era muy poco natural, casi ensayada. Mucho se temía que le caería un buen sermón—. Una cosa es que jugarais juntos de pequeños. No había nada malo en eso. Resultaba enternecedor. Pero ahora... Veo que ya llevas sujetador, hija.

A Laila el comentario la pilló desprevenida.

—La verdad es que podrías habérmelo contado. No lo sabía. Me decepciona que no me lo hayas dicho. —Percibiendo cierta ventaja,
mammy
siguió adelante, lanzada—. De todas formas, no se trata de mí ni del sujetador, sino de Tariq y tú. Es un chico, ¿entiendes?, y como tal no tiene que preocuparse por su reputación. Pero ¿y tú? La reputación de una mujer, sobre todo si es tan guapa como tú, es un asunto muy delicado, Laila. Es como tener un pájaro entre las manos. Si aflojas un poco, echa a volar.

—¿Y qué me dices de cuando tú saltabas la tapia y te escondías en el huerto con
bab
?—replicó la muchacha, complacida por su rápida reacción.

—Nosotros éramos primos. Y luego nos casamos. ¿Ha pedido tu mano Tariq?

—Es un amigo. Un
rafiq.
Nada más —declaró Laila, poniéndose a la defensiva pero sin mucha convicción—. Para mí es como un hermano —añadió. Antes incluso de que la expresión de su madre se ensombreciera, comprendió su error.

—No, no lo es —afirmó la mujer categóricamente—. No compares a ese hijo cojo de un carpintero con tus hermanos. No hay quien pueda compararse a tus hermanos.

—Yo no he dicho que él... No me refería a eso.

Mammy
suspiró exhalando el aire por la nariz con los dientes apretados.

—De todas formas —prosiguió, pero ya sin el alegre desenfado de antes—, lo que intento decirte es que si no te andas con cuidado, la gente empezará a rumorear.

Laila abrió la boca para hablar, pero sabía que a su madre no le faltaba razón: atrás habían quedado los días de retozar por la calle con Tariq, inocentemente y sin inhibiciones. Hacía algún tiempo que había empezado a notar una sensación extraña cuando estaban juntos en público, la impresión de que los miraban, los vigilaban y cuchicheaban a su paso. Era algo que nunca había sentido antes y que tampoco sentiría entonces, de no ser por un hecho fundamental: estaba locamente enamorada de Tariq. Cuando lo tenía cerca, no podía evitar que la consumieran los más escandalosos pensamientos del cuerpo esbelto y desnudo de Tariq entrelazado con el suyo. De noche, en la cama, se imaginaba a su amigo besándole el vientre, trataba de imaginar la dulzura de sus labios y el tacto de sus manos en el cuello, el pecho, la espalda y aún más abajo. Cuando pensaba en él de esa manera, se sentía sumamente culpable, pero también notaba una cálida y peculiar sensación que se extendía desde su vientre hasta el rostro, como si se hubiera ruborizado.

Mammy
tenía razón. Más de lo que creía. De hecho, Laila sospechaba que algunos vecinos, si no la mayoría, chismorreaban ya sobre Tariq y ella. Ella había reparado en las sonrisas maliciosas y era consciente de que en el vecindario se rumoreaba que eran pareja. No hacía mucho, por ejemplo, que Tariq y ella se habían cruzado por la calle con Rashid, el zapatero, que iba seguido de su mujer, Mariam, vestida con el burka. Al pasar junto a ellos, Rashid había dicho en broma: «Si son Laili y Maynun», refiriéndose a los desventurados enamorados del popular poema romántico de Nezami del siglo XII; una versión farsi de
Romeo y Julieta,
había dicho
babi,
sólo que Nezami había escrito su poema cuatro siglos antes que Shakespeare.

Pero, aunque su madre tuviera razón, a Laila le dolía que no se hubiera ganado el derecho a actuar como tal. Habría sido distinto de haberse tratado de su padre. Pero después de tantos años de mantenerse distante, de encerrarse en sí misma sin preocuparse por dónde iba su hija, a quién veía y qué pensaba, había perdido ese derecho. Laila tenía la impresión de no ser mejor que los cacharros de la cocina, objetos que podían dejarse de lado para ser reclamados luego a voluntad, cuando uno tuviera ganas.

