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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (32 page)

Algunas extinciones masivas de la vida pasada son ahora atribuidas a inmensas emanaciones del manto que llegaron a la superficie generando mares de lava donde antaño hubo tierra firme. Otras se debieron al impacto de cometas o asteroides próximos a la Tierra que incendiaron los cielos y transformaron el clima. En el siglo XXI deberíamos al menos hacer un inventario de cometas y asteroides para saber si alguno lleva inscrito nuestro nombre.

Un motivo de satisfacción científica en el siglo XX es el descubrimiento de la naturaleza y la función del ADN (ácido desoxirribonucleico), la molécula clave responsable de la herencia en los seres humanos y en la mayor parte de plantas y animales. Hemos aprendido a leer el código genético y, en un número creciente de seres vivos, trazado todos los genes y determinado de qué funciones orgánicas se encarga la mayoría. Los especialistas en genética se preparan para trazar el genoma humano, hazaña de enorme potencial tanto para el bien como para el mal. El aspecto más significativo de la historia del ADN es el hecho de que ahora se consideren perfectamente comprensibles, en términos fisicoquímicos, los procesos fundamentales de la vida. No parece que haya implicados una fuerza vital, un espíritu, un alma. Lo mismo ocurre en neurofisiología: todavía de modo impreciso, la mente parece ser la expresión de los 100 billones de conexiones neuronales del cerebro, más unos cuantos elementos químicos simples.

La biología molecular nos permite ahora comparar dos especies cualesquiera, gen por gen, molécula por molécula, para descubrir su grado de parentesco. Estos experimentos han demostrado de modo concluyente la semejanza profunda de todos los seres de la Tierra y confirmado las relaciones generales antes propuestas por la biología evolutiva. Por ejemplo, hombres y chimpancés comparten el 99,6% de sus genes activos, lo que ratifica que los chimpancés son nuestros parientes más próximos, y que tenemos un antepasado común.

Durante el siglo XX, y por vez primera, investigadores de campo han vivido con otros primates, observando atentamente su comportamiento en su hábitat natural para descubrir la piedad, la perspicacia, la ética, la guerra de guerrillas, la política, el empleo y la fabricación de herramientas, la música, un nacionalismo rudimentario y muchas otras características a las que antes se juzgaba únicamente humanas. Prosigue el debate sobre la capacidad lingüística de los chimpancés, pero en Atlanta hay un bonobo (un «chimpancé pigmeo») de nombre Kanzi que utiliza con soltura un lenguaje simbólico de varios centenares de caracteres, y que, además, ha aprendido por sí mismo a fabricar herramientas de piedra.

Muchos de los más asombrosos avances recientes en química están relacionados con la biología, pero voy a mencionar uno cuya significación es mucho más amplia: se ha comprendido la naturaleza del enlace químico, las fuerzas cuánticas determinantes de las asociaciones de átomos, así como la intensidad y la configuración de las uniones. También se ha sabido que aplicando las radiaciones a atmósferas nada recomendables (como las primitivas de la Tierra y otros planetas) se generan aminoácidos y diversos elementos clave de la vida. En el laboratorio se ha descubierto que los ácidos nucleicos y otras moléculas se multiplican por sí mismos y reproducen sus mutaciones. En consecuencia, el siglo XX ha registrado un progreso sustancial en la comprensión del origen de la vida. Buena parte de la biología se puede reducir a la química, y mucho de ésta, a la física. Aún no existe una seguridad completa, pero el hecho de que haya algo de verdad en ello, por poco que sea, constituye un atisbo importantísimo sobre la naturaleza del universo.

La física y la química, con la ayuda de los ordenadores más potentes de la Tierra, han tratado de determinar el clima y la circulación atmosférica general del planeta a lo largo del tiempo. Este poderoso instrumento se emplea para calcular las consecuencias futuras del vertido continuo de CO
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y otros gases invernadero a la atmósfera terrestre. Mientras tanto, y con una facilidad mucho mayor, los satélites meteorológicos permiten la predicción del tiempo con una antelación de varios días, evitando cada año pérdidas de miles de millones de dólares en la agricultura.

A principios del siglo XX los astrónomos estaban sumidos en lo más hondo de un océano de aire turbulento, desde donde intentaban atisbar mundos lejanos. Hacia el final del siglo giran en órbitas terrestres grandes telescopios que observan los cielos en las bandas de rayos gamma y X, luz ultravioleta, luz visible, luz infrarroja y ondas de radio.

En 1901, Marconi realizó su primera emisión de radio a través del Atlántico. Ahora estamos acostumbrados a emplear la radio para comunicarnos con cuatro vehículos espaciales más allá del planeta más lejano de nuestro sistema solar, y a recibir las emisiones de radio naturales de quásares situados a 8.000 y 10.000 millones de años luz, así como la denominada radiación de fondo del cuerpo negro (los vestigios del Big Bang, la vasta explosión que inició la encarnación actual del universo).

