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Authors: Carl Sagan

Tags: #divulgación científica

Miles de Millones (33 page)

«Afortunado» es, sin embargo, un término relativo. Incluso con una compatibilidad perfecta, la probabilidad general de curación era aproximadamente de un 30 %. Eso es como jugar a la ruleta rusa con cuatro balas en vez de una en el tambor del revólver; pero era, con mucho, lo mejor que podía haberme sucedido, y me había enfrentado en otro tiempo con perspectivas peores.

Toda nuestra familia se trasladó a Seattle, incluyendo los padres de Annie. Disfrutamos de una afluencia constante de visitantes —los chicos mayores, mi nieto, otros parientes y amigos— tanto en el hospital como cuando me sometieron a tratamiento externo. Estoy seguro de que el aliento y el cariño que recibí, sobre todo por parte de Annie, inclinaron la balanza a mi favor.

Hubo, como cabe suponer, muchos aspectos amedrentadores. Recuerdo una noche en que, siguiendo instrucciones de los médicos, me levanté a las dos de la madrugada y abrí el primero de los 12 tubos de plástico con tabletas de busulfano, un poderoso agente quimioterapéutico. En la bolsa se leía:

PRODUCTO QUIMIOTERAPÉUTICO

PELIGRO BIOLÓGICO

TÓXICO

ELIMÍNESE COMOPELIGRO BIOLÓGICO

Una tras otra, me tragué 72 de aquellas píldoras. Era una cantidad mortal. Si no me practicaban pronto un trasplante de médula ósea, aquella terapia de supresión del sistema inmunitario acabaría por matarme. Equivalía a tomar una dosis fatal de arsénico o de cianuro con la esperanza de que me proporcionaran a tiempo el antídoto adecuado.

Los medicamentos para neutralizar mi sistema inmunitario ejercieron unos cuantos efectos directos. Padecí náuseas moderadas de manera continua, pero contaba con otros medicamentos que las controlaban y así podía incluso trabajar algo. Se me cayó casi todo el pelo, lo cual, unido a mi posterior pérdida de peso, me dio una apariencia un tanto cadavérica. Sin embargo, me sentí mejor un día en que Sam, nuestro hijo de cuatro años, dijo al verme: «Un buen corte de pelo, papá.» Y añadió: «No tengo ni idea de lo que te pasa, pero estoy seguro de que te pondrás bien.»

Aunque estaba convencido de que el trasplante en sí resultaría muy doloroso, no lo fue en absoluto. Como si de una simple transfusión de sangre se tratara, las células de la médula ósea de mi hermana se encargaron de encontrar el camino hacia la mía.

Algunos aspectos del tratamiento fueron extremadamente angustiosos, pero existe una especie de amnesia traumática merced a la cual cuando todo termina uno casi llega a olvidarse del dolor. El Hutch sigue una política liberal en la automedicación con analgésicos, incluyendo derivados de la morfina; de ese modo podía combatir de inmediato un sufrimiento intenso cuando se presentaba. Eso hizo la experiencia mucho más soportable.

Al final del tratamiento, mis glóbulos, tanto los rojos como los blancos, procedían principalmente de Cari. Los cromosomas sexuales eran XX, en lugar de XY como en el resto de mi organismo. Por mi cuerpo circulaban células y plaquetas femeninas. Esperé que algunas de las características de Cari empezaran a manifestarse, como, por ejemplo, su pasión por la equitación o por asistir a media docena de representaciones teatrales seguidas, pero jamás sucedió.

Annie y Cari salvaron mi vida. Siempre agradeceré su amor y su ternura. Tras salir del hospital, necesité toda clase de asistencia, incluyendo medicinas administradas varias veces al día por medio de un catéter introducido en mi vena cava. Annie era mi «cuidadora autorizada»; se encargaba de darme los medicamentos de día y de noche, de cambiar los apósitos, de comprobar las constantes vitales y de aportar un aliento esencial. Las perspectivas de quienes ingresan solos en un hospital son, comprensiblemente, peores.

Por el momento había salvado la vida gracias a las investigaciones médicas. En parte no era otra cosa que investigación aplicada, tendente a ayudar a la curación o mitigar directamente enfermedades mortales, pero por otra se trataba de investigación básica, concebida sólo para entender cómo operan las cosas vivas, sin renunciar por ello a imprevisibles beneficios prácticos.

También me salvé gracias a los seguros médicos de la Universidad de Cornell y, en calidad de cónyuge de Annie, de la Writers Guild of America, la organización de autores de películas, televisión, etc. Existen decenas de millones de personas en Estados Unidos sin semejantes seguros médicos. ¿Qué habríamos hecho en su caso?

En mis textos he tratado de mostrar cuan estrechamente emparentados estamos con otros animales, qué cruel es infligirles dolor y qué bancarrota moral significa matarlos para, por ejemplo, fabricar lápices de labios. Aun así, como señaló el doctor Thomas al recibir su premio Nóbel: «El injerto de médula no podría haber logrado aplicación clínica sin la investigación en animales, primero con roedores endógamos y luego con especies exógamas, sobre todo el perro.» Esta cuestión me crea un gran conflicto, ya que de no haber sido por la investigación con animales hoy no estaría vivo.

