Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online
Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors
Tags: #Relato, Ciencia-Ficción
Stone saborea el paisaje. La vista de cualquier cosa, incluso los borrones más neblinosos, eran un tesoro hasta hacía unos pocos días. Y lo que realmente se le ha dado, esa maravillosa capacidad de convertir el mundo cotidiano en un mundo recamado de fantasía, es demasiado como para creérselo.
Momentáneamente insensibilizado, Stone ordena a su vista volver a la normalidad. La ciudad vuelve instantáneamente a su color de gris acerado, el cielo a su azul, los árboles a su verde. Aun así, el panorama es magnífico.
Stone permanece frente a un ventanal, en el piso 150 de la Torre Citrine, en la ZLE de Wall Street. Durante las dos últimas semanas, éste ha sido su hogar, del cual no se ha movido. Sus únicas visitas han sido una enfermera, un ciberterapeuta y June. El aislamiento y la relativa ausencia de contacto humano no le molestan. Tras la Chapuza, semejante quietud es una bendición. Y luego, por supuesto, ha estado atrapado en la sensual tela de araña de su vista.
La primera cosa que vio al caminar tras la operación fue el tono glorioso de sus exploraciones visuales. La sonriente cara de una mujer mirándole desde arriba. Su piel era de un translúcido color ocre, sus ojos de un radiante castaño, su pelo una abundante cascada enmarcando su cara.
—¿Cómo te sientes? —preguntó June.
—Bien —dijo Stone. Entonces pronunció una expresión para la que nunca antes había encontrado utilidad—. Gracias.
June negó negligentemente con su fina mano.
—No me lo agradezcas. Yo no lo he pagado.
Y fue entonces cuando Stone supo que June no era su jefe, sino que ella trabajaba para otra persona. Y aunque ella no le dijo a quién se lo debía, pronto lo descubrió, cuando lo trasladaron del hospital al edificio que llevaba su nombre.
Alice Citrine. Incluso Stone la conocía.
De espaldas a las ventanas, Stone avanza por la gruesa moqueta color crema de su habitación. (¡Qué extraño poder moverse con esa seguridad, sin pararse y tantear!) Ha pasado más o menos quince días practicando asiduamente con sus nuevos ojos. Todo lo que el doctor le prometió era cierto; el milagro de la vista lo ha transportado a nuevas dimensiones. Todo es intrigante. Y el lujo de su situación es innegable. Todo tipo de comidas que pida (aunque él se hubiera conformado con «frack», porciones de plancton procesado), música, holovisión, y lo más preciado, la compañía de June. Pero, repentinamente, hoy se encuentra un poco irritado. ¿Dónde y para qué tipo de trabajo le han contratado? ¿Por qué no se ha visto todavía cara a cara con quien le contrató? Comienza a preguntarse si todo esto no será algún tipo de superelaborada jugarreta.
Stone se detiene ante un espejo de cuerpo entero que hay en la puerta del vestidor. Los espejos conservan aún el poder de fascinarle poderosamente. Ese duplicado completamente obediente, imitándole a uno en todos sus movimientos, sin otra voluntad que la de uno mismo. Y el mundo reflejado del fondo, inalcanzable y silencioso. Durante sus primeros años en la Chapuza, cuando todavía tenía ojos, Stone nunca vio su reflejo, excepto en charcos o ventanas rotas. Ahora se enfrenta a un inmaculado extraño en el espejo, buscando indicios en sus rasgos que le muestren la personalidad esencial que hay debajo.
Stone es bajo y esquelético, las señales de desnutrición resultan evidentes con su estatura. Pero sus extremidades están derechas y sus magros músculos son duros. Su piel, donde es visible, bajo la ropa negra de una pieza y sin mangas, está curtida por el aire libre y llena de cicatrices. Zapatillas de plyoskin cubren sus pies, pero son casi tan buenas como ir descalzo.
Su cara: planos entrecruzados, como los extraños cuadros de su dormitorio (¿mencionó June a Picasso?). Mandíbula afilada, nariz estrecha, una mata de pelo rubio en el cráneo. Y sus ojos, inhumanos, dos hemisferios afacetados de un negro siniestro. «Pero, ¡por favor!, ya no me los quiten. Haré lo que quieran.»
Detrás de él la puerta de entrada a la suite se abre ahora. Es June. Sin hacerlo conscientemente, la impaciencia de Stone se derrama en sus palabras, que al principio se amontonan sobre las de June, para más tarde acabar ambos la frase diciendo simultáneamente las mismas palabras.
—Quiero ver...
—Vamos a visitar...
—¡A Alice Citrine!
Cincuenta pisos por encima de la suite de Stone, la vista de la ciudad es aún más espectacular. Stone sabe por June que la Torre Citrine se levanta sobre una tierra que ni siquiera existía hace un siglo. La presión de la ciudad por crecer motivó el amplio rellenado del río East, al sur del Puente de Brooklyn. En un sector de este solar artificial, se construyó la Torre Citrine, en los Oughts, durante el período de expansión que siguió a la Segunda Convención Constitucional.