Se han lanzado vehículos de exploración para estudiar 70 astros y posarse en tres de ellos. El siglo ha contemplado la casi mítica hazaña de enviar 12 hombres a la Luna y traerlos sanos y salvos junto con más de 100 kilos de rocas lunares. Las naves robóticas han confirmado que la superficie de Venus presenta, por obra de un inmenso efecto invernadero, una temperatura de más de 480 °C; que hace 4.000 millones de años Marte tenía un clima semejante al de la Tierra; que moléculas orgánicas caen como maná del cielo de Titán, un satélite de Saturno; que quizá una cuarta parte de cada cometa es materia orgánica.

Cuatro de nuestras naves espaciales viajan rumbo a las estrellas. Se han encontrado recientemente otros planetas en torno de otras estrellas. Nuestro Sol está en los arrabales de una vasta galaxia en forma de lente que comprende unos 400.000 millones de soles. A principios de siglo se creía que la Vía Láctea era la única galaxia. Ahora sabernos que hay centenares de miles de millones, todas alejándose unas de otras como restos de una enorme explosión, el Big Bang. Se han hallado residentes exóticos del zoo cósmico ni siquiera imaginados al comenzar el siglo: pulsares, cuásares y agujeros negros. Al alcance de nuestras observaciones quizás estén las respuestas a algunas de las preguntas más profundas que jamás se hayan hecho los seres humanos sobre el origen, la naturaleza y el destino del universo entero.

Tal vez el subproducto más desgarrador de la revolución científica haya sido el hacer insostenibles muchas de nuestras creencias más arraigadas y consoladoras. El ordenado proscenio antropocéntrico de nuestros antepasados ha sido reemplazado por un universo frío, inmenso e indiferente, donde los hombres se hallan relegados a la oscuridad. Sin embargo, advierto la emergencia en nuestra conciencia de un universo poseedor de un orden magnífico, mucho más complejo y primoroso de lo que imaginaron nuestros antepasados. Si es posible comprender tanto acerca del universo en términos de unas cuantas y simples leyes naturales, quienes deseen creer en Dios siempre pueden atribuir su belleza a una Razón que subyace en toda la naturaleza. Mi opinión es que resulta mucho mejor entender el universo tal como es que aspirar a un universo tal como querríamos que fuese.

Adquirir el conocimiento y el saber necesarios para comprender las revelaciones científicas del siglo XX será el reto más profundo del siglo XXI.

Capítulo
19
E
N EL VALLE DE LAS SOMBRAS

¿Es, pues, cierto o sólo vana fantasía?

E
URÍPIDES
,
Yone,
hacia el 410 a. de C.

S
EIS VECES HASTA AHORA HE VISTO LA MUERTE CARA A CARA
, y otras tantas ella ha desviado la mirada y me ha dejado pasar. Algún día, desde luego, la Muerte me reclamará, como hace con cada uno de nosotros. Es sólo cuestión de cuándo, y de cómo. He aprendido mucho de nuestras confrontaciones, sobre todo acerca de la belleza y la dulce acrimonia de la vida, del valor de los amigos y la familia y del poder transformador del amor. De hecho, estar casi a punto de morir es una experiencia tan positiva y fortalecedora del carácter que yo la recomendaría a cualquiera, si no fuese por el obvio elemento, esencial e irreductible, de riesgo.

Me gustaría creer que cuando muera seguiré viviendo, que alguna parte de mí continuará pensando, sintiendo y recordando. Sin embargo, a pesar de lo mucho que quisiera creerlo y de las antiguas tradiciones culturales de todo el mundo que afirman la existencia de otra vida, nada me indica que tal aseveración pueda ser algo más que un anhelo.

Deseo realmente envejecer junto a Annie, mi mujer, a quien tanto quiero. Deseo ver crecer a mis hijos pequeños y desempeñar un papel en el desarrollo de su carácter y de su intelecto. Deseo conocer a nietos todavía no concebidos. Hay problemas científicos de cuyo desenlace ansío ser testigo, como la exploración de muchos de los mundos de nuestro sistema solar y la búsqueda de vida fuera de nuestro planeta. Deseo saber cómo se desenvolverán algunas grandes tendencias de la historia humana, tanto esperanzadoras como inquietantes: los peligros y promesas de nuestra tecnología, por ejemplo, la emancipación de las mujeres, la creciente ascensión política, económica y tecnológica de China, el vuelo interestelar.

De haber otra vida, fuera cual fuere el momento de mi muerte, podría satisfacer la mayor parte de estos deseos y anhelos, pero si la muerte es sólo dormir, sin soñar ni despertar, se trata de una vana esperanza. Tal vez esta perspectiva me haya proporcionado una pequeña motivación adicional para seguir con vida. El mundo es tan exquisito, posee tanto amor y tal hondura moral, que no hay motivo para engañarnos con bellas historias respaldadas por escasas evidencias. Me parece mucho mejor mirar cara a cara la Muerte en nuestra vulnerabilidad y agradecer cada día las oportunidades breves y magníficas que brinda la vida.