De modo, pues, que la vida volvió a la normalidad. Nuestra familia, Annie y yo regresamos a Ithaca, Nueva York, donde residimos. Terminé varios proyectos de investigación y leí las últimas pruebas de mi libro
El mundo y sus demonios.
Nos reunimos con Bob Zemeckis, el director de
Contacto,
la película de la Warner Brothers basada en mi novela, para la que Annie y yo habíamos escrito un guión y en la que participábamos como coproductores. Iniciamos algunos nuevos proyectos para la televisión y el cine. Participé en las primeras etapas de la aproximación a Júpiter de la sonda espacial
Galilea.

Si había una lección que yo había aprendido muy bien, era que el futuro es imprevisible. Como tristemente iba a descubrir William John Rogers, tras haber escrito a lápiz su optimista mensaje mientras navegaba por el Atlántico septentrional, no hay modo de saber qué nos reserva el futuro, ni siquiera el más inmediato. Así, tras varios meses en casa (mi pelo creció de nuevo, recobré mi peso, el número de glóbulos rojos y blancos volvió a ser el normal y me sentía perfectamente), uno de los rutinarios análisis de sangre me arrebató la esperanza.

«Lamento decirle que tengo malas noticias», declaró el médico. Mi médula ósea había revelado la presencia de una nueva población de células peligrosas que se reproducían rápidamente. A los dos días, mi familia y yo regresamos a Seattle. Escribo este capítulo desde mi cama de hospital en el Hutch. Gracias a un procedimiento experimental recientemente descubierto, han determinado que esas células anómalas carecían de una enzima necesaria para protegerlas de dos agentes quimioterapéuticos habituales que no me habían aplicado antes. Tras un tratamiento con esos agentes, no encontraron en mi médula más células anómalas. Con el fin de eliminar las que pudiesen haber quedado (pues se reproducen a toda velocidad) sufrí otros dos tratamientos de quimioterapia, a los que seguirían más células de mi hermana. Una vez más había recibido, al parecer, lo mejor para una curación completa.

Ante el espíritu destructivo y la miopía de la especie humana, todos tendemos a desesperarnos, y yo, por motivos que aún considero muy fundados, no soy precisamente la excepción.

Sin embargo, uno de los descubrimientos de mi enfermedad es la extraordinaria comunidad de bondad a la que deben sus vidas las personas en mi situación.

Hay más de dos millones de estadounidenses inscritos voluntariamente en el Programa Nacional de Donantes de Médula, todos ellos dispuestos a someterse en beneficio de un perfecto desconocido a una extracción medular más bien molesta. Millones más contribuyen con su sangre a la Cruz Roja americana y otras instituciones de donantes sin remuneración alguna, ni siquiera un billete de cinco dólares, con el fin de salvar una vida anónima.

Científicos y técnicos trabajan año tras año con grandes obstáculos, salarios a menudo bajos y sin la menor garantía de éxito. Tienen muchas motivaciones, pero una es la esperanza de ayudar a otros, de curar enfermedades, de parar los pies a la muerte. Cuando tanto cinismo amenaza con ahogarnos, resulta alentador recordar cuánta bondad hay por doquier.

Cinco mil personas rezaron por mí en los oficios de Pascua en la catedral de San Juan el Divino de la ciudad de Nueva York, la iglesia más grande de la cristiandad. Un sacerdote hindú describió una gran vigilia de oración por mí a orillas del Ganges. El imán de Norteamérica rezó por mi restablecimiento. Muchos cristianos y judíos me escribieron para notificarme las suyas. Aunque no creo que Dios, de existir, alterase debido a la oración los planes, me siento agradecido más allá de toda ponderación a aquellos —incluyendo tantos a quienes nunca conocí— que oraron por mi restablecimiento.

Muchos me han preguntado cómo es posible enfrentarse a la muerte sin la certeza de otra vida. Sólo puedo decir que esto no ha constituido un problema. Con alguna reserva acerca de las «almas débiles», comparto la opinión de mi héroe, Albert Einstein:

No logro concebir un dios que premie y castigue a sus criaturas o que posea una voluntad del tipo que experimentamos en nosotros mismos. Tampoco puedo ni querría concebir que un individuo sobreviviese a su muerte física; que las almas débiles, por temor o absurdo egotismo, alienten tales pensamientos. Yo me siento satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con un atisbo de la estructura maravillosa del mundo existente, junto con el resuelto afán de comprender una parte, por pequeña que sea, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.