Stone aumenta la potencia fotón-electrón de sus ojos, y el río East se convierte en una sábana de fuego blanco.
Una distracción momentánea para tranquilizar sus nervios.
—Quédate aquí conmigo —dice June, señalando un objetivo un poco más allá de la puerta del ascensor, a pocos metros de otra entrada.
Stone obedece. Imagina que puede sentir los rayos de identificación sobre él, aunque es probable que esto se deba a la cercanía de June, cuyos codos tocan los suyos. Su perfume llena sus fosas nasales y desea fervientemente que los nuevos ojos no hayan embotado sus otros sentidos.
Silenciosamente, la puerta se abre ante ellos.
June le guía hacia el interior.
Alice Citrine aguarda allí.
La mujer se sienta en una silla de ruedas con motor, de espaldas a una hilera de monitores dispuestos en forma de herradura. Su corto pelo es del color amarillento del maíz, su piel sin arrugas, aunque Stone intuye, con la misma capacidad que tenía de ciego para sentir emociones, que ella es muy anciana. Estudia su perfil aquilino, que de alguna manera le resulta conocido, como la cara que una vez soñada se hace familiar.
Ella se gira, mostrándole sus rasgos por completo. June lo ha llevado a un metro de distancia de la reluciente consola.
—Encantada de verle, señor Stone —dice Citrine—. Espero que esté cómodo y que no tenga quejas.
—Sí —dice Stone, intentando expresarle su agradecimiento, como se supone debe hacer, pero no puede encontrar las palabras de lo desconcertado que se encuentra. En vez de eso, dice tentativamente—: Mi trabajo...
—Naturalmente, siente curiosidad —dice Citrine—. Pensará que debe de ser algo clandestino u odioso, o mortal. ¿Qué otra cosa requeriría reclutar a alguien de la Chapuza? Bueno, déjeme al menos satisfacer su curiosidad. Su trabajo, señor Stone, es estudiar.
Stone se queda perplejo.
—¿Estudiar?
—Sí, estudiar. Conoce el significado de la palabra, ¿no? ¿O he cometido un error? Estudiar, aprender, investigar, y siempre que crea que ha entendido algo, escribirme un informe.
La sorpresa de Stone ha pasado del pasmo a la incredulidad.
—Ni siquiera sé leer o escribir —dice—, y además, ¿qué puñetas se supone que debo estudiar?
—Su área de estudio, señor Stone, es nuestro mundo contemporáneo. He jugado un importante papel en hacer del mundo lo que es ahora. Y ahora, cuando alcanzo el final de mi vida, me siento cada vez más preocupada por saber si lo que he construido es bueno o malo. Ya tengo montañas de informes de expertos, tanto negativos como positivos. Pero lo que quiero ahora es la visión fresca de uno de los subhabitantes. Todo lo que pido es honestidad y precisión.
»Y acerca de leer o escribir, esas anticuadas técnicas de mi juventud, June le ayudará a aprenderlas, si lo desea. Pero tenemos máquinas para que le lean y para que transcriban su habla. Puede empezar ya.
Stone intenta asimilar la absurda proposición. Parece muy caprichosa, una tapadera para operaciones más ocultas y oscuras. Pero ¿qué otra cosa puede hacer excepto decir sí?
Acepta.
Una pequeña sonrisa asoma en los labios de la mujer.
—Estupendo. Entonces nuestra charla ha terminado. Oh, una última cosa. Si necesita hacer trabajo de campo, June deberá acompañarle. Pero no mencionará mi apoyo a nadie. No necesito sicofantes.
Las condiciones son sencillas, especialmente teniendo a June siempre a su lado, y Stone acepta asintiendo.
Citrine les vuelve la espalda. Entonces Stone se queda desconcertado de lo que ve, casi creyendo que sus ojos son defectuosos.
Agarrado al amplio respaldo de la silla, hay un animal pequeño, que parece un lémur o tití. Sus grandes y luminosos ojos les miran con inteligencia, su larga cola se arquea en espiral sobre su espalda.
—Su mascota —susurra June, y apremia a Stone para que salga.
La tarea es demasiado amplia, demasiado compleja. Stone cree que es un loco por haberla aceptado.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer si quería quedarse con los ojos?
La limitada y agobiante vida en la Chapuza no le ha preparado adecuadamente para imaginar el multiforme, extravagante y palpitante mundo al que lo han trasladado (al menos eso es lo que siente al principio). Metafórica y materialmente mantenido en la oscuridad durante tanto tiempo, encuentra el mundo fuera de la Torre Citrine un lugar confuso.
Hay centenares, miles de cosas de las que nunca ha oído hablar; gentes, ciudades, objetos, sucesos. Hay áreas de especialidades cuyos nombres apenas puede pronunciar: aerología, caoticismo, modelado fractal, paraneurología. Y por no mencionar la historia, ese pozo sin fondo en el cual el momento presente no es más que un burbujeo en su superficie. Stone sufre un shock todavía mayor con el descubrimiento de la historia. No puede recordar haber pensado alguna vez que la vida pudiera extenderse hacia atrás y hacia delante, más allá de la época en la que había nacido. La revelación de la existencia de décadas, siglos y milenios casi lo precipita en un abismo mental. ¿Cómo puede uno comprender el presente sin saber lo que ha pasado antes?