Durante años, cerca del espejo ante el que me afeito, he conservado, para verla cada mañana, una tarjeta postal enmarcada. Al dorso hay un mensaje a lápiz para un tal James Day, de Swansea Valley, Gales. Dice así:

Querido amigo:

Sólo unas líneas para decirte que estoy vivo y coleando y que lo paso en grande. Es magnífico.

Afectuosamente, WJR

Está firmada con las iniciales casi indescifrables de alguien llamado William John Rogers. En el anverso hay una foto en color de una espléndida nave de cuatro chimeneas y la mención «Transatlántico
Titanic
de la White Star». El matasellos lleva la fecha del día anterior a aquel en que el gran barco se hundió llevándose consigo más de 1.500 vidas, incluida la del tal Rogers. Annie y yo tenemos a la vista la tarjeta postal por una razón. Sabemos que «pasarlo en grande» puede ser un estado de lo más provisional e ilusorio. Así nos sucedió.

Disfrutábamos de una aparente buena salud, nuestros hijos crecían, escribíamos libros, habíamos emprendido nuevos y ambiciosos proyectos para la televisión y el cine, pronunciábamos conferencias y yo seguía consagrado a la más atrayente investigación científica.

Una mañana de finales de 1994, de pie junto a la tarjeta enmarcada, Annie advirtió que no había desaparecido de mi brazo una fea mancha de color negro azulado que llevaba allí muchas semanas. «¿Por qué sigue ahí?», preguntó. Ante su insistencia, y un tanto de mala gana (las manchas negrozuladas no pueden ser graves, ¿verdad?), fui al médico para que me hiciese un análisis de sangre.

Tuvimos noticias de él pocos días más tarde, cuando nos hallábamos en Austin, Texas. Estaba preocupado. Resultaba evidente que en el laboratorio habían cometido un error. El análisis correspondía a la sangre de una persona muy enferma. «Por favor —me apremió—, hágase de inmediato un nuevo análisis.» Seguí su consejo. No había ningún error.

Mis glóbulos rojos, que llevan oxígeno a todo el cuerpo, y mis glóbulos blancos, que combaten las enfermedades, habían disminuido considerablemente. De acuerdo con la explicación más probable, se trataba de un problema con los hemocitoblastos, que, generados en la médula ósea, son los precursores habituales de glóbulos blancos y rojos. El diagnóstico fue confirmado por expertos en este campo. Yo padecía una enfermedad de la que nada había sabido hasta entonces: mielodisplasia. Su origen es casi desconocido. Me asombró saber que, si no hacía nada, mi probabilidad de supervivencia era cero. Moriría en seis meses. Yo era activo y productivo. La idea de hallarme en el umbral de la muerte se me antojó una broma grotesca.

Sólo existía un medio conocido de tratamiento capaz de generar una curación: un trasplante de médula ósea, pero sólo funcionaría si encontraba un donante compatible. Aun entonces, habría que suprimir enteramente mi sistema inmunitario para que mi cuerpo no rechazase la médula ósea del donante. Sin embargo, una represión seria del sistema inmunitario podía matarme de varias otras maneras; por ejemplo, limitando mi resistencia a las enfermedades de tal modo que estuviese a merced de cualquier microbio que se cruzara en mi camino.

Por un instante pensé en no tomar ninguna medida y esperar a que el progreso de las investigaciones médicas encontrase una curación distinta; pero era la más tenue de las esperanzas.

Todas nuestras indagaciones acerca de adonde ir convergían en el Centro Fred Hutchinson de Investigaciones Oncológicas, de Seattle, una de las primeras instituciones del mundo en lo que se refiere a trasplantes de médula ósea. Allí trabajan muchos expertos en este campo, incluyendo a E. Donnall Thomas, premio Nóbel de Fisiología y Medicina en 1990. La gran competencia de médicos y enfermeras y sus excelentes cuidados justificaban plenamente el consejo que nos dieron de solicitar tratamiento en el «Hutch».

El primer paso consistía en averiguar si podíamos hallar un donante compatible. Algunas personas jamás lo encuentran. Annie y yo llamamos a mi única hermana, Cari, menor que yo. Me mostré reticente e indirecto. Cari ni siquiera sabía que estaba enfermo. Antes de que yo pudiera concretar, me dijo: «Cuenta con ello. Sea lo que sea..., el hígado..., los pulmones..., como si fuera tuyo.» Todavía se me hace un nudo en la garganta cada vez que pienso en la generosidad de Cari. Sin embargo, no había ninguna garantía de que su médula ósea fuese compatible con la mía. Se sometió a una serie de análisis y, uno tras otro, los seis factores de compatibilidad encajaron con los míos. Resultaba la donante perfecta. Había sido increíblemente afortunado.

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