Sin embargo, aquél era un gran día, un día muy importante para todos. Habría sido una mezquindad arruinarlo, así que, impulsada por el espíritu del momento, lo dejó pasar.

—Sí, te entiendo.

—¡Bien! —exclamó
mammy
—. Entonces, todo resuelto. ¿Y dónde está Hakim? ¿Dónde está ese dulce maridito mío?

Hacía un día radiante, perfecto para una fiesta. Los hombres se sentaron en destartaladas sillas en el patio, bebieron té, fumaron y comentaron a viva voz el plan de los muyahidines entre bromas. Laila tenía una idea aproximada gracias a su padre: Afganistán se llamaba ahora Estado Islámico de Afganistán. Un Consejo Islámico de la Yihad, formado en Peshawar por varias facciones muyahidines, se encargaría de gobernar durante dos meses, dirigido por Sibgatulá Moyadidi. Los cuatro meses siguientes, tomaría el poder un consejo dirigido por Rabbani. Durante ese total de seis meses, se celebraría una
loya yirga,
una gran asamblea de líderes y ancianos, que formaría un gobierno interino para los dos años siguientes, antes de convocar unas elecciones democráticas.

Uno de los hombres abanicaba los pinchos de cordero que chisporroteaban sobre una improvisada parrilla.
Babi
y el padre de Tariq, muy concentrados, jugaban una partida de ajedrez a la sombra del viejo peral. Tariq también estaba sentado junto al tablero, observando la partida a ratos, al tiempo que escuchaba la charla política de la mesa contigua.

Las mujeres se reunieron en la sala de estar, el zaguán y la cocina. Charlaban con los bebés en brazos, esquivando expertamente con mínimos movimientos de cadera a los niños que correteaban por la casa. En un casete sonaba a pleno volumen un
gazal
de Ustad Sarahang.

Laila estaba en la cocina, preparando jarras de
dog
con Giti. Su amiga ya no se mostraba tan tímida ni tan seria como antes. Hacía varios meses que había desaparecido de su rostro la severa expresión de antaño. Reía abiertamente y con mayor frecuencia, y Laila tenía la impresión de que también con algo de coquetería. Giti había desterrado las sosas colas de caballo, se había dejado crecer el pelo y se había hecho reflejos rojizos. Laila descubrió al final que el origen de semejante transformación se encontraba en un joven de dieciocho años que se interesaba por la muchacha. Se llamaba Sabir y era el portero del equipo de fútbol del hermano mayor de Giti.

—¡Oh, tiene una sonrisa encantadora, y el cabello muy negro! —había explicado a Laila.

Nadie sabía que se gustaban, por supuesto. Se habían encontrado un par de veces en secreto para tomar el té, quince minutos en cada ocasión, en una pequeña casa de té del otro extremo de la ciudad, en Taimani.

—¡Va a pedir mi mano, Laila! A lo mejor se decide este mismo verano. ¿Qué te parece? No puedo dejar de pensar en él, te lo juro.

—¿Y los estudios? —había preguntado Laila.

Su amiga había ladeado la cabeza para lanzarle una mirada que lo decía todo.

«Cuando cumplamos los veinte —solía decir Hasina—, Giti y yo habremos parido ya cuatro o cinco niños cada una. Pero tú, Laila, harás que dos tontas como nosotras nos sintamos orgullosas de ti. Serás alguien. Sé que un día cogeré un periódico y encontraré tu foto en primera plana.»

Giti se encontraba ahora junto a Laila, troceando pepino con aire soñador.

Mammy
andaba por ahí cerca, con un vestido veraniego de vistosos colores, pelando huevos duros con Wayma, la comadrona, y la madre de Tariq.

—Voy a regalarle al comandante Massud una foto de Ahmad y Nur —decía
mammy
a Wayma, mientras ésta asentía tratando de parecer interesada y sincera—. Él se encargó personalmente del funeral. Rezó una plegaria junto a su tumba. Sería una muestra de agradecimiento por su consideración. —
Mammy
cascó un huevo duro—. Dicen que es un hombre serio y honorable; seguro que sabrá apreciar el detalle.

A su alrededor, las mujeres entraban y salían de la cocina llevando cuencos de
qurma,
fuentes de
mastawa
y hogazas de pan, que disponían sobre el
sofr
á
extendido en el suelo de la sala de estar.

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