Persistir es desesperanzarse, suicida, una locura.
Pero Stone persiste.
Se encierra en sí mismo con su mágica ventana abierta al mundo, un terminal que se conecta con el ordenador central de la Torre Citrine, el cual es una vasta e ininteligible colmena de actividad. A través de esa máquina se conecta al resto del mundo. Durante horas interminables, imágenes y palabras relampaguean ante él, como cuchillos lanzados por un artista de circo, cuchillos que él, como un tonto pero leal asistente, debe esquivar para sobrevivir.
La memoria de Stone es excelente, entrenada en una cruel escuela, y asimila rápidamente. Pero cada sendero que sigue tiene una desviación a los pocos pasos, y cada desviación se abre hacia muchos lugares, y de todas esas ramas terciarias nacen aún otras nuevas, no menos ricas que las principales...
En cierta ocasión, Stone por poco muere ahogado, cuando una banda lo dejó inconsciente en un desagüe y comenzó a llover. Ahora tiene esa misma sensación.
Todos los días June le trae regularmente tres comidas. Cada noche, cuando está tumbado en la cama, vuelve a reproducir imágenes grabadas de ella para poder dormirse. June agachándose, sentándose, riendo, sus ojos asiáticos brillando. Las sutiles curvas de sus pechos y caderas. Pero la fiebre por conocer es más fuerte, y tiende a ignorarla según pasan los días.
Un mediodía, Stone descubre una píldora en la bandeja del almuerzo. Pregunta a June por sus efectos.
—Es menotrofina, ayuda a almacenar los recuerdos de larga duración —contesta ella—. Pensé que te ayudaría.
Stone la traga ansioso y vuelve a la zumbante pantalla.
Cada día encuentra una píldora en el almuerzo. Su mente parece aumentar de volumen en cuanto la toma. El efecto es poderoso, le hace imaginar que puede digerir el mundo entero. Pero, aun así, cada noche, cuando finalmente se fuerza a dejarlo, siente que no ha hecho suficiente.
Las semanas pasan. No ha preparado aún ni un simple comentario para Alice Citrine. ¿Qué sabe? Nada. ¿Cómo puede emitir un juicio sobre el mundo? Eso sería orgullo, locura.
¿Cuánto esperará ella para darle una patada en el culo y echarlo a la fría calle?
Stone apoya su cabeza entre las manos. Ante él, la burlona máquina le atormenta con una diarrea constante de hechos sin sentido.
Una mano se posa suavemente en su hombro tembloroso. Stone se embriaga del suave perfume de June.
De un manotazo Stone arranca el cable de alimentación del terminal, con tanta fuerza que le duele la mano. Bendito silencio. Mira arriba, hacia June.
—No soy nada bueno en esto. ¿Por qué me eligió? No sé siquiera por dónde empezar.
June se sienta a su lado, en un cojín.
—Stone, no he dicho nada porque se supone que no debo dirigirte. Pero compartir un poco de mi experiencia no supondrá una interferencia. Debes limitar tu campo. El mundo es demasiado grande. Alice no espera que lo comprendas totalmente, que lo destiles en una obra maestra de concisión y sentido.
»Después de todo, el mundo no se presta a tal sumario. Creo que, inconscientemente, ya sabes lo que ella quiere. Te dio una pista cuando hablaste con ella.
Stone recuerda ese día, reproduce el fichero que hizo de la adusta mujer. Sus rasgos se superponen a los de June. La señal visual arrastra una frase.
—... si lo que he construido es bueno o malo.
De pronto, es como si los ojos de Stone se hubieran sobrecargado. Entonces, la comprensión le inunda con alivio. Desde luego, esa vanidosa y poderosa mujer ve su vida como el tema dominante de la era moderna, un radiante hilo que pasa a través del tiempo, uniendo las cosas y los momentos críticos, como cuentas de un collar. Qué sencillo es entender una sola vida humana en vez de la de todo el mundo (o así lo cree en ese momento) Piensa que es lo máximo que puede hacer; cartografiar la historia personal de Citrine, las ramificaciones de su larga carrera, las ondas que se forman desde su trono. ¿Quién sabe?, incluso podría constituir un arquetipo.
Stone, jubiloso, abraza a June, emitiendo un grito inarticulado. Ella no se resiste a su abrazo, y caen en el sofá.
Sus labios son cálidos y complacientes bajo los suyos. Sus pezones parecen arder bajo su camisa y contra su pecho. Su pierna izquierda queda atrapada entre los muslos de ella.
Pero, de pronto, la rechaza. Se ha visto demasiado vívidamente a sí mismo, basura arrojada por las cloacas de la ciudad, con unos ojos que ni siquiera son humanos.
—No —dice amargamente—. No me puedes querer.