Post scríptum

Mucho ha sucedido desde que escribí este capítulo hace un año. Salí del Hutch, regresamos a Ithaca, pero al cabo de pocos meses la enfermedad reapareció. En esta ocasión fue mucho más penosa, quizá porque mi cuerpo se hallaba debilitado a causa de las terapias anteriores, pero también porque el condicionamiento previo al trasplante exigía que mi cuerpo fuese sometido a radioterapia. De nuevo, me acompañó a Seattle mi familia. De nuevo, recibí en el Hutch la misma asistencia experta y afectuosa. De nuevo, Annie se mostró magnífica en su modo de alentarme. De nuevo, mi hermana Cari reveló su generosidad ilimitada en la donación de su médula ósea. De nuevo, me vi rodeado por una comunidad de bondad. En el momento en que escribo —aunque quizá tenga que cambiarlo en las pruebas de imprenta— el pronóstico es el mejor de los posibles: todas las células detectables de la médula ósea son células donadas, XX, células femeninas, células de mi hermana. No hay células XY, células anfitrionas, células masculinas, células que promovieron la enfermedad original. Hay personas que sobreviven años incluso con un pequeño porcentaje de sus células anfitrionas. Aun así, sólo en un par de años estaré razonablemente seguro. Hasta entonces, sólo me resta la esperanza.

Seattle, Washington

Ithaca, Nueva York

Octubre de 1996

Epílogo

Con su optimismo característico frente a una ambigüedad inquietante, Carl concluye así esta obra suya, prodigiosa, apasionada y asombrosamente original, en la que salta con audacia de una ciencia a otra.

Tan sólo unas semanas después, a comienzos de diciembre, se sentó a la mesa para cenar y observó, con un gesto de extrañeza, su plato favorito. No sentía apetito. En tiempos mejores, mi familia siempre se había enorgullecido de lo que llamábamos
«wodar»,
un mecanismo interno que escruta incesantemente el horizonte a la búsqueda de los primeros indicios de un próximo desastre. Durante nuestros dos años en el valle de las sombras, el
wodar
había permanecido siempre en estado de alerta máxima. En esa montaña rusa de esperanzas que se desplomaban, se alzaban y volvían a caer, incluso la más leve alteración de un solo aspecto de la condición física de Carl hacía sonar todos los timbres de alarma.

Nuestras miradas se cruzaron fugazmente. De inmediato comencé a dar forma a una hipótesis benigna para explicar aquella súbita falta de apetito. Como de costumbre, razoné que no debía de guardar ninguna relación con la enfermedad, que sólo debía de tratarse de un desinterés pasajero por la comida en el que una persona sana jamás repararía. Carl consiguió esbozar una sonrisa y dijo: «Quizá.» Sin embargo, a partir de aquel momento tuvo que obligarse a comer y sus fuerzas menguaron visiblemente. Pese a todo, insistió en cumplir un compromiso contraído hacía ya tiempo y pronunciar aquella misma semana dos conferencias en el área de la bahía de San Francisco. Cuando regresó a nuestro hotel tras la segunda charla estaba exhausto. Llamamos a Seattle.

Los médicos nos apremiaron a volver de inmediato al Hutch. Me aterraba tener que decir a Sasha y a Sam que no regresaríamos a casa al día siguiente, como les habíamos prometido; que en lugar de ello haríamos un cuarto viaje a Seattle, lugar que se había convertido para nosotros en sinónimo de horror. Los chicos se quedaron de una pieza. ¿Cómo disipar convincentemente sus temores de que aquello podía acabar, al igual que en las tres ocasiones anteriores, en otra estancia de seis meses lejos de casa o, según sospechó Sasha, en algo mucho peor? Una vez más recurrí a mi mantra estimulante: «Papá quiere vivir. Es el hombre más valiente y fuerte que conozco. Los médicos son los mejores que hay en el mundo...» Sí, tendríamos que postergar la Hanuca
[21]
, pero en cuanto papá se restableciera...

Al día siguiente, en Seattle, una radiografía reveló que Carl padecía una neumonía de causa desconocida. Los repetidos análisis no lograron determinar si su origen era bacteriano, viral o fúngico. La inflamación de sus pulmones constituía tal vez una reacción tardía a la dosis letal de radiaciones que había recibido seis meses antes como preparación para el último trasplante de médula ósea. Unas grandes dosis de esteroides sólo consiguieron aumentar sus sufrimientos y no hicieron ningún bien a sus pulmones. Los médicos empezaron a prepararme para lo peor. A partir de entonces, cuando iba por los pasillos del hospital encontraba en los rostros familiares del personal expresiones harto diferentes. Me esquivaban y rehuían mi mirada. Era preciso que viniesen los chicos. Cuando Carl vio a Sasha, pareció operarse en su condición un cambio milagroso. «Bella, bella Sasha —exclamó—. No sólo eres bella, sino también maravillosa.» Le dijo que si conseguía sobrevivir sería en parte por la fuerza que le brindaba su presencia. Durante unas cuantas horas los monitores del hospital registraron lo que parecía un cambio completo. Mis esperanzas aumentaron, pero en el fondo no podía dejar de advertir que los médicos no compartían mi entusiasmo. Vieron aquella momentánea recuperación como lo que era, «veranillo de otoño», la breve pausa del organismo antes de su pugna final